SEX, GOD, SEX
BATAILLE Y
EL CRISTIANISMO
La tentativa de
experimentar lo imposible es el motor de la búsqueda espiritual de
Bataille. Tentativa que siempre se verá frustrada, por supuesto, y
cuyo fracaso supondrá en última instancia el verdadero triunfo del
hombre soberano. En La experiencia interior, Bataille
enuncia de forma diáfana la meta a alcanzar: la transgresión de
todos los límites, la necesidad inquebrantable de cuestionarlo todo.
Al comienzo de dicha obra se nos dice que los estados de arrobamiento
y éxtasis que atesoran ese potencial transgresor pueden compararse
legítimanente con los trances místicos de carácter cristiano. Sin
embargo, Bataille marca también distancias: La experiencia interior
de la que habla no puede ser una experiencia confesional. Su
singularidad radica precisamente en la indigencia que le proporciona
su sed de desarraigo, verdadero revulsivo de su meditación. La
experiencia interior no se marca ningún fin de antemano. No busca la
contemplación de Dios, ni alcanzar el nirvana. El yo debe quedar
desligado del mundo objetivo y del discurso racional, y la
aprehensión de Dios es sólo “un alto en el movimiento que nos
lleva a la aprehensión más oscura de lo desconocido”.
Bataille se apoya en
algunas sentencias de Dioniso Areopagita (“Los que por el cese
íntimo de toda operación intelectual entran en unión íntima con
la inefable luz... no pueden hablar de Dios más que por negación”)
a la hora de referirse a ese Dios “sin forma ni modo” que no
puede asimilarse, empero, a la gélida tiniebla irradiada por lo
desconocido. Este rayo de tiniebla en el que desemboca el itinerario
místico de Bataille no es aquel del que hablaban Gregorio de Nisa o
el mismo Dioniso Areopagita, cuya cegadora oscuridad, en extremo
cercana a la luminosidad más hiriente, pondría en evidencia que
sólo un sentimiento ciego -el amor en este caso- puede
conocer la Verdad. Para Bataille esto no hace sino evidenciar que la
teología negativa de los místicos cristianos termina siempre
sometiéndose a un concepto positivo de la divinidad que, además de
neutralizar el celo subversivo que alienta su búsqueda, pone en
entredicho la legitimidad de toda la empresa.
Dios
difiere de lo desconocido en que una emoción profunda, que proviene
de las profundidades de la infancia, se une
primeramente
en nosotros a su evocación. Lo desconocido nos deja por el contrario
fríos, no se hace amar antes de haber derruido en
nosotros toda cosa, como un viento violento.
Bataille
prefiere no profundizar en el concepto de fe que maneja la mística
que cuestiona, el cual, en virtud de su paradójica naturaleza,
libraría a todas esas fórmulas cristianas de sus reproches. Para
él, tanto Dios como el Absoluto no son sino categorías del
entendimiento. Su concepto de lo desconocido, al parecer, no caería
dentro del mismo saco. Con todo, Bataille nos habla en todo momento
de una diferencia de grado: la experiencia mística cristiana logra
desembarazarnos de lo que nos liga al mundo de lo útil, de nuestra
subordinación a la esfera de la provisión y el trabajo; pero se
trata de una experiencia espiritualmente más limitada, menos plena
que aquella que resulta del contacto con lo desconocido: “La
experiencia interior responde a la necesidad en la que me encuentro
-y conmigo, la existencia humana- de ponerlo todo en tela de juicio
(en cuestión) sin reposo admisible. Esta necesidad funcionaba pese a
las creencias religiosas; pero tiene consecuencias tanto más
completas cuando no se tienen tales creencias”.
De
reconocida raigambre nietzscheana, su noción de lo desconocido se
vinculará estrechamente con la categoría en torno a la cual girará
toda su producción posterior. Se trata de la continuidad,
la
realidad inobjetivable a la que podemos aproximarnos mediante el
cultivo de los estados que agitan violentamente nuestro ánimo y
alteran nuestra percepción. Según Bataille, nuestra condición de
seres discontinuos, espiritualmente alienados por el cálculo
racional y el utilitarismo mundano, se descompone al abrazar los
placeres y tormentos que comprometen nuestra integridad (física y
espiritual).
Resulta
imposible no pensar en este punto en las seminales tesis del primer
Nietzsche: así como la entrega al exceso en Bataille nos permite
acceder a la dimensión sagrada de la continuidad y desprendernos de
nuestra alienada individualidad, en el pensador germano son
igualmente los estados dionisiacos inducidos por la ebriedad y la
fiesta báquica los que disuelven el principium
individuationis
que nos constituye como entes específicos. Si este principio
trascendental era condenado por la sabiduría de Sileno, quien
consideraba que el simple hecho de existir constituía la auténtica
tragedia del hombre, Bataille apela igualmente a esa “nostalgia de
la continuidad perdida” que no significa otra cosa que el deseo
íntimo de nuestra propia aniquilación, de nuestra reinmersión en
la Nada. Troppmann, el protagonista de El
azul del cielo,
toma conciencia de ello tras una negra epifanía (cuyos venenosos
efluvios presagian el advenimiento de una catástrofe a gran escala:
la segunda guerra mundial), descrita magistralmente:
Me
encontraba frente a unos niños formados militarmente, inmóviles, en
los escalones de aquel teatro: llevaban pantalones cortos de pana
negra y chaquetillas adornadas con herretes y cordones, iban
descubiertos: a la derecha, los flautines; a la izquierda, los
tambores.
Tocaban
con tanta violencia, con un ritmo tan cortante, que yo me quedaba
delante de ellos sin aliento. No hay nada más seco que aquellos
tambores que redoblaban, o más ácido que los flautines. Todos
aquellos niños nazis (algunos de ellos eran rubios, con rostro de
muñecos) que tocaban para los escasos transeúntes, en la noche,
ante la plaza inmensa que el aguacero había dejado vacía, parecían
presas, tiesos como palos, de la exultación de un cataclismo:
delante de ellos, su jefe, un muchacho de una delgadez de degenerado,
con la sañuda cara de un pez (de vez en cuando se volvía para
ladrar órdenes, era como un estertor) iba marcando el compás con un
largo bastón de tambor-mayor. Con un gesto obsceno erguía el
bastón, con el pomo sobre el bajo-vientre (se asemejaba entonces a
un pene simiesco y desmesurado, ornado con trencillas de cordones de
colores); con una sacudida de pequeña bestia inmunda, alzaba
entonces el pomo hasta la altura de la boca. Del vientre a la boca,
de la boca al vientre, entrecortada cada ir ir venir por una ráfaga
de tambores. Aquel espectáculo era obsceno. Era terrorífico: si no
hubiera sido por un providencial alarde de sangre fría, cómo podría
haberme quedado en pie, contemplando aquellos feroces mecanismos, tan
sereno como ante un muro de piedra. Cada estallido de la música, en
la noche, era un conjuro que invocaba la guerra y el crimen. Los
redobles de tambor alcanzaban el paroxismo, con la esperanza de
resolverse finalmente en sangrientas ráfagas de artillería: miraba
a lo lejos...un ejercito de niños formado en orden de combate. No
obstante, estaban inmóviles pero en trance. Yo los veía, no lejos
de mí, fascinados por el deseo de ir a la muerte. Alucinados por los
campos infinitos por donde un día habrían de avanzar, riendo bajo
el sol: tras ellos dejarían a los moribundos y a los muertos.
A
aquella pleamar de muerte, mucho más agria que la vida (porque la
vida nunca brilla tanto de sangre como la muerte), sería imposible
oponer algo que no fuese insignificante, como las cómicas súplicas
de las viejas.
Por supuesto, esta
mórbida revelación no supondrá sino un reflejo de las oscuras
inclinaciones que han manejado a capricho a Troppmann durante todo su
periplo espiritual.
Pero,
¿De qué medios disponemos para aproximarnos a la continuidad
perdida? Bataille los estudia profusamente en su obra maestra El
erotismo.
Los más importantes son el sacrificio, el éxtasis místico y la
pasión erótica. Todos están íntimamente vinculados. Lo están
hasta el punto de no significar cada uno de ellos sino lo mismo: la
puesta en cuestión de nuestro propio ser.
Pero poner en
peligro nuestra naturaleza discontinua implica desenvolverse por
fuerza dentro de un orden social -profano- y moral que se sanciona
en tanto que se pretende transgredir. El sacrificio sagrado cobra
sentido por la violencia de sus quebrantamientos. No es nada si no
despliega su acción en el seno mismo de lo moral y socialmente
establecido. De ahí que el arrebato religioso y el deseo erótico
únicamente alcancen su apogeo por medio del ultraje sistemático y
la subversión de los valores instaurados. De esta manera, las novelas eróticas de Bataille son auténticos cantos a lo heteróclito, al exceso
y a la desviación de la norma; y sus personajes, verdaderas
encarnaciones de esa voluntad de transgresión. Pensemos por ejemplo
en Simone, la inolvidable heroína de la mítica Historia del ojo.
En sus primeras páginas, Bataille la describe así: “Simone es
simple habitualmente. Es alta y guapa; nada hay desesperante en su
mirada ni en su voz. Pero es tan ávida de lo que perturba los
sentidos que la menor llamada confiere a su rostro un carácter
evocador de sangre, de terror súbito y de crimen, de todo cuanto
destruye irremediablemente la beatitud y la buena conciencia”.
Antes de que fuera
estudiado desde un prisma distinto en obras como El erotismo,
el cristianismo representó casi siempre en la obra temprana de
Bataille ese marco regulador y normativo cuya instauración sólo
podía justificarse tomando como base su propia vulnerabilidad. El
cristianismo se organiza alrededor de un despotismo moral basado en
los entredichos y los tabúes, los cuales “están ahí para ser
transgredidos”. La ominosa misa oficiada por Sir Edmond en Historia
del Ojo escenifica en un marco herético y sacrificial esa
transgresión, un hermanamiento entre la muerte y el erotismo con
trazas de pesadilla: El cuerpo de Cristo es mancillado y el goce
carnal (que alcanza la categoría de martirio) termina santificando
el crimen. Vargas Llosa, gran lector de la obra batailleana, dice que
el hecho de escribir esta parte de la novela debió de acarrearle al
ex-seminarista Bataille un desgarro interior inimaginable. Sin
embargo, si algo transmite la escritura de Bataille en este
particular ajuste de cuentas con la fe de su infancia es la fruición
de la catarsis, el entusiasmo que embarga a quien se libera de una
vez por todas de un yugo opresor.
La religión
cristiana comenzó a ser para Bataille algo más que las “súplicas
de las viejas” a partir de la meditación radical y casi solipsista
de la Summa atheologica. Pero es sobre todo en el gran
proyecto de La parte maldita donde el pensador se aproxima al
corazón mismo del cristianismo, donde realmente pudo vislumbrar algo
parecido a su “esencia”. Si en Lo que entiendo por soberanía
llega a decir de los evangelios que representan “el <<manual
de soberanía>> más simple y humano”
(cuya moral es, además, “una moral del momento soberano”), se
debe a que ciertos principios cristianos aparecen en el contexto de
la “economía general” (fundada en la dilapidación y el
derroche) como hitos primordiales.
La exhortación
evangélica referida a los lirios del campo y las aves del cielo, uno
de esos hitos, latía con fuerza en las obras literarias y
filosóficas que batallaron contra el pensamiento burgués desde un
frente cristiano “heterodoxo”. Tolstoi, Kierkegaard, Dostoievski,
Barbey, Huysmans, Péguy, Blóy... En las mejores creaciones de todos
ellos puede apreciarse este substrato moral en forma de condena a los
mezquinos principios del mundo moderno. Del mismo modo, era
inevitable que reverberara en los escritos de Bataille, gran
admirador de estos autores y responsable de una doctrina que ensalza la
prodigalidad y desprecia la razón calculadora. En El erotismo,
nos dice que el cristianismo preservó de alguna manera la
continuidad al apostar por un amor omnímodo, desmesurado y
sobrehumano. La originalidad del cristianismo fue sustituir el
delirio y el exceso de los rituales originarios por un sentimiento
de hermandad que se afanó en transformar la discontinuidad
avasalladora en “el reino de la continuidad inflamado de amor”.
Una empresa “sublime y fascinante” que se vio traicionada por sus
propios movimientos. Según Bataille, esta búsqueda de la
continuidad en el seno del amor quiso poner el mundo discontinuo a la
altura de sus ideales sagrados y terminó imaginando una quimera
irrisoria: una eternidad de seres discontinuos. El tuétano sagrado
de la continuidad se ve reducido a la estampa de un Dios artesano, un
creador vinculado al mundo de las obras y su moral. A consecuencia
de esto, se redefinen igualmente las relaciones entre lo sagrado y la
transgresión: ahora lo maldito queda excluido del ámbito sagrado.
Lo que se pierde con
estos cambios es “el camino de la violencia” que enlaza la
discontinuidad con la continuidad. De ahí que, según Bataille, el
sacerdote no pueda reconocer el carácter sagrado del sacrificio de
Cristo (siguiendo al pie de la letra la admonición de Cristo en la
cruz: los “culpables” no sabían lo que hacían). El felix
culpa! litúrgico sería un mero vestigio del primitivo deseo de
acceder a la esfera divina de la continuidad por medio de la
transgresión.
Muchas (demasiadas)
cosas podrían discutirse de todo esto. Un punto me interesa
especialmente: la eternidad de los seres discontinuos no puede ser
pensada como subordinada al mundo de las obras; muy al contrario, es
un retorno al “paraíso perdido” que significaría la auténtica
“aprobación de la vida hasta en la muerte”. Por otro lado, la
penetrante indagación antropológica de Girard ha demostrado que el
sacrificio religioso no sirve a ninguna divinidad maldita, a no ser
que por esto último entendamos el orden y la cohesión social; es
decir, todo aquello que en la teoría de Bataille cosificaba nuestro
ser y conformaba el irrespirable ámbito de la utilidad.