sábado, 12 de mayo de 2012


SEX, GOD, SEX
BATAILLE Y EL CRISTIANISMO






     La tentativa de experimentar lo imposible es el motor de la búsqueda espiritual de Bataille. Tentativa que siempre se verá frustrada, por supuesto, y cuyo fracaso supondrá en última instancia el verdadero triunfo del hombre soberano. En La experiencia interior, Bataille enuncia de forma diáfana la meta a alcanzar: la transgresión de todos los límites, la necesidad inquebrantable de cuestionarlo todo. Al comienzo de dicha obra se nos dice que los estados de arrobamiento y éxtasis que atesoran ese potencial transgresor pueden compararse legítimanente con los trances místicos de carácter cristiano. Sin embargo, Bataille marca también distancias: La experiencia interior de la que habla no puede ser una experiencia confesional. Su singularidad radica precisamente en la indigencia que le proporciona su sed de desarraigo, verdadero revulsivo de su meditación. La experiencia interior no se marca ningún fin de antemano. No busca la contemplación de Dios, ni alcanzar el nirvana. El yo debe quedar desligado del mundo objetivo y del discurso racional, y la aprehensión de Dios es sólo “un alto en el movimiento que nos lleva a la aprehensión más oscura de lo desconocido”.
     Bataille se apoya en algunas sentencias de Dioniso Areopagita (“Los que por el cese íntimo de toda operación intelectual entran en unión íntima con la inefable luz... no pueden hablar de Dios más que por negación”) a la hora de referirse a ese Dios “sin forma ni modo” que no puede asimilarse, empero, a la gélida tiniebla irradiada por lo desconocido. Este rayo de tiniebla en el que desemboca el itinerario místico de Bataille no es aquel del que hablaban Gregorio de Nisa o el mismo Dioniso Areopagita, cuya cegadora oscuridad, en extremo cercana a la luminosidad más hiriente, pondría en evidencia que sólo un sentimiento ciego -el amor en este caso- puede conocer la Verdad. Para Bataille esto no hace sino evidenciar que la teología negativa de los místicos cristianos termina siempre sometiéndose a un concepto positivo de la divinidad que, además de neutralizar el celo subversivo que alienta su búsqueda, pone en entredicho la legitimidad de toda la empresa.

     Dios difiere de lo desconocido en que una emoción profunda, que proviene de las profundidades de la infancia, se une
primeramente en nosotros a su evocación. Lo desconocido nos deja por el contrario fríos, no se hace amar antes de haber derruido en nosotros toda cosa, como un viento violento.

     Bataille prefiere no profundizar en el concepto de fe que maneja la mística que cuestiona, el cual, en virtud de su paradójica naturaleza, libraría a todas esas fórmulas cristianas de sus reproches. Para él, tanto Dios como el Absoluto no son sino categorías del entendimiento. Su concepto de lo desconocido, al parecer, no caería dentro del mismo saco. Con todo, Bataille nos habla en todo momento de una diferencia de grado: la experiencia mística cristiana logra desembarazarnos de lo que nos liga al mundo de lo útil, de nuestra subordinación a la esfera de la provisión y el trabajo; pero se trata de una experiencia espiritualmente más limitada, menos plena que aquella que resulta del contacto con lo desconocido: “La experiencia interior responde a la necesidad en la que me encuentro -y conmigo, la existencia humana- de ponerlo todo en tela de juicio (en cuestión) sin reposo admisible. Esta necesidad funcionaba pese a las creencias religiosas; pero tiene consecuencias tanto más completas cuando no se tienen tales creencias”.
     De reconocida raigambre nietzscheana, su noción de lo desconocido se vinculará estrechamente con la categoría en torno a la cual girará toda su producción posterior. Se trata de la continuidad, la realidad inobjetivable a la que podemos aproximarnos mediante el cultivo de los estados que agitan violentamente nuestro ánimo y alteran nuestra percepción. Según Bataille, nuestra condición de seres discontinuos, espiritualmente alienados por el cálculo racional y el utilitarismo mundano, se descompone al abrazar los placeres y tormentos que comprometen nuestra integridad (física y espiritual).
     Resulta imposible no pensar en este punto en las seminales tesis del primer Nietzsche: así como la entrega al exceso en Bataille nos permite acceder a la dimensión sagrada de la continuidad y desprendernos de nuestra alienada individualidad, en el pensador germano son igualmente los estados dionisiacos inducidos por la ebriedad y la fiesta báquica los que disuelven el principium individuationis que nos constituye como entes específicos. Si este principio trascendental era condenado por la sabiduría de Sileno, quien consideraba que el simple hecho de existir constituía la auténtica tragedia del hombre, Bataille apela igualmente a esa “nostalgia de la continuidad perdida” que no significa otra cosa que el deseo íntimo de nuestra propia aniquilación, de nuestra reinmersión en la Nada. Troppmann, el protagonista de El azul del cielo, toma conciencia de ello tras una negra epifanía (cuyos venenosos efluvios presagian el advenimiento de una catástrofe a gran escala: la segunda guerra mundial), descrita magistralmente:

     Me encontraba frente a unos niños formados militarmente, inmóviles, en los escalones de aquel teatro: llevaban pantalones cortos de pana negra y chaquetillas adornadas con herretes y cordones, iban descubiertos: a la derecha, los flautines; a la izquierda, los tambores.
     Tocaban con tanta violencia, con un ritmo tan cortante, que yo me quedaba delante de ellos sin aliento. No hay nada más seco que aquellos tambores que redoblaban, o más ácido que los flautines. Todos aquellos niños nazis (algunos de ellos eran rubios, con rostro de muñecos) que tocaban para los escasos transeúntes, en la noche, ante la plaza inmensa que el aguacero había dejado vacía, parecían presas, tiesos como palos, de la exultación de un cataclismo: delante de ellos, su jefe, un muchacho de una delgadez de degenerado, con la sañuda cara de un pez (de vez en cuando se volvía para ladrar órdenes, era como un estertor) iba marcando el compás con un largo bastón de tambor-mayor. Con un gesto obsceno erguía el bastón, con el pomo sobre el bajo-vientre (se asemejaba entonces a un pene simiesco y desmesurado, ornado con trencillas de cordones de colores); con una sacudida de pequeña bestia inmunda, alzaba entonces el pomo hasta la altura de la boca. Del vientre a la boca, de la boca al vientre, entrecortada cada ir ir venir por una ráfaga de tambores. Aquel espectáculo era obsceno. Era terrorífico: si no hubiera sido por un providencial alarde de sangre fría, cómo podría haberme quedado en pie, contemplando aquellos feroces mecanismos, tan sereno como ante un muro de piedra. Cada estallido de la música, en la noche, era un conjuro que invocaba la guerra y el crimen. Los redobles de tambor alcanzaban el paroxismo, con la esperanza de resolverse finalmente en sangrientas ráfagas de artillería: miraba a lo lejos...un ejercito de niños formado en orden de combate. No obstante, estaban inmóviles pero en trance. Yo los veía, no lejos de mí, fascinados por el deseo de ir a la muerte. Alucinados por los campos infinitos por donde un día habrían de avanzar, riendo bajo el sol: tras ellos dejarían a los moribundos y a los muertos.
     A aquella pleamar de muerte, mucho más agria que la vida (porque la vida nunca brilla tanto de sangre como la muerte), sería imposible oponer algo que no fuese insignificante, como las cómicas súplicas de las viejas.

     Por supuesto, esta mórbida revelación no supondrá sino un reflejo de las oscuras inclinaciones que han manejado a capricho a Troppmann durante todo su periplo espiritual.
     Pero, ¿De qué medios disponemos para aproximarnos a la continuidad perdida? Bataille los estudia profusamente en su obra maestra El erotismo. Los más importantes son el sacrificio, el éxtasis místico y la pasión erótica. Todos están íntimamente vinculados. Lo están hasta el punto de no significar cada uno de ellos sino lo mismo: la puesta en cuestión de nuestro propio ser.
     Pero poner en peligro nuestra naturaleza discontinua implica desenvolverse por fuerza dentro de un orden social -profano- y moral que se sanciona en tanto que se pretende transgredir. El sacrificio sagrado cobra sentido por la violencia de sus quebrantamientos. No es nada si no despliega su acción en el seno mismo de lo moral y socialmente establecido. De ahí que el arrebato religioso y el deseo erótico únicamente alcancen su apogeo por medio del ultraje sistemático y la subversión de los valores instaurados. De esta manera, las novelas eróticas de Bataille son auténticos cantos a lo heteróclito, al exceso y a la desviación de la norma; y sus personajes, verdaderas encarnaciones de esa voluntad de transgresión. Pensemos por ejemplo en Simone, la inolvidable heroína de la mítica Historia del ojo. En sus primeras páginas, Bataille la describe así: “Simone es simple habitualmente. Es alta y guapa; nada hay desesperante en su mirada ni en su voz. Pero es tan ávida de lo que perturba los sentidos que la menor llamada confiere a su rostro un carácter evocador de sangre, de terror súbito y de crimen, de todo cuanto destruye irremediablemente la beatitud y la buena conciencia”.
     Antes de que fuera estudiado desde un prisma distinto en obras como El erotismo, el cristianismo representó casi siempre en la obra temprana de Bataille ese marco regulador y normativo cuya instauración sólo podía justificarse tomando como base su propia vulnerabilidad. El cristianismo se organiza alrededor de un despotismo moral basado en los entredichos y los tabúes, los cuales “están ahí para ser transgredidos”. La ominosa misa oficiada por Sir Edmond en Historia del Ojo escenifica en un marco herético y sacrificial esa transgresión, un hermanamiento entre la muerte y el erotismo con trazas de pesadilla: El cuerpo de Cristo es mancillado y el goce carnal (que alcanza la categoría de martirio) termina santificando el crimen. Vargas Llosa, gran lector de la obra batailleana, dice que el hecho de escribir esta parte de la novela debió de acarrearle al ex-seminarista Bataille un desgarro interior inimaginable. Sin embargo, si algo transmite la escritura de Bataille en este particular ajuste de cuentas con la fe de su infancia es la fruición de la catarsis, el entusiasmo que embarga a quien se libera de una vez por todas de un yugo opresor.
     La religión cristiana comenzó a ser para Bataille algo más que las “súplicas de las viejas” a partir de la meditación radical y casi solipsista de la Summa atheologica. Pero es sobre todo en el gran proyecto de La parte maldita donde el pensador se aproxima al corazón mismo del cristianismo, donde realmente pudo vislumbrar algo parecido a su “esencia”. Si en Lo que entiendo por soberanía llega a decir de los evangelios que representan “el <<manual de soberanía>> más simple y humano” (cuya moral es, además, “una moral del momento soberano”), se debe a que ciertos principios cristianos aparecen en el contexto de la “economía general” (fundada en la dilapidación y el derroche) como hitos primordiales.
     La exhortación evangélica referida a los lirios del campo y las aves del cielo, uno de esos hitos, latía con fuerza en las obras literarias y filosóficas que batallaron contra el pensamiento burgués desde un frente cristiano “heterodoxo”. Tolstoi, Kierkegaard, Dostoievski, Barbey, Huysmans, Péguy, Blóy... En las mejores creaciones de todos ellos puede apreciarse este substrato moral en forma de condena a los mezquinos principios del mundo moderno. Del mismo modo, era inevitable que reverberara en los escritos de Bataille, gran admirador de estos autores y responsable de una doctrina que ensalza la prodigalidad y desprecia la razón calculadora. En El erotismo, nos dice que el cristianismo preservó de alguna manera la continuidad al apostar por un amor omnímodo, desmesurado y sobrehumano. La originalidad del cristianismo fue sustituir el delirio y el exceso de los rituales originarios por un sentimiento de hermandad que se afanó en transformar la discontinuidad avasalladora en “el reino de la continuidad inflamado de amor”. Una empresa “sublime y fascinante” que se vio traicionada por sus propios movimientos. Según Bataille, esta búsqueda de la continuidad en el seno del amor quiso poner el mundo discontinuo a la altura de sus ideales sagrados y terminó imaginando una quimera irrisoria: una eternidad de seres discontinuos. El tuétano sagrado de la continuidad se ve reducido a la estampa de un Dios artesano, un creador vinculado al mundo de las obras y su moral. A consecuencia de esto, se redefinen igualmente las relaciones entre lo sagrado y la transgresión: ahora lo maldito queda excluido del ámbito sagrado.
     Lo que se pierde con estos cambios es “el camino de la violencia” que enlaza la discontinuidad con la continuidad. De ahí que, según Bataille, el sacerdote no pueda reconocer el carácter sagrado del sacrificio de Cristo (siguiendo al pie de la letra la admonición de Cristo en la cruz: los “culpables” no sabían lo que hacían). El felix culpa! litúrgico sería un mero vestigio del primitivo deseo de acceder a la esfera divina de la continuidad por medio de la transgresión.
     Muchas (demasiadas) cosas podrían discutirse de todo esto. Un punto me interesa especialmente: la eternidad de los seres discontinuos no puede ser pensada como subordinada al mundo de las obras; muy al contrario, es un retorno al “paraíso perdido” que significaría la auténtica “aprobación de la vida hasta en la muerte”. Por otro lado, la penetrante indagación antropológica de Girard ha demostrado que el sacrificio religioso no sirve a ninguna divinidad maldita, a no ser que por esto último entendamos el orden y la cohesión social; es decir, todo aquello que en la teoría de Bataille cosificaba nuestro ser y conformaba el irrespirable ámbito de la utilidad.