miércoles, 22 de febrero de 2012

LITURGY: EL BLACK METAL TRASCENDENTAL


    Rodeado de una gran polémica al coincidir su lanzamiento con la publicación de un panfleto -escrito por el lider del grupo, Hunter Hunt Hendrix- muy mal recibido por la parroquia del black metal más ortodoxo, el segundo LP de Liturgy es, a mi juicio, el mejor disco del pasado 2011 (junto con los excepcionales  Asleep on the floodplain de Six organs of admittance y Wolfroy goes to town de Will Oldham).
     El panfleto en sí no tiene demasiada importancia. Titulado Trascendental black metal e incluido en la memoria de un simposio universitario acerca del black metal (Hideous Gnosis: the black metal theory symposium), se trata básicamente de la incorporación de algunos de los ideales nietzscheanos al cerrado ideario estético del subgénero, con vistas a oxigenar éste. Hunter Hunt Hendrix (quien cita a Glenn Branca, Swans o Iannis Xenakis como principales fuentes de inspiración) intenta subvertir el  hincapié en la sordidez y la voluntad de negación, propios del fundamentalismo black, en una búsqueda de la afirmación absoluta. El black metal trascendental comparte la raíz nihilista del black metal tradicional, pero quedaría caracterizado por su tendencia a superar (no eliminar) este desarraigo por medio de un discurso musical que describa la reconciliación del espíritu con la vida (como si representara el da capo! promulgado por  el trans-hombre...) 
     Semejante perorata puede resultar pretenciosa, grotesca o desconcertante, según se mire. En mi opinión simplemente resulta innecesaria. Aesthethica no necesita de manifiestos programáticos: es un álbum que se defiende solo. 
     El cuarteto de Brooklyn ha superado su notable debut (Renihilation, 2009) facturando una obra única y devastadora, un bloque granítico sin asideros. De más de una hora de duración, el acerado minimalismo de sus líneas de guitarra y una base rítmica completamente desbocada (con desarrollos intrincados hasta el delirio) consiguen que la velocidad se conjugue con la emoción hasta alcanzar la catarsis. 
   Hablamos de una suerte de proceso alquímico que convierte la brutalidad en pura capacidad hipnótica. Temas como "Generation" o "Sun of Light" son el resultado de toda una labor de depuración: la tentativa de desembarazar a la agresividad genuinamente black de todo elemento accesorio. Así es como han podido ver la luz unas pulidísimas composiciones que aúnan sobriedad y precisión de forma natural, cuyos ritmos obsesivos no sólo no devienen efectistas, sino que además obnubilan como mantras, conservando en todo momento, eso sí,  cierto poso inquietante consustancial  al black metal.
     En última instancia, lo que han conseguido Liturgy es expurgar al black metal de los elementos plásticos que lo atenazaban en un marco genérico absolutamente estereotipado, prescindiendo de la habitual -y bien irrisoria- parafernalia satánica y exhumando un armazón musical libre de rémoras ornamentales; o lo que es lo mismo: han expuesto a la vista la aesthethica (es decir, los elementos que conforman una expresión artística concreta) de una rama de la música popular -ferreamente codificada- en su auténtica pureza y desnudez.

miércoles, 15 de febrero de 2012

EL SUFRIMIENTO DE DIONISO


     La tragedia ática, dice Nietzsche, nace del maridaje de dos instintos artísticos antagónicos: lo apolíneo y lo dionisiaco. El onirismo visual y arquitectónico del primero y la embriaguez disgregadora del segundo se combinan armónicamente, expresando por medio del simbolismo y del canto la unidad del subterráneo ser primordial. Se trataría de la objetivación de los estados dionisiacos, la simbolización del “hacerse pedazos el individuo”.
