sábado, 29 de septiembre de 2012





PURE FUCKING ESOTERIC UNDERGROUND


THUNDER PERFECT MIND CUMPLE 20 AÑOS





     Cumple dos décadas de vida pero sigue conservando su condición de umbrosa anomalía en el contexto de la creación musical contemporánea. Se diría que los años han sido respetuosos con este álbum si no se tratara justamente de una obra intempestiva, impermeable a los efectos -favorables o perjudiciales- del paso del tiempo. De la misma manera, sigue resultando tan ajeno al mainstream como a los cánones compositivos de los que se sirve la actual intelligentsia del pop a fin de facturar productos susceptibles de ser fagocitados por aquél. Algo que no le podría ocurrir nunca a Thunder Perfect Mind (así como a ningún disco de Current 93). Por un lado, su sonido no puede considerarse novedoso, ni mucho menos: aunque cueste encontrar influencias específicas (acaso Comus, grupo maldito donde los haya, sea la principal) es evidente que arraiga en el Acid folk británico, con acentos medievales propios y un lustroso barniz psicodélico; y por otra parte, la inexpugnable mística de David Tibet -cuyos textos son de una densidad lírica abrumadora- no parece en principio un plato apetecible para degustadores de indietrónica u otros géneros por el estilo.

      La apasionada búsqueda espiritual de Tibet tiene en este disco uno de sus hitos más (justamente) conspicuos. Ya a mediados de los ochenta, cuando aún profesaba su particular culto a Aleister Crowley y el Thelema, Tibet había mostrado su fascinación por algunos de los aspectos más oscuros y excéntricos de la mística cristiana. En el muy reivindicable Christ And The Pale Queens Mighty In Sorrow (1988), por ejemplo, se sirvió de ciertos textos de Hildegard von Bingen, teóloga y visionaria alemana del S. XII, para expresar su esquizoide concepción de la trascendencia. En realidad, éste era un trabajo que transitaba por la senda que un año antes abriera Imperium (1987), disco con el que Current 93 logró un razonable equilibrio entre las ominosas psicofonías industriales de su primera etapa y un difuso y espectral neo-folk que iría definiendo sus perfiles en discos posteriores. Thunder Perfect Mind representa, de hecho, el punto culminante de esta evolución musical, el momento en que toma finalmente cuerpo un sonido de hechura neoclásica; enormemente sólido, sí, pero lo suficientemente dúctil como para acoger la siempre anárquica y vehemente expresividad de Tibet. Fue también el primer álbum donde el firmante de “Happy Birthday Pigface Christus exploraba a fondo la cosmovisión gnóstica del cristianismo primitivo y sus concepciones sobre la iluminación (el título del álbum hace referencia al tratado grecocopto El trueno, mente perfecta, perteneciente a la biblioteca gnóstica descubierta en Nag Hammadi).

      Bestia negra de la autentica espiritualidad para algunos metafísicos y teólogos (Martin Buber o Ettienne Gilson, por ejemplo); fuente de inspiración para unos pocos poetas y alucinados (de William Blake a Alan Moore, pasando por Swedenborg y Böhme); ignorado o directamente despreciado por el resto de los mortales..., el gnosticismo fue una doctrina que floreció en el Siglo II d. C. y que no tardó en ser considerada herética. Enormemente proteica, condensaba innumerables y bien dispares elementos filosóficos y religiosos de la antigüedad, que eran subsumidos en un cristianismo de corte iniciático. En la cultura popular su presencia es prácticamente nula (si exceptuamos a creadores como Philliph K. Dick o el Martin Scorsese de La última tentación de Cristo, en la que introdujo nociones docéticas y del credo cainita). No puede extrañar, entonces, que alguien como David Tibet, incansable estudioso de corrientes espirituales a cual más exótica y heterodoxa, se sintiera atraído por la gnosis, la cual seguiría inspirando la temática de buena parte de su obra posterior (incluyendo su último trabajo, Honeysuckle Aeons (2011), retablo minimalista tan desconcertante como atractivo).

      Aunque se admita comúnmente que Thunder Perfect Mind significó un nuevo comienzo para Current 93, no puede decirse que representara una ruptura radical con su singladura anterior. “The Stars are Dead Now”, “Hitler As Kalki” o “Rosy Star Tears From Heaven” muestran la proverbial querencia del grupo por las atmósferas malsanas y enrarecidas, sólo que ahora cristalizan sobre un bucólico fondo musical, elaborado a partir de arreglos medulares y nunca gratuitos (cuerdas y vientos en el extremo opuesto del preciosismo ornamental, aunque el efecto logrado otorgue no poco empaque a las canciones). Otro ejemplo es la nueva lectura de “A Lament For My Suzanne”, menos turbadora que la aparecida en Island (1991), pero extraordinaria en su capacidad emotiva con un mínimo de elementos.

      En general, cada rincón del disco exhibe una opulencia plástica sin parangón, un caudal melódico y poético que parece inagotable. “A Sadness Song” y “Riverdeadbank” son dos desoladas gemas de una accesibilidad y belleza hasta entonces inéditas en el sombrío cancionero folk del grupo. “Mary Waits In Silence” y “A Silence Song” parecen más opacas y graves, pero la labor de orfebrería efectuada con sus respectivos arreglos las sitúa a una altura pareja. También destaca “In The Heart Of The Wood And What I Found There”, que desarrolla el motivo musical escuetamente esbozado en “A Beginning” para recrearse en las visiones de un enfebrecido Tibet. Éste último se adapta con soltura y brillantez al policromo discurso musical del álbum, derrochando magnetismo y desplegando todo su repertorio de obsesiones teosóficas. En “The Descent Of Long Satan And Babylon”, por ejemplo, adopta un registro juglaresco a tono con los arpegios pastoriles del gran Michael Cashmore; y en “Hitler As Kalki”, la gran cumbre del disco, asume el rol de profeta vesánico ensayado en obras anteriores para sumergirnos en un ambiente apocalíptico verdaderamente sobrecogedor.

      Thunder Perfect Mind sobrepasa con mucho los angostos límites del denominado Dark-folk. Sólo Fire + Ice con Rûna o los Death in June de But, What Ends When The Symbols Shatter? se han aproximado a semejantes cotas de belleza desde unos parámetros musicales (hipotéticamente) similares (comparten adscripción genérica). Un trabajo, pues, verdaderamente capital, de calado casi metafísico pero firme raigambre telúrica, que seguirá generando un fervoroso -y creciente- culto durante muchas más décadas.


domingo, 3 de junio de 2012




LAS NUPCIAS DE DIOS Y DE LA BESTIA








                              En un sentido prometeico,  el hombre es Dios; pero en un sentido aún más profundo, el hombre es una bestia (Boyd Rice).
                                                                                                          
                                                                                                                     


Existen en todo hombre, y a todas horas, dos postulaciones simultáneas: una hacia Dios y otra hacia Satán. La invocación a Dios, o espiritualidad, es el deseo de ascender de grado; la de Satán, o animalidad, es el gozo de rebajarse (Charles Baudelaire). 

                                   


     Para William Blake la tradicional concepción dicotómica del ser humano -mente y cuerpo, razón e instinto, virtud y vicio- lleva consigo el estigma de su origen religioso. Blake llama “religión” al cuerpo institucional que instaura y regula en cada sociedad una moral de basamento metafísico. La religión siempre se apoya en dogmas y prohibiciones (lo “general” en Kierkegaard), y precisa de un sacerdocio que vele por el orden social.
     Blake propone una nueva dicotomía: razón/energía. Se trata de una pareja de contrarios que expresa en realidad una concepción unitaria de la condición humana. La razón no es más que el perímetro de la energía, su mismo límite. No se da, pues, ningún tipo de confrontación entre parcelas ontológicas distintas. La tensión que nos permite existir no es ningún subproducto ni derivado; es tan intrínseca, tan esencial y originaria, que Blake llega a identificarla con la misma vida.
     Reconciliar a Razón con Energía es lo que pretenden la Ley y la Religión. Lo que finalmente consiguen, no obstante, es erigir prisiones y burdeles.
     Blake visitó la imprenta del infierno y estudió su método. Gracias a esta experiencia pudo purificar su percepción y salir de la caverna de sus cinco sentidos. Se dio cuenta entonces de que Cristo no vino a unir al Prolífico y al Devorador (esto es, a reconciliar a Energía con Razón), sino a separarlos.



     Algunos Proverbios del infierno son auténticos cantos al Goce Eterno (la Energía y el Deseo humillados por el Mesías de Milton):

Aquel que desea pero no obra, engendra pestilencia.

La Prudencia es una rica, fea solterona cortejada por la Incapacidad.

La Eternidad está enamorada de los frutos del tiempo.

El orgullo del pavo real es la gloria de Dios.

La lujuria del macho cabrio es la gracia de Dios.

La cólera del León es la sabiduría de Dios.

La desnudez de la mujer es la obra de Dios.

El camino del exceso conduce al palacio de la sabiduría.

Exuberancia es Belleza.

Antes asesinar a un niño en su cuna que alimentar deseos irrealizables.



sábado, 12 de mayo de 2012


SEX, GOD, SEX
BATAILLE Y EL CRISTIANISMO






     La tentativa de experimentar lo imposible es el motor de la búsqueda espiritual de Bataille. Tentativa que siempre se verá frustrada, por supuesto, y cuyo fracaso supondrá en última instancia el verdadero triunfo del hombre soberano. En La experiencia interior, Bataille enuncia de forma diáfana la meta a alcanzar: la transgresión de todos los límites, la necesidad inquebrantable de cuestionarlo todo. Al comienzo de dicha obra se nos dice que los estados de arrobamiento y éxtasis que atesoran ese potencial transgresor pueden compararse legítimanente con los trances místicos de carácter cristiano. Sin embargo, Bataille marca también distancias: La experiencia interior de la que habla no puede ser una experiencia confesional. Su singularidad radica precisamente en la indigencia que le proporciona su sed de desarraigo, verdadero revulsivo de su meditación. La experiencia interior no se marca ningún fin de antemano. No busca la contemplación de Dios, ni alcanzar el nirvana. El yo debe quedar desligado del mundo objetivo y del discurso racional, y la aprehensión de Dios es sólo “un alto en el movimiento que nos lleva a la aprehensión más oscura de lo desconocido”.
     Bataille se apoya en algunas sentencias de Dioniso Areopagita (“Los que por el cese íntimo de toda operación intelectual entran en unión íntima con la inefable luz... no pueden hablar de Dios más que por negación”) a la hora de referirse a ese Dios “sin forma ni modo” que no puede asimilarse, empero, a la gélida tiniebla irradiada por lo desconocido. Este rayo de tiniebla en el que desemboca el itinerario místico de Bataille no es aquel del que hablaban Gregorio de Nisa o el mismo Dioniso Areopagita, cuya cegadora oscuridad, en extremo cercana a la luminosidad más hiriente, pondría en evidencia que sólo un sentimiento ciego -el amor en este caso- puede conocer la Verdad. Para Bataille esto no hace sino evidenciar que la teología negativa de los místicos cristianos termina siempre sometiéndose a un concepto positivo de la divinidad que, además de neutralizar el celo subversivo que alienta su búsqueda, pone en entredicho la legitimidad de toda la empresa.

     Dios difiere de lo desconocido en que una emoción profunda, que proviene de las profundidades de la infancia, se une
primeramente en nosotros a su evocación. Lo desconocido nos deja por el contrario fríos, no se hace amar antes de haber derruido en nosotros toda cosa, como un viento violento.

     Bataille prefiere no profundizar en el concepto de fe que maneja la mística que cuestiona, el cual, en virtud de su paradójica naturaleza, libraría a todas esas fórmulas cristianas de sus reproches. Para él, tanto Dios como el Absoluto no son sino categorías del entendimiento. Su concepto de lo desconocido, al parecer, no caería dentro del mismo saco. Con todo, Bataille nos habla en todo momento de una diferencia de grado: la experiencia mística cristiana logra desembarazarnos de lo que nos liga al mundo de lo útil, de nuestra subordinación a la esfera de la provisión y el trabajo; pero se trata de una experiencia espiritualmente más limitada, menos plena que aquella que resulta del contacto con lo desconocido: “La experiencia interior responde a la necesidad en la que me encuentro -y conmigo, la existencia humana- de ponerlo todo en tela de juicio (en cuestión) sin reposo admisible. Esta necesidad funcionaba pese a las creencias religiosas; pero tiene consecuencias tanto más completas cuando no se tienen tales creencias”.
     De reconocida raigambre nietzscheana, su noción de lo desconocido se vinculará estrechamente con la categoría en torno a la cual girará toda su producción posterior. Se trata de la continuidad, la realidad inobjetivable a la que podemos aproximarnos mediante el cultivo de los estados que agitan violentamente nuestro ánimo y alteran nuestra percepción. Según Bataille, nuestra condición de seres discontinuos, espiritualmente alienados por el cálculo racional y el utilitarismo mundano, se descompone al abrazar los placeres y tormentos que comprometen nuestra integridad (física y espiritual).
     Resulta imposible no pensar en este punto en las seminales tesis del primer Nietzsche: así como la entrega al exceso en Bataille nos permite acceder a la dimensión sagrada de la continuidad y desprendernos de nuestra alienada individualidad, en el pensador germano son igualmente los estados dionisiacos inducidos por la ebriedad y la fiesta báquica los que disuelven el principium individuationis que nos constituye como entes específicos. Si este principio trascendental era condenado por la sabiduría de Sileno, quien consideraba que el simple hecho de existir constituía la auténtica tragedia del hombre, Bataille apela igualmente a esa “nostalgia de la continuidad perdida” que no significa otra cosa que el deseo íntimo de nuestra propia aniquilación, de nuestra reinmersión en la Nada. Troppmann, el protagonista de El azul del cielo, toma conciencia de ello tras una negra epifanía (cuyos venenosos efluvios presagian el advenimiento de una catástrofe a gran escala: la segunda guerra mundial), descrita magistralmente:

     Me encontraba frente a unos niños formados militarmente, inmóviles, en los escalones de aquel teatro: llevaban pantalones cortos de pana negra y chaquetillas adornadas con herretes y cordones, iban descubiertos: a la derecha, los flautines; a la izquierda, los tambores.
     Tocaban con tanta violencia, con un ritmo tan cortante, que yo me quedaba delante de ellos sin aliento. No hay nada más seco que aquellos tambores que redoblaban, o más ácido que los flautines. Todos aquellos niños nazis (algunos de ellos eran rubios, con rostro de muñecos) que tocaban para los escasos transeúntes, en la noche, ante la plaza inmensa que el aguacero había dejado vacía, parecían presas, tiesos como palos, de la exultación de un cataclismo: delante de ellos, su jefe, un muchacho de una delgadez de degenerado, con la sañuda cara de un pez (de vez en cuando se volvía para ladrar órdenes, era como un estertor) iba marcando el compás con un largo bastón de tambor-mayor. Con un gesto obsceno erguía el bastón, con el pomo sobre el bajo-vientre (se asemejaba entonces a un pene simiesco y desmesurado, ornado con trencillas de cordones de colores); con una sacudida de pequeña bestia inmunda, alzaba entonces el pomo hasta la altura de la boca. Del vientre a la boca, de la boca al vientre, entrecortada cada ir ir venir por una ráfaga de tambores. Aquel espectáculo era obsceno. Era terrorífico: si no hubiera sido por un providencial alarde de sangre fría, cómo podría haberme quedado en pie, contemplando aquellos feroces mecanismos, tan sereno como ante un muro de piedra. Cada estallido de la música, en la noche, era un conjuro que invocaba la guerra y el crimen. Los redobles de tambor alcanzaban el paroxismo, con la esperanza de resolverse finalmente en sangrientas ráfagas de artillería: miraba a lo lejos...un ejercito de niños formado en orden de combate. No obstante, estaban inmóviles pero en trance. Yo los veía, no lejos de mí, fascinados por el deseo de ir a la muerte. Alucinados por los campos infinitos por donde un día habrían de avanzar, riendo bajo el sol: tras ellos dejarían a los moribundos y a los muertos.
     A aquella pleamar de muerte, mucho más agria que la vida (porque la vida nunca brilla tanto de sangre como la muerte), sería imposible oponer algo que no fuese insignificante, como las cómicas súplicas de las viejas.

     Por supuesto, esta mórbida revelación no supondrá sino un reflejo de las oscuras inclinaciones que han manejado a capricho a Troppmann durante todo su periplo espiritual.
     Pero, ¿De qué medios disponemos para aproximarnos a la continuidad perdida? Bataille los estudia profusamente en su obra maestra El erotismo. Los más importantes son el sacrificio, el éxtasis místico y la pasión erótica. Todos están íntimamente vinculados. Lo están hasta el punto de no significar cada uno de ellos sino lo mismo: la puesta en cuestión de nuestro propio ser.
     Pero poner en peligro nuestra naturaleza discontinua implica desenvolverse por fuerza dentro de un orden social -profano- y moral que se sanciona en tanto que se pretende transgredir. El sacrificio sagrado cobra sentido por la violencia de sus quebrantamientos. No es nada si no despliega su acción en el seno mismo de lo moral y socialmente establecido. De ahí que el arrebato religioso y el deseo erótico únicamente alcancen su apogeo por medio del ultraje sistemático y la subversión de los valores instaurados. De esta manera, las novelas eróticas de Bataille son auténticos cantos a lo heteróclito, al exceso y a la desviación de la norma; y sus personajes, verdaderas encarnaciones de esa voluntad de transgresión. Pensemos por ejemplo en Simone, la inolvidable heroína de la mítica Historia del ojo. En sus primeras páginas, Bataille la describe así: “Simone es simple habitualmente. Es alta y guapa; nada hay desesperante en su mirada ni en su voz. Pero es tan ávida de lo que perturba los sentidos que la menor llamada confiere a su rostro un carácter evocador de sangre, de terror súbito y de crimen, de todo cuanto destruye irremediablemente la beatitud y la buena conciencia”.
     Antes de que fuera estudiado desde un prisma distinto en obras como El erotismo, el cristianismo representó casi siempre en la obra temprana de Bataille ese marco regulador y normativo cuya instauración sólo podía justificarse tomando como base su propia vulnerabilidad. El cristianismo se organiza alrededor de un despotismo moral basado en los entredichos y los tabúes, los cuales “están ahí para ser transgredidos”. La ominosa misa oficiada por Sir Edmond en Historia del Ojo escenifica en un marco herético y sacrificial esa transgresión, un hermanamiento entre la muerte y el erotismo con trazas de pesadilla: El cuerpo de Cristo es mancillado y el goce carnal (que alcanza la categoría de martirio) termina santificando el crimen. Vargas Llosa, gran lector de la obra batailleana, dice que el hecho de escribir esta parte de la novela debió de acarrearle al ex-seminarista Bataille un desgarro interior inimaginable. Sin embargo, si algo transmite la escritura de Bataille en este particular ajuste de cuentas con la fe de su infancia es la fruición de la catarsis, el entusiasmo que embarga a quien se libera de una vez por todas de un yugo opresor.
     La religión cristiana comenzó a ser para Bataille algo más que las “súplicas de las viejas” a partir de la meditación radical y casi solipsista de la Summa atheologica. Pero es sobre todo en el gran proyecto de La parte maldita donde el pensador se aproxima al corazón mismo del cristianismo, donde realmente pudo vislumbrar algo parecido a su “esencia”. Si en Lo que entiendo por soberanía llega a decir de los evangelios que representan “el <<manual de soberanía>> más simple y humano” (cuya moral es, además, “una moral del momento soberano”), se debe a que ciertos principios cristianos aparecen en el contexto de la “economía general” (fundada en la dilapidación y el derroche) como hitos primordiales.
     La exhortación evangélica referida a los lirios del campo y las aves del cielo, uno de esos hitos, latía con fuerza en las obras literarias y filosóficas que batallaron contra el pensamiento burgués desde un frente cristiano “heterodoxo”. Tolstoi, Kierkegaard, Dostoievski, Barbey, Huysmans, Péguy, Blóy... En las mejores creaciones de todos ellos puede apreciarse este substrato moral en forma de condena a los mezquinos principios del mundo moderno. Del mismo modo, era inevitable que reverberara en los escritos de Bataille, gran admirador de estos autores y responsable de una doctrina que ensalza la prodigalidad y desprecia la razón calculadora. En El erotismo, nos dice que el cristianismo preservó de alguna manera la continuidad al apostar por un amor omnímodo, desmesurado y sobrehumano. La originalidad del cristianismo fue sustituir el delirio y el exceso de los rituales originarios por un sentimiento de hermandad que se afanó en transformar la discontinuidad avasalladora en “el reino de la continuidad inflamado de amor”. Una empresa “sublime y fascinante” que se vio traicionada por sus propios movimientos. Según Bataille, esta búsqueda de la continuidad en el seno del amor quiso poner el mundo discontinuo a la altura de sus ideales sagrados y terminó imaginando una quimera irrisoria: una eternidad de seres discontinuos. El tuétano sagrado de la continuidad se ve reducido a la estampa de un Dios artesano, un creador vinculado al mundo de las obras y su moral. A consecuencia de esto, se redefinen igualmente las relaciones entre lo sagrado y la transgresión: ahora lo maldito queda excluido del ámbito sagrado.
     Lo que se pierde con estos cambios es “el camino de la violencia” que enlaza la discontinuidad con la continuidad. De ahí que, según Bataille, el sacerdote no pueda reconocer el carácter sagrado del sacrificio de Cristo (siguiendo al pie de la letra la admonición de Cristo en la cruz: los “culpables” no sabían lo que hacían). El felix culpa! litúrgico sería un mero vestigio del primitivo deseo de acceder a la esfera divina de la continuidad por medio de la transgresión.
     Muchas (demasiadas) cosas podrían discutirse de todo esto. Un punto me interesa especialmente: la eternidad de los seres discontinuos no puede ser pensada como subordinada al mundo de las obras; muy al contrario, es un retorno al “paraíso perdido” que significaría la auténtica “aprobación de la vida hasta en la muerte”. Por otro lado, la penetrante indagación antropológica de Girard ha demostrado que el sacrificio religioso no sirve a ninguna divinidad maldita, a no ser que por esto último entendamos el orden y la cohesión social; es decir, todo aquello que en la teoría de Bataille cosificaba nuestro ser y conformaba el irrespirable ámbito de la utilidad.

domingo, 15 de abril de 2012




INTERIORIDAD SIN OBJETO
LA CRÍTICA DE THEODOR W. ADORNO A LA “PSICOLOGÍA” KIERKEGAARDIANA




Si consideramos el instante como la puerta temporal que permite acceder a la auténtica trascendencia (inaprehensible para una conciencia objetiva(dora)), la subjetividad que pueda apropiárselo debe concebirse como una instancia en alguna medida homogénea respecto de esta trascendencia. Esto quiere decir que por fuerza ha de carecer de núcleo o naturaleza hipostática, lo cual le aseguraría la ductilidad necesaria para adaptarse al éxtasis del instante.
Al principio del tercer capítulo de El concepto de la angustia, Kierkegaard asocia su idea de la angustia (el vértigo a la libertad engendrado por la nada) con la irrupción del instante en la vida espiritual del sujeto. En anteriores análisis la angustia surgía como mera proyección del espíritu -fundamentalmente vacía pero determinante respecto a la aparición del salto cualitativo-. Ahora el espíritu se concreta definitivamente mediante su encarnación temporal: la angustia es el instante en la vida del individuo, es la cisura que permite el despliegue de la auténtica subjetividad. El instante es de este modo lo que posibilita el salto cualitativo (que emerge siempre con la angustia); salto que resulta inexplicable, y que únicamente puede abordarse (y tangencialmente) mediante la ambigua psicología que esta obra trata de desarrollar.
Ahora bien, ¿Cuál es la auténtica índole de su método analítico? ¿De qué tipo de psicología estamos hablando? Desde luego, de ninguna que tenga que ver con la psicología científica tradicional. Su objeto de estudio, por otro lado, es aquello que “no tiene domicilio propio en ninguna ciencia”: el pecado.
Al pecado, según nuestro autor, le corresponde “la seriedad de la existencia”. Se trata de un “estado” irreductible, que no puede explicarse echando mano de definiciones negativas como “carencia” o “debilidad”; es, por el contrario, “lo positivo” en el individuo que se encuentra delante de Dios. De este modo, se alude al pecado como aquello que aparece vinculado a la realidad concreta del individuo. La Lógica, la Ética y la Dogmática especulativa no pueden escrutar su sentido ni su naturaleza, pues “el pecado es objeto de la predicación, en la cual el individuo habla como individuo al individuo”. La psicología Kierkegaardiana atiende a estos presupuestos y se escora hacia una Teología no contaminada por la especulación idealista (que no confunde el logos cristiano –el Verbo encarnado- con el logos idealista de raíz griega, por ejemplo). La opacidad del concepto de pecado y su conexión con la esfera de la realidad individual precisan de un enfoque ajeno a cualquier pretensión de cientificidad.
Th. W. Adorno, desde las páginas de su tesis doctoral Kierkegaard, construcción de lo estético, cuestiona el título de “fenomenología” bajo el cual suele encuadrarse el análisis “psicológico” de Kierkegaard: “pues toda fenomenología trata de constituir la ontología mediante la ratio autónoma, sin mediación alguna. Pero la psicología de Kierkegaard sabe de antemano que la ontología está oculta a la ratio”. La crítica de Adorno, que pretende combatir el “idealismo de la interioridad” del pensador danés descubriendo sus fundamentos ocultos, parte de la premisa de que toda su obra se embarca en la búsqueda de una ontología trascendente. No cabe duda, empero, de que, conceptualizada de este modo, su interpretación desvirtúa parcialmente el sentido eminentemente teológico de la producción kierkegaardiana. Según Adorno, las investigaciones que Kierkegaard efectúa acerca de la angustia y la desesperación conforman una psicología de los “afectos” que trataría de captar los destellos de un “sentido” diluido en el transcurso de la historia. Adorno haría referencia al desarraigo espiritual del mundo moderno y el sacrificio de la fe a manos de la misma cristiandad, algo que denunció Kierkegaard en su trabajo postrero. La pérdida de este sentido vendría entonces a significar el advenimiento del nihilismo, ya intuido por Kierkegaard en su refutación del principio de identidad fichteano.


Sin embargo, Adorno cree percibir un movimiento antinómico dentro del esquema de la dialéctica kierkegaardiana de la subjetividad: “Kierkegaard concibe contradictoriamente el sentido como algo que recae radicalmente en el yo, en la pura inmanencia del sujeto, y a la vez como trascendencia perdida, inalcanzable”. Esta proposición, de por sí discutible (pues encuadra la problemática kierkegaardiana en el contexto de la gnoseología idealista), no puede sostenerse cuando identifica esa “trascendencia inalcanzable” con la “cosa en si” en sentido kantiano. Adorno lo plantea así: si en un primer momento Kierkegaard acepta la crítica de Fichte a Kant (lo que para Adorno significa que Kierkegaard haga de la subjetividad libre y activa “substrato de toda la realidad”), posteriormente, y “tentado” por la cuestión de la “realidad en sí”, introduce la mala conciencia en su doctrina de la interioridad: el yo continúa siendo absoluto pero se encuentra ahora huérfano de sentido.
“El idealista que se propuso reducir ‘la realidad a lo ético’[comenta el pensador germano a propósito de Kierkegaard], esto es, a la subjetividad, es a la vez el enemigo mortal de toda afirmación de una identidad de lo interior y lo exterior”. Adorno explica la irrupción de esta bien sui generis conciencia desdichada en la subjetividad como una tensión paradójica inherente a la interioridad. El yo se encuentra desgarrado por inclinaciones contrapuestas: al tiempo que despliega su dialéctica inmanente (la que corresponde, en palabras de Adorno, a una “interioridad sin objeto”), se duele por la nostalgia del fundamento que lo ha abandonado. De ahí, que Adorno perfile la interioridad kierkegaardiana como un amasijo hipostático dominado por ambas inclinaciones: “los momentos contradictorios en la concepción kierkegaardiana del sentido, del sujeto y del objeto no aparecen separados unos de otros. Se hallan entrelazados unos con otros. Su figura se llama interioridad. En La enfermedad mortal, ella es deducida, como substancialidad del sujeto, directamente de la inconmensurabilidad con el exterior”. A continuación, para justificar lo dicho, Adorno recurre a un pasaje de la obra mentada que reza lo siguiente:

     Sí, no hay nada [exterior] que le “corresponda”, puesto que un exterior que correspondiera a una reclusión sería una flagrante contradicción. La correspondencia es cabalmente revelación. Por eso lo exterior es aquí completamente indiferente, ya que lo que aquí se ha de mantener a todo trance es esa reclusión o esa interioridad de la que se puede decir que ha perdido la llave de la cerradura.

     El problema es que con este texto Kierkegaard trata de ejemplificar la actitud del desesperado hermético, el cual encarna precisamente la forma de desesperación que se atribuye al idealista teórico: la desesperación de la obstinación, o del querer uno ser sí mismo. Huelga decir que tal pasaje no ilustra, en modo alguno, el concepto general de interioridad manejado por nuestro pensador, tan sólo una de sus posibles formas de desesperación. Con todo, Adorno insiste en su línea interpretativa: declara que si el idealismo de Fichte brota del centro de la espontaneidad del yo, en Kierkegaard “el yo es reenviado a sí mismo por las fuerzas de la alteridad”. Lo fundamental para Adorno es convertir la crítica al idealismo del filósofo danés en un solipsismo hermético que, mediante una dialéctica inmanente, avance en busca del sentido que los “afectos” intuyen, añorantes, en la exterioridad. Ahora bien, según Adorno esta dialéctica sólo encuentra el sentido dentro de sí misma, aunque sin identificarse con él.

     Kierkegaard ni es un filósofo de la identidad ni reconoce un ser positivo transcendente a la conciencia. Para él, el mundo de las cosas no es ni propio del sujeto ni independiente de este. Mejor dicho: queda suprimido. Solamente ofrece al sujeto la mera “ocasión” para la acción, la mera resistencia para el acto de fe. En sí mismo es algo accidental y de todo punto indeterminado. No le cabe participar del “sentido”. No hay en Kierkegaard un sujeto-objeto en el sentido hegeliano, como tampoco objetos que tengan un ser; sólo hay subjetividad aislada, cercada por la oscura alteridad. Pero solo pasando por encima de su abismo es capaz de hallar participación en el “sentido”, el cual rehúsa su soledad. En el impulso hacía la ontología transcendente, la interioridad entabla esa “lucha consigo misma” de la que Kierkegaard informa como “psicólogo”.

     En realidad, la doctrina Kierkegaardiana queda inevitablemente distorsionada cuando se la sitúa en un ámbito de reflexión gnoseológico o puramente filosófico. Su impugnación del idealismo alemán tiene como objetivo llegar a vislumbrar la esfera de la trascendencia; esa que la especulación idealista inhumó bajo capas de desarrollos lógicos “unificadores”, los que lograron la identidad entre el yo y la exterioridad. Su labor se centra en romper esa estrecha ligazón entre el ser y el pensamiento. El yo kierkegaardiano no es de ninguna manera ese “espíritu que elimina la trascendencia divina en la medida en que constituye dialécticamente desde sí mismo a Dios y su necesidad” del que nos habla un exegeta de Adorno*, sino la conciencia que al autoconstituirse descubre tanto su carácter fáctico como el hecho de “ser deudor”, en palabras de Heidegger. Este es el auténtico sentido de la crítica de Kierkegaard a Fichte (que aparece en su primera obra importante, Sobre el concepto de ironía), incomprensiblemente utilizada por Adorno para hacer del pensador danés un fichteano que reniega de tal título:

     ...esta infinitud del pensamiento fichteana es, como toda infinitud en Fichte (su infinitud moral es la permanente aspiración por la aspiración misma, su infinitud estética es un permanente producir por el producir mismo, la infinitud de Dios es permanente evolución por la evolución misma), una infinitud negativa, una infinitud en la que no hay ninguna finitud, una infinitud desprovista de todo contenido. Infinitizando de este modo el yo, Fichte impuso un idealismo que hacía palidecer a toda realidad, un acosmismo que hacía que su propio idealismo se volviese realidad, pese a no ser otra cosa que docetismo. Con Fichte, el pensamiento se hizo infinito la subjetividad llegó a ser una negatividad infinita y absoluta, puja y tensión infinita... pero lo infinitizó de manera negativa, y lo que obtuvo entonces fue sabiduría en lugar de verdad, no una infinitud positiva, si no una infinitud negativa en la infinita identidad del yo consigo mismo.

     La desdichada “interioridad sin objeto” de Kierkegaard renuncia en primer lugar a la objetivación para sortear la posibilidad de acabar siendo ella misma un objeto. El yo que existe no puede homogenizarse con el exterior precisamente en tanto que existe. La ontología fundamental que según Adorno persigue Kierkegaard es incapaz de satisfacer la exigencia de verdad kierkegaardiana al ser pensada como garantía de sentido desde un prisma idealista. De hecho, la dialéctica de la interioridad es asimilada por Kierkegaard al mismo existir, a la búsqueda apasionada de un sí mismo que se auto-realiza verdaderamente en el instante de la repetición.
     Será entonces cuando el yo tome conciencia del Poder que lo sostiene y de lo que implica el manejar con mano segura su propia existencia (el asegurarse la repetición). Según Adorno, esta dialéctica inmanente se despliega “entre la subjetividad y su ‘sentido’, el que ella contiene en sí sin identificarse con él, como tampoco éste se identifica con la inmanencia de la interioridad”. Ahora bien, es evidente que para Kierkegaard el sentido que anhela la conciencia ni se encuentra en ella misma ni puede conceptuarse especulativamente: es la contemporaneidad con Cristo. Se trata de la premisa teológica que guía el desenvolvimiento de la interioridad kierkegaardiana y que no puede parangonarse legítimamente con ningún principio filosófico ni con ninguna cosmovisión. Sólo cuando el yo se sepa ante Dios y se haga contemporáneo de Cristo instaurará en sí el “sentido” perdido.



*Vicente Gomez, El pensamiento estético de Theodor W. Adorno (Universitat de València, 1998)

lunes, 9 de abril de 2012


LA CONCEPCIÓN DE LA FE EN LOS PENSAMIENTOS DE PASCAL







     “Yo no tomo esto por sistema sino por el modo como el corazón del hombre ha sido hecho...no por un celo de devoción y de desprendimiento, sino por un principio puramente humano y por un movimiento de interés y de amor propio, y porque se trata de una cosa que nos interesa hasta conmovernos, la de estar seguros de que después de todos los males de esta vida, una muerte inevitable que nos amenaza a cada instante debe infaliblemente en pocos años ponernos en la horrible necesidad de ser eternamente aniquilados o desgraciados”

     La de Pascal fue una filosofía que no pudo escapar de la trampa cartesiana. Como el enfoque subjetivista se adueñó de todas las esferas del pensamiento, no cabía en su teoría recurso alguno a ese “objetivismo” (tal y como Horkheimer lo definió: “los sistemas filosóficos de la razón objetiva que implican la convicción de que es posible descubrir una estructura omnicomprensiva o fundamental del ser y deducir de ella una concepción del destino humano”) cuyos límites enmarcaron otrora el auténtico orden del Ser. El intento pascaliano de trascender las angosturas de la filosofía tributará al racionalismo incipiente la aceptación de su nueva ley: la sanción del yo como única fuente de conocimiento. Su misma concepción de la fe permite vislumbrar este sometimiento a la subjetividad en su formulación moderna.
     Sin embargo, con frases como la que encabeza nuestro nuestro comentario, Pascal no sólo nos deja claro que no piensa salirse de los lindes del yo; también destaca algo de la máxima importancia para su filosofía y para la de todos aquellos autores que se han guardado de apostar confiadamente –irresponsablemente, diría el pensador galo- por la Razón. Se trata del interés, concepto hermano del de voluntad, que engendra decisión y determinación. La razón (pensada  como la instancia que conforma lo inteligible -o racionalmente mensurable- y que, por tanto,  permanece indiferente hacia todo aquello que eluda su acción objetivadora)  no puede integrar en su seno cosa alguna que guarde parentesco con la acción volitiva. Se diría que el deseo, las aspiraciones y los afanes humanos brotan de una raíz esencialmente irracional de la que únicamente puede dar cuenta un estrato interior sensible a ella, distante tanto de la aséptica cognición como de la instintividad inconsciente. El ‘corazón’ del que habla Pascal, portador de razones inasequibles a la Razón, parecería ocupar tal lugar. El corazón intuye sus verdades en virtud de su finura, una sensibilidad inmediata, que capta “al primer golpe de vista”. Esto implica, claro está, que lo captado por este espíritu de finura no es susceptible de aprehenderse metódica o analíticamente. Existen verdades necesariamente ocultas a un inteligir “geométrico”. La existencia de Dios es una de ellas. La principal.
     Descartes inicia su tercera meditación metafísica, titulada “De Dios, que existe”, del siguiente modo: “Ahora cerraré los ojos, me taparé los oídos, dejaré de usar todos los sentidos, incluso borraré de mi pensamiento todas las imágenes de las cosas corporales, o por lo menos, puesto que esto apenases factible, las tendré por vanas y falsas, y hablando sólo conmigo mismo y examinándome muy profundamente, intentaré conocerme mejor y familiarizarme más conmigo mismo”. Así, el padre del pensamiento moderno se prepara para la investigación que habrá de conducirle a la esencia de sí mismo y a la idea de Dios. Se trata de un paso previo que ejemplifica a la perfección el modus operandi del “espíritu de geometría”: un ejercicio de abstracción cercano a la auto-alienación con miras a un conocimiento inalienable del yo. La existencia de Dios se establece por medio de una rigurosa intuición deductiva –o deducción intuitiva- tras recorrer metódicamente un camino que enlaza evidencias claras y distintas; camino que parte de ese punto cero del cogito, el gran descubrimiento cartesiano. 
     Entre tales ideas enlazadas está el viejo argumento ontológico, del que posteriormente también harán uso Leibniz y Spinoza, cada uno a su modo y en función de sus respectivos intereses. A lo largo de la historia del pensamiento, muchas objeciones han sido lanzadas contra él. La de Pascal es de una sencillez engañosa, pues cruza los márgenes de la especulación y rehúsa emplear sus armas. Éste es el secreto sentido de su respuesta: la idealidad es recusada a priori.
     Desde la abstracción, habitat natural de la especulación racionalista, no es posible servirse de conceptos que ésta última no puede asimilar. El espíritu geométrico opera con nociones depuradas, esenciales, que articulan principios de inquebrantable solidez. La red de significaciones tejida por estos, no obstante, se impone como instrumento legitimador, es decir, como criterio demarcador de la certidumbre racional. Tal criterio se mantiene por fuerza ajeno al ámbito de las aserciones que sólo pueden imponerse por mor de un movimiento decisorio.
     Las demostraciones filosóficas de Dios no pueden convencer a los no creyentes, pues estos generalmente se guían por un grisáceo sentido común que desconfía de todo postulado metafísico: “las pruebas metafísicas de Dios son tan alejadas del razonamiento de los hombres, y tan implicadas, que impresionan poco; y aun cuando sirvieran, para algunos no servirían sino durante el momento en que ellos ven esta demostración, pero una hora después, temen estar engañados. Quod curiositate cognoverunt supervía amiserunt (lo que han conocido por curiosidad lo han perdido por el orgullo –San Agustín, sermón CXLI-)”.
     Dos siglos más tarde Kierkegaard recuperará esta idea invirtiendo el planteamiento y encuadrándola en un movimiento de reacción similar al llevado a cabo por Pascal; en su caso contra el panlogismo hegeliano: “¿y cómo ahora aparece la existencia de Dios por una prueba? ¿acontece todo tan sencillamente? ¿no sucede aquí lo mismo que con las muñecas cartesianas? [equívoca alusión a los ludiones]. En cuanto suelto la muñeca se pone de pie. En cuanto la suelto, tengo que soltarla de nuevo. Lo mismo con la demostración. Mientras la sostengo (es decir, mientras continúo probando), la existencia no aparece sin otra razón que por estar ocupado en probarla; más en cuanto suelto la prueba, la existencia está ahí...”.*
     La cuestión aquí es cómo conciliar una dialéctica de la idealidad con el ser fáctico. Si, como dice Kierkegaard, “desde el momento que hablo idealmente del ser, ya no hablo del ser, sino de la esencia”, podemos concluir que la brecha abierta entre la realidad y sus determinaciones abstractas imposibilita cualquier postulado idealista que ataña a lo existencia. Tanto si partimos de un horizonte de nihilidad como de un horizonte de la existencia, demostrar a Dios es imposible: se requiere de un “nuevo órgano”.
     Este nuevo órgano será la fe. Al igual que el atormentado pensador danés, Pascal asocia la fe con la conciencia de finitud (la “miseria del hombre”), la cual es una fuente constante de paradojas que estrechan los márgenes de la razón. La dolorosa estupefacción que produce el saberse finito y la inescrutabilidad de lo real como única -y antinómica- certidumbre, sin duda dos de las premisas fundamentales de la filosofía pascaliana (cuyo prolongado eco será perceptible en buena parte de la mejor literatura de los siglos siguientes: Hoffmann, Maupassant** o Huysmans, por ejemplo), preparan en los Pensamientos el terreno sobre el que se levantará una fe lúcidamente (re)descubierta como tal, henchida de dudas y radicalmente disociada de todo conocimiento indubitable (por ello tan lejos de la apologética más inocua como del optimismo ontoteológico de raíz platónica). “Si hay un Dios es infinitamente incomprensible, puesto que, no teniendo ni partes ni límites, no tiene ninguna relación con nosotros. Somos incapaces, por tanto, de conocer ni lo que es, ni si es. Siendo así, ¿quién osará intentar la resolución de esta cuestión? No seremos nosotros, que no tenemos ninguna relación con él”.
     Consecuente con este aforismo de sus Pensamientos, Pascal defenderá una concepción de la fe que además de reconocer su incapacidad respecto de cualquier intuición “trascendente”(en la línea del idealismo clásico), declare que se agota en esa incapacidad: “¿Quién, por lo tanto, reprochará a los cristianos el no poder dar razón de su creencia, ellos que profesan una religión de la cual no pueden dar razón? Ellos declaran al exponerla al mundo que es una necedad, stultitiam, ¡y después os quejáis de que no la demuestren! Si la probasen no cumplirían su palabra: faltándoles las pruebas es como no les falta el sentido”.
Vemos así cómo lo irracional es un ingrediente fundamental del discurso pascaliano. De hecho, constituiría para su autor el aliento que anima toda filosofía cristiana en tanto que auténticamente cristiana.

* Demostrar la existencia de algo es para Kierkegaard “un desarrollo ulterior de la conclusión de la cual infiero que lo supuesto, aquello que estaba en cuestión, existe” . No se concluye en la existencia de algo, sino que se concluye de la existencia en que nos movemos. Se trata de un problema que puede darse tanto en el plano de la realidad sensible (uno no demostraría, por ejemplo, la existencia de una piedra, sino que algo que existe es una piedra), como en el plano del pensamiento (cuando, como hace Spinoza, se deduce el ser del pensamiento –“cuanto más perfecta es una cosa por su naturaleza, mayor existencia y más necesaria envuelve; y, por el contrario, cuanto mayor y necesaria existencia envuelve, tanto más perfecta es”-: perfectio se asimila a realitas, y, por ello, al decir “cuanto más perfecta es una cosa, más es”, no se expresa sino un tautológico “cuanto más es una cosa, más es”). La cosa se agrava aún más cuando se confunden el orden fáctico y el ideal. Un buen ejemplo de ello nos lo proporciona de nuevo Spinoza, que otorga al ser distintos grados de realidad y habla de “ser más” y “ser menos”. Esto sería absurdo en relación con el ser de hecho. “Una mosca, cuando existe, tiene tanto ser como Dios”, dice Kierkegaard refutando al pensador holandés.

** Basta con comparar los siguientes fragmentos para hacerse una idea de ello (todo un ejemplo, por otro lado, de cómo plasmar con brillantez los influjos filosóficos en la literatura):
Pascal: Porque, al fin, ¿qué es el hombre en la naturaleza? Una nada frente al infinito, un todo frente a la nada, un medio entre nada y todo. Infinitamente alejado de comprender los extremos, el fin de las cosas y su principio son para él invenciblemente ocultos en un secreto impenetrable, igualmente incapaz de ver la nada de donde él ha salido y el infinito de donde él es absorbido. ¿qué hará él, por consiguiente, sino apercibir alguna apariencia del medio de las cosas, en una desesperanza eternal de conocer ni su principio ni su fin? Todas las cosas han salido de la nada y van hacia el infinito. ¿Quién seguirá sus asombrosos pasos? El autor de estas maravillas las comprende. Nadie más lo puede hacer. Por falta de contemplación de esos infinitos, los hombres son impulsados temerariamente a la investigación de la naturaleza, como si ellos tuvieran alguna proporción con ella. es cosa extraña que hayan querido comprender los principios de las cosas y llegar hasta conocer todo con una presunción tan infinita como su objeto. Porque no hay duda de que no se puede formar este designio sin una presunción o sin una capacidad infinita, como la naturaleza. (Pensamientos)
Maupassant: ¡que profundo es este misterio de lo Invisible! No podemos sondarlo con nuestro miserables sentidos, con nuestros ojos que no saben percibir ni lo demasiado pequeño ni lo demasiado grande, ni lo demasiado cercano no lo demasiado lejano, ni los habitantes de una estrella ni los habitantes de una gota de agua... con nuestros oídos que nos engañan porque nos transmiten las vibraciones del aire como notas sonoras. Notas que son hadas que hacen el milagro de cambiar en ruido ese movimiento y, por esa metamorfosis, dan nacimiento a la música, que vuelve cántico la agitación muda de la naturaleza... con nuestro olfato, más débil que el de los perros... con nuestro gusto, que apenas puede discernir la edad de un vino. (El Horla)

lunes, 19 de marzo de 2012


    
DOSTOIEVSKI Y LA MORAL





      Si Dios no existe, todo está permitido. Camus advierte: “no se trata de un grito de liberación, sino de una comprobación amarga”. ¿Comprobación amarga? Sartre se basa en ella para justificar su moral de la libertad, prolongación paroxística de la autonomía ética promulgada por Kant. Lo que pretende es atenuar su amargura hasta conseguir dulcificarla. Espíritus menos pragmáticos y algo más sensibles a las dolorosas contradicciones de la conciencia, como Baudelaire o Bataille, encontrarían esa autonomía ética, antes que dulce, insípida. Toda verdadera moral, a sus ojos, debería ser heterónoma. Sólo así tiene sentido su implantación. Sólo así podemos experimentar el goce de la transgresión y otorgarle sentido al remordimiento (ese “raro ingrediente del placer”, según Baudelaire, cuya fatalidad es el disolverse tarde o temprano “en su propia exquisita contemplación”).
     Otros pensadores, sin embargo, se desentendieron sin reparos del estéril esquema kantiano autonomía-heteronomía. Dostoievski o Kierkegaard, por ejemplo, se movieron en una escarpada región intermedia cuya traducción filosófica a la postre tornó enormemente dificultosa la cuestión acerca del vínculo entre moral y religión (la legitimidad de sus posibles relaciones de subordinación, de sus inevitables imbricaciones...etc.).
     Dostoievski vislumbró la más extrema forma de sublevación metafísica en aquello que Camus denominó “el rechazo de la salvación”. El hombre lúcido no sólo no tolera ser juzgado desde instancias supramundanas, sino que además se arroga el derecho de desautorizarlas, de juzgar al juez supremo. El veredicto es de sobra conocido: ganarse la redención resulta desmesuradamente oneroso: conlleva minimizar el sufrimiento de los inocentes, relativizar su dolor. La doliente demanda de Job no se saldará esta vez con una aquiescencia reverencial. Sin embargo, en El gran inquisidor Cristo es presentado como uno de esos inocentes