El resplandeciente Dios Apolo, bajo cuyos auspicios la representación puede emerger como tal, dota al artista de una visión “solar”, de una sensibilidad plástica equiparable a la experiencia onírica en su capacidad de recibir y/o configurar irreales formas de perfecta definición y belleza. Tal claridad supondría el contrapunto estético de la ebriedad dionisiaca, esa extática cisura del principio de individuación que descubre la íntima unidad de la Naturaleza. Según Nietzsche, tal unidad –que permanece necesariamente en la oscuridad, oculta a la facultad figurativa de nuestro entendimiento-, de algún modo podría intuirse gracias al frenesí dionisiaco de la embriaguez y el canto. Así es, el narcotizante efecto de la celebración báquica lograría el completo “olvido de sí”, el cual acaba desdibujando las precisas líneas constitutivas de las que el principium individuationis se sirve para perfilar los fenómenos circundantes. El mundo se revela entonces como un todo indiferenciado, un magma torrencial que hermana y reconcilia a sus criaturas: se vienen abajo todas las delimitaciones; y con ellas, todas las barreras y diferencias de rango, género o especie.
     El principio apolíneo exige mesura, contención, una racionalidad sosegada e imperturbable. Todo lo contrario del entusiasmo dionisiaco, amigo del exceso y la exuberancia. Dioniso, divinidad ebria, vendría a representar la voluntad de fundirse con la physis, de perderse en el seno de lo intramundano. El vino, el canto y el baile se unirían en su honor, dispensando a los fieles un éxtasis liberador, capaz de disolver toda fe en las instituciones y en los acuerdos humanos; esto es, se impondría, en aras del dios, un desenfreno sexual y etílico ajeno a las coercitivas convenciones morales, políticas y sociales. Descontrol festivo y lúdico que, no obstante, acogería en su celebración ritual todo el dolor y el tormento humanamente soportables, pues Dioniso procura deleite y pesar a partes iguales. La propia tragoidea primigenia vendría a medir la capacidad de espanto que el hombre puede interiorizar, en tanto que constituye la única experiencia humana (colectiva) capaz de dar auténtica cuenta del fondo íntimo de una Naturaleza maternal pero terrible. Esta sobrecogedora experiencia sólo es posible a partir del principio de individuación, cuando  está a punto de quebrarse o cuando, debilitado, nos transmite la nostalgia originaria de nuestra co-pertenencia al ámbito divino del Ser terrenal.
     La acotación relativa al dolor trágico no es gratuita. Nietzsche, en la reedición que preparó en 1886 de esta obra (a la que añadió el significativo subtítulo “o Grecia y el pesimismo”), incluyó un contundente “Ensayo de autocrítica” en el cual relaciona estrechamente la plenitud de fuerzas del pueblo heleno – su lozanía y salud- con su irresistible inclinación hacia lo horrendo. Desde este prisma adquiere especial claridad su dibujo de la racionalidad helena, de alcance inversamente proporcional, en su progresivo despliegue, al grado de sensibilidad al dolor –físico y espiritual- y a la propensión al pesimismo y la melancolía. El ímpetu científico que imperaría en la época tardía vendría a coincidir –y no por casualidad- con un ínfimo grado de vigor, con la “senilidad” del pueblo griego. De hecho, el que esto no sea una casualidad constituye el mensaje principal del libro, que considera ambos factores, la jovialidad científica y el senil desapego a lo telúrico, dependientes el uno del otro. La labor que Nietzsche se impone es la de desentrañar las claves de esta sólo a primera vista paradójica correspondencia.
     El creador que hace suyo el “estado artístico inmediato de la naturaleza”, basado en la embriaguez, es un artista dionisiaco; y es fiel al credo de Sileno, quien predicaba la aspiración a la Nada y consideraba que lo mejor para los vivientes era aquello que por propia condición les resultaba inalcanzable: no haber nacido nunca. El suplicio que conlleva el mero existir es el núcleo de la expresión poética dionisíaca. La esencia del arte apolineo aparece como fulgurante reacción al nihilismo místico de Sileno, como una ofensiva poética contra las tentativas dionisiacas de inmolación y quebrantamiento.
Lo apolíneo deviene así en teodicea invertida, que aparta la vista del martirio báquico y redime la existencia por medio de la creencia en los númenes olímpicos: “la existencia bajo el luminoso resplandor solar de tales dioses es sentida como apetecible de suyo, y el auténtico dolor de los hombres homéricos se refiere a la separación de esta existencia, sobre todo a la separación pronta: de modo que ahora podría decirse de ellos, invirtiendo la sabiduría silénica, ‘lo peor de todo es para ellos el morir pronto, y lo peor en segundo lugar el llegar a morir alguna vez’”. Palabras que van seguidas del recuerdo a un desolado Aquiles en los infiernos, a quien Homero hace decir que es preferible seguir viviendo aun bajo la forma de un humilde jornalero.
     Precisamente Homero sería el primer gran artista “objetivo”, el auténtico creador apolíneo de la antigüedad. El suyo sería un arte de una “ingenua” perfección formal. Su entronización de lo aparente (de la “contemplación desinteresada”) redimiría al “yo” y libraría a la poesía del subjetivismo más caprichoso. Todo lo contrario que Arquíloco, introductor en la poesía de la canción popular y auténtico antagonista del gran poeta épico según Nietzsche. El corazón musical de su lírica recrea la unidad primigenia de la naturaleza mientras desnuda la propia subjetividad del poeta. Esto es algo que, de entrada, puede parecer contradictorio. ¿No se desprendería de este movimiento una relativa independencia del yo, que iría en detrimento del sentimiento de unidad con la naturaleza? Sin embargo, no hay tal contradicción: si la expresión apolínea se detiene en la contemplación de la belleza terrenal, en unos símbolos desvinculados del yo, la lírica dionisiaca reconoce en esas imágenes telúricas al propio espíritu poético, volviendo lícitos sus excesos “subjetivistas”. Los símbolos del mundo son las distintas objetivaciones de la voluntad del poeta lírico.
     Vemos entonces cómo la música fue un componente esencial del primitivo arte dionisiaco. De hecho, el canto fue el germen mismo de la tragedia, la más alta expresión de este arte. “La tragedia surgió del coro trágico, y en su origen era únicamente coro y nada más que coro”. A este coro, “símbolo de toda la masa agitada por una excitación dionisiaca”, se le contrapondría el diálogo, representante de las fuerzas apolíneas de la tragedia. El “texto” trágico intenta paliar los dolores ctónicos, reduce el vértigo que acompaña a la contemplación del horrendo fondo de la naturaleza. En brillante analogía nietzscheana, los diálogos serían como las manchas cromáticas que aparecen en nuestra visión después de mirar directamente al sol. Se trata de una concepción de la creación apolínea que redefine la idea de “jovialidad helénica”.
     Los torturados personajes de Esquilo y Sófocles dan de bruces con el horror: consiguen desentrañar el terrible enigma de la existencia terrenal. Gracias a ello, se elevan a un estadio religioso que les colma de felicidad. Las ambiciones sobrehumanas de estos héroes de noble condición socavan todas las leyes. Como consecuencia de sus continuadas transgresiones atraen hacia sí el desastre y la perdición. Sin embargo, “ese obrar es el que traza un círculo mágico y superior de efectos, que sobre las ruinas del viejo mundo derruido fundan un mundo nuevo”.
     Todas las figuras de la escena griega (Edipo, Ayax, Prometeo...) no serían sino distintas encarnaciones de Zagreo, el Dioniso de los Misterios que fue despedazado por los titanes. El joven dios ahora lucha, bajo diferentes máscaras, por reestablecerse en su unidad perdida. Por ello, la acción de la tragedia gira siempre en torno al dolor de la individuación, auténtico origen del mal. La naturaleza circundante se muestra mutilada, descompuesta: sus elementos no son otra cosa que los miembros sangrantes de Zagreo. El propio héroe trágico percibe en sí esta tensión dionisiaca: anhela secretamente llegar a la auto-aniquilación, conseguir desprenderse de su individualidad.
     La música de la tragedia, según Nietzsche, más que reformular el Mito, lo que consiguió fue redescubrirlo; le devolvió su esencia más pura. El coro dionisiaco trató de contrarrestar la acción depauperadora del racionalismo griego, el cual, a fuerza de “oficializar” los mitos, logró vaciarles de su genuino contenido religioso (agreste e “intratable”). La ortodoxia mítica, no obstante, conseguiría fortalecerse gracias a un incipiente y exitoso interés popular por las ciencias y la filosofía, que se preocupó por sistematizar los mitos (aun a costa de volverlos inofensivos). Y he aquí que las huestes del drama griego, en su lucha contra este embrionario movimiento ilustrado, se toparon con un enemigo mortal. Un enemigo que, sorprendentemente, salió de sus propias filas: Eurípides.
     En efecto, la agonía de la tragedia vino de la mano de Eurípides, cuyas obras, totalmente imbuidas de socratismo, reflejarían el envejecimiento del espíritu griego. Tras perder su aliento salvaje y postrarse ante el vulgo -que ahora podía reconocerse en sus locuaces personajes-, el drama heleno se hincha de un intelectualismo absolutamente contrario a su esencia. La retórica sofistica y la superficialidad burguesa se impusieron al aparato musical, minimizando la intervención del coro y disolviendo el consistente sustrato apolíneo de que disfrutaban los concisos diálogos de Sófocles. Y es que Eurípides traicionó tanto a Apolo como a Dioniso: “El drama euripideo es una cosa a la vez fría e ígnea, tan capaz de helar como de quemar; le resulta imposible alcanzar el efecto apolíneo de la epopeya, mientras que, por otro lado, se ha liberado lo más posible de los elementos dionisiacos, y ahora para producir algún efecto necesita nuevos excitantes, los cuales no pueden encontrarse ya en los dos únicos instintos artísticos, el apolíneo y el dionisiaco. Estos excitantes son fríos pensamientos paradójicos –en lugar de intuiciones apolíneas- y afectos ígneos –en lugar de éxtasis dionisíacos-, y, desde luego, pensamientos y afectos remedados de una manera sumamente realista, pero en modo alguno inmersos en el éter del arte”. El resultado es un drama acorde con la creciente senilidad popular, fruto de una curiosidad científica desapegada del sentir mítico. Un arte espurio que ha absorbido del exterior, inconscientemente, una jovialidad igualmente impostada.
     Este seudo-optimismo que armonizaba con el imperante cultivo de las ciencias (el cual degenerará en vulgar utilitarismo), tuvo en Sócrates a uno de sus mayores impulsores. Para Nietzsche, la dialéctica del maestro de Platón tendrá un influjo decisivo sobre las obras de Euripides, hasta el punto de hacer de ellas la materialización de sus tendenciosas inquietudes intelectuales. La suya era una inteligencia hipertrofiada, que se agotaba en estériles disquisiciones sobre la naturaleza de las cosas y condenaba el instinto. De hecho, la reflexión, nos dice Nietzsche, ocuparía en él el lugar que ocupa en los demás el instinto. La impulsividad del obrar práctico, lo generalmente considerado instintivo, era en él pura reflexión (pues la conciencia, que para el común de los mortales es aquello que entorpece tal impulsividad, constituía su fuerza motriz). Por contra, su instinto, su famoso demon, ponía trabas a su reflexión; ésta quedaba lastrada, se detenía estupefacta y acababa sometiéndose a los dictados del demon.
     En la tragedia se introduce el veneno de la filosofía socrática, radicalmente anti-dionisiaca, y ello supone su muerte. Después de Eurípides ya nada será lo mismo: Grecia se abandona a una ilustración delicuescente que la dejará exhausta, incapaz de retomar el ímpetu dionisiaco por el que pudo germinar, tiempo atrás, lo más granado de su arte y de su cultura. Esa cultura (radicalmente anti-cultural en sentido moderno) cuya decadencia traerá consigo una Comedia ática que la llorará amargamente (las obras de Aristófanes, en cierto sentido elegías “cómicas” a la antigua visión del mundo).

lunes, 13 de febrero de 2012


KIERKEGAARD: TIEMPO Y SUBJETIVIDAD

        Existen tareas arduas y tareas sencillas. La dedicación a la filosofía, no cabe duda, se encuentra entre las primeras. No se trata únicamente de desarrollar o potenciar esa capacidad de asombro que Aristóteles reconocía como su misma entraña. Si hacemos caso de Hegel, se trataría de trastocar y reordenar violentamente nuestras convicciones más arraigadas: si hemos de pensar el mundo al revés, nuestro sentido común no puede salir indemne. El idealismo hegeliano, a la luz de estas consideraciones, fue el orgulloso asesino de un sentido común que necesariamente debía aparecer como víctima en el tortuoso periplo que la conciencia natural emprende en la Fenomenología del espíritu.
Otras tareas, sin embargo, son decididamente imposibles. No en el sentido de que sean irrealizables, sino en el de que su realización exige como pago el aniquilamiento de los medios que la posibilitan. Pensar (objetivamente) el cristianismo no puede llevarse a cabo si no es a expensas del pensamiento (objetivador). Para Kierkegaard se trata de una labor absurda y paradójica que tiene como fin apearse de la comprensión racional una vez que, desde la misma, se ha señalado la necesidad de vivenciar su objeto de estudio. La fácil refutación de su crítica a la concepción abstracta del individuo, que esgrime el argumento de que la formulación kierkegaardiana del existente concreto acaba a su pesar fosilizada en la abstracción, pasa por alto estos presupuestos del pensador danés. La labor es absurda y paradójica no porque sostenga su propia absurdidad, sino porque conmina a abrazar el absurdo y la paradoja, esto es: a vivir el cristianismo. Para ello es necesario efectuar el decisivo movimiento de la fe del que nos habla Temor y temblor; el mismo que un Kierkegaard embozado tras el seudónimo de Johannes de Silentio reconocía que era incapaz de dar.
En su obra Ejercitación del cristianismo, Kierkegaard nos dice que el cristianismo ha venido al mundo no como algo susceptible de convertirse en doctrina (esto es: susceptible de ser domeñado por el humano entendimiento), sino como lo absoluto. Cualquier intento de explicar el cristianismo acaba convirtiéndose necesariamente en un banal regateo que pretende amoldarlo a los fines humanos. Ahora bien, el cristianismo “no es conmensurable con ninguna finalidad finita”, ya sea ésta el intento de alcanzar la felicidad terrena (caso del hombre natural), ya sea el pretender vislumbrar la esencia de la realidad (caso del filósofo).
La identificación del cristianismo con lo absoluto, locura para la razón, permite legitimar la afirmación de que Cristo no es literalmente nada: “muy cierto, pues Él es lo absoluto”. Entregarse a esta idea exige rebasar el ámbito ideal de la doctrina mediante la forja de todo un compromiso existencial: la contemporaneidad con Cristo. Asentir a la paradoja y al absurdo, crimen a los ojos de los coetáneos, indica en este caso que se ha tomado conciencia de la infinita distancia que separa a Dios del hombre; toma de conciencia que desemboca en la decisión de relacionarse con lo absoluto en el presente, ya que tal diferencia cualitativa impide que la venida de cristo al mundo pueda entenderse como un mero acontecimiento histórico, como un suceso acaecido siglos atrás.
Cristo no fue un hombre más. Juzgar su figura y su importancia en virtud de lo que la historia nos dice de Él y de su vida significa perder de vista su condición de Hombre-Dios, esto es, dejar de considerarlo lo absoluto y lo absolutamente otro. Éste es el sentido de la contemporaneidad con Cristo: llegar a relacionarse con Él desde el presente.

Este relacionarse con Dios desde el presente implica al mismo tiempo ser conformado a imagen de Dios. Se trata del proceso constitutivo de la conciencia que Kierkegaard formulará en La Enfermedad mortal: la consolidación del yo teológico por medio de la fe.
La determinación de la interioridad de que hablamos es la condición de posibilidad de toda existencia subjetiva; es decir, es aquello que actúa como garante de la propia conciencia de existir. El sujeto kierkegaardiano es el individuo histórico y concreto, inasimilable a la representación universal de “sujeto” o “individuo” (se trata de una conciencia desplegada en la existencia mediante una dialéctica cualitativa). Las etapas que ésta irá atravesando durante el transcurso de su existencia, o mejor dicho: que irá “encarnando”, se sucederán a base de saltos de una intransferible especificidad, irreductibles a cualquier concatenación lógica de índole cuantitativa (la historia como proceso dialéctico-teleológico). La naturaleza cualitativa del salto kierkegaardiano (en todos sus órdenes: existencial, religioso y temporal) se corresponde con el carácter concreto y singular del sujeto que lo efectúa. Ahora bien, en Kierkegaard semejante asunción de lo histórico sólo es posible a partir del encuentro con una trascendencia fundamentalmente ahistórica que, en palabras de Franz Rosenzweig, sirva de punto arquimédico1: el instante de la adhesión a Cristo. Será este punto de apoyo lo que le permitirá pensar a Kierkegaard la diferencia entre el Ser (entendido como existencia donada por una instancia supra-racional y supra-histórica) y el pensamiento; y, consecuentemente, lo que le permitirá conceptuar a este Ser como algo no objetivable. En última instancia será esto lo que aleje a nuestro autor de toda gnoseología de tipo idealista y lo que refuerce el núcleo teológico de su doctrina: la apelación a una Verdad a la que únicamente puede accederse por la fe.
El anclaje del yo en la eternidad representa, no obstante, una elección histórica –es decir, un optar desde el tiempo en que se vive- con miras a lo transhistórico. De este modo, la explanación del proyecto de la contemporaneidad con Cristo se corresponde necesariamente con el esquema filosófico de la constitución temporal del sí mismo. Sólo el yo capaz de decidir, o lo que es lo mismo, capaz de dar –conscientemente- el salto cualitativo que implica el optar por la eternidad infinita, puede vivir el instante.
El hombre estético, por el contrario, está determinado por una conciencia que en cierto sentido se desconoce. La búsqueda continua de la inmediatez, propia de un yo ciego que no puede vislumbrar su labor auto-conformadora, no puede proporcionar la repetición, esto es: la (re)apropiación de lo acontecido en su significación existencial; o, simplificando: la posibilidad de encontrar un sentido a la vida. En primer lugar porque éstos no llegan a alcanzar siquiera el rango de momentos (en su sentido propio): únicamente eran fragmentos insertos en una cadena de aconteceres de grisácea homogeneidad. El suyo es un espíritu que desconoce su constitución extática, su continuo avanzar en una temporalidad abierta por la toma de contacto del tiempo y la eternidad en el instante. Tal instante, desde luego, sólo puede ser aprehendido al tomar conciencia del sí mismo como síntesis de finitud e infinitud, de temporalidad y eternidad. Así pues, el individuo estético no podrá pensarse en su carácter histórico y concreto –como existente- ni podrá reconocer el sentido auténtico de la temporalidad –de su existencia en el tiempo-. Al carecer de interioridad, únicamente puede experimentar un torrente situaciones que lo manejan a capricho: vive a merced del instante en un sentido impropio, vive una falsa existencia.

1 El pasaje al que aludimos es el siguiente: “Pues...si todo el saber se refiere al Todo –está encerrado en él, pero, al mismo tiempo, es en él todopoderoso-, entonces la apariencia en cuestión sería más que apariencia: sería la verdad. Quien quisiera contradecirla tenía que sentir bajo sus plantas un punto de Arquímedes exterior al Todo conocible. Desde un tal punto arquimédico impugno Kierkegaard –y no estuvo solo- la incorporación hegeliana de la Revelación en el Todo. Y el punto fue la conciencia de Sören Kierkegaard –o la conciencia signada con cualesquiera otros nombre y apellido-“. (La estrella de la redención, Sígueme, Salamanca, 2006).


domingo, 12 de febrero de 2012


NIETZSCHE Y LA ONTOLOGÍA CLÁSICA

¿Qué es el misterioso Uno primordial del que nos habla Nietzsche? La intuición que del mismo nos proporciona el éxtasis dionisiaco deriva, a la hora de retornar a la realidad cotidiana, en una “nausea ascética” que aniquila nuestra voluntad.
Esta resaca espiritual nos incapacita para afrontar los avatares del día a día, merma nuestro ánimo y nos descubre la falta de sentido del mundo. Las relaciones sociales, los discursos, las acciones propias y ajenas..., todo se tiñe de un opaco hastío vital; ése que posteriormente los existencialistas colocarán sobre la mesa de disecciones.
El sinsentido desvelado en nuestro abrupto retorno al ámbito familiar de los objetos (tornado ahora inhospitalario y extraño) expresa que es precisamente en tal ámbito donde puede darse el “sentido”. Lo fenoménico se empaña o se descompone una vez se ha visto de cerca el abismo. Esto significa, por un lado, que lo racional habita en el dominio fenoménico (justamente otorgando estructura y determinaciones a los entes que lo pueblan), y por el otro, que lo suprafenoménico es lo absurdo, lo inaccesible al entendimiento.
Si la aparición de los fenómenos sólo es posible mediante las configuraciones espacio-temporales del principio de individuación, de naturaleza individual y subjetiva, aquello situado tras los fenómenos, la voluntad, debe de pensarse necesariamente como absurda. Nuestra razón se agota en la ordenación intelectiva de los objetos. La realidad en sí, situada más allá de estos, siempre se sustraerá a nuestro entendimiento. No es de extrañar que Schopenhauer, cuyas teorías constituyen buena parte del sustrato filosófico de El nacimiento de la tragedia, designara a esta problemática Realidad-en-sí-misma con el nombre de una facultad irracional: voluntad. Con ello se consuma el paulatino deterioro gnoseo-ontológico de la substancia que se iniciara a partir del giro subjetivista de Descartes. En efecto, la celebrada transposición cartesiana de los trascendentales, desde el plano celestial hasta la esfera del alma, preludia esa progresiva –y paradójica- pérdida de rango ontológico del Ser.
Es ya un lugar común decir que la filosofía anterior a Descartes se movía en el ámbito absoluto de la realidad. El realismo ontológico alcanzó con Platón y Aristóteles sus cotas más elevadas: el primero cifró lo real en las formas incorpóreas, allende lo espacio-temporal, volviendo así problemático el estatuto ontológico de los objetos sensibles; el estagirita, por su parte, tratando de clarificar tal estatuto, recurrió a una física hilemórfica que daba razón de la substancialidad dentro del devenir. Lejos de resultar menoscabada la dignidad metafísica de una hipóstasis “separada” por este hecho, fue precisamente la postulación de una hyle dependiente de un eidos final –concebida de este modo como un “poder ser x entidad”- lo que reforzó desde la esfera sensible la necesidad de establecer una auténtica cosa-en-sí: el primer motor inmóvil, la plenitud auto-subsistente que garantiza el desarrollo de la hyle (y, por ende, de la temporalidad y el movimiento terrenales).
Con Descartes la reflexión en torno a la substancia primera no queda tanto suprimida cuanto relegada a un plano secundario: en su indagación prima la cuestión de la certidumbre y de la validez del conocimiento. Kant proseguirá por esta vía reduciendo la cosa en sí a mera x de la cual no puede decirse ni pensarse nada. La cosa-en-sí resulta inaccesible porque el conocimiento humano es receptivo; la intuición intelectual sólo está al alcance de Dios, quien conoce las cosas en sí mismas al haberlas creado. La intuición humana, por el contrario, es sensible. 
El entendimiento se caracteriza por su actividad: organiza y dispone; pero tal proceder se lleva a cabo sobre un material dado, que debe recibirse sensorialmente (es decir, pasivamente) a partir de las formas puras del espacio y el tiempo. De este modo, Kant establece un fenomenismo coherente que señala los límites de la cognición: el objeto existe en virtud de un sujeto que conoce “finítamente”; o lo que es lo mismo: no cabe pronunciarse acerca de qué sea lo auténticamente real. 
De aquí a Schopenhauer sólo hay un paso. Si la trama inteligible de la realidad se organiza subjetivamente, lo que la trasciende no puede siquiera atisbarse. Tanto da decir que es supraracional o que es irracional, el caso es que excede nuestra capacidad cognoscitiva. Razón y entendimiento se ligan a lo representado y, por lo mismo, lo tras-la-representación puede vincularse legítimamente a la potencia volitiva de la naturaleza, pensada como aquello que genera el devenir y la vida. De alguna forma, todo esto ya lo recoge la filosofía de Spinoza: media un abismo entre Dios y las cosas. La substancia divina es infinita y autocausada, naturaleza naturante, el puro producir cuya potencia constituye su esencia misma. Los objetos no son más que afecciones de los atributos de la Substancia. Nuestro entendimiento pertenece igualmente al campo secundario de la naturaleza naturada, de la duración. Es pura finitud. Y esto, para Spinoza, es carencia (omni determinatio est negatio). La substancia, por el contrario, es lo indeterminado. Su pura positividad, paradójicamente, impide que pueda predicarse algo de ella, pues esto sólo es posible respecto de algo existente en el campo de la duración.
También es el filósofo holandés un claro antecedente schopenhaueriano en lo tocante a la definición del ente como conatus que trata de perseverar en la existencia. Aunque posteriormente Leibniz tratase de racionalizar el conatus convirtiéndolo en el appetitus que marca el hiato entre los contenidos que puede unificar una mónada en su percepción y la mónada misma, la suerte estaba echada: la inclinación volitiva se ancló en lo irracional y acabó siendo considerada la esencia del mundo. Los atributos divinos adjudicados antiguamente al Ser pasan a ser tristes ensoñaciones surgidas de nuestro afán de permanencia. Spinoza, Schopenhauer, Nietzsche y Freud ubican la eticidad, otrora indisoluble de la estructura ontológico-trascendental del mundo, en la subjetividad humana, reduciéndola a simple complejo ficcional. El Uno primigenio de Nietzsche, como la voluntad de Schopenhauer, no es ningún trascendens vislumbrable por medio de la reflexión pura, ni es una instancia transmundana asimilable a la substancia divina. Al contrario: es un sustrato mundano, el fondo inagotable de lo terrenal. Es la naturaleza, absurda e irracional, “espantosa”, como dice el propio Nietzsche, más próxima al tártaro homérico que al cielo platónico.
El mito griego supondría, según Nietzsche, la más genuina expresión de la existencia de este ardiente magma subterráneo: “la verdad dionisiaca se incauta del ámbito entero del mito y lo usa como simbólica de sus conocimientos, y esto lo expresa en parte en el culto público de la tragedia, en parte en ritos secretos de las festividades dramáticas de los misterios, pero siempre bajo el antiguo velo mítico”.
Cabe señalar aquí que posteriormente Nietzsche renegaría tanto de esta aproximación concreta al mito trágico –lastrada por la introducción de fórmulas inadecuadas- como de la cosmovisión que la misma implicaba. Antes incluso de la defensa explícita del perspectivismo y de su repulsa hacia los “sujetos” ocultos tras los fenómenos (los agentes productores del cambio en la naturaleza –cosa en sí kantiana- a los que llama “hijos falsos” en La genealogía de la moral), de enorme importancia en su producción tardía, ya en Así habló Zarathustra nos encontramos con un Nietzsche que reniega de sus pasadas inclinaciones “metafísicas” (ciertamente sui generis, en cualquier caso). En Los de detrás del mundo dice: “En otro tiempo, Zarathustra volcó sus ideales más allá del hombre, como suelen hacer todos los de más allá del mundo, los de detrás del mundo. Entonces me parecía ser el mundo la obra de un dios atormentado y dolorido. Sueño me parecía el mundo, invención poética de un dios: humo coloreado ante los ojos de un ser divino insatisfecho... Un mundo eternamente imperfecto, deficiente trasunto de una eterna contradicción, gozo delirante de su imperfecto creador, eso me parecía el mundo”. Nietzsche quiere permanecer fiel al “espíritu de la tierra”. Establecer un estrato primigenio separado constituye una traición al mismo. Aducir que se trata de un tuétano interno -de ninguna manera comparable al cielo platónico (o a la representación de éste como estructura trascendental)- no sirve de atenuante: sigue presente el korismos delator, que aleja a este Uno-todo de la verdadera experiencia mundana. La autocrítica nietzscheana convierte a esta concepción de juventud en un “sepulcro”: “¡Oh, vosotras, visiones de mi juventud, vosotras, miradas del amor, vosotros, instantes divinos! ¡Qué pronto habéis muerto para mí! Hoy os recuerdo como a mis muertos” (Así habló Zarathustra –“El canto de los sepulcros”-). Visiones de un trasmundano que cantaba al espantoso hontanar de lo real.
Es bien conocida la posterior radicalización de su lucha contra las quimeras metafísicas de corte platónico-cristiano, la cual pondría en evidencia la inconsistencia de su metafísica de juventud. Las fragorosas invectivas del exterior, sin embargo, también ayudaron: “En otro tiempo suspiraba por auspicios felices. Entonces hicisteis que se cruzara en mi camino un horrible y monstruoso búho. ¡Ay de mí! ¿hacia dónde huyó mi más tierno afán?”. Según J. C. García-Borrón, traductor de este pasaje de “El canto de los sepulcros”, el búho representaría al filólogo Willamowitz, furibundo detractor de las tempranas tesis nietzscheanas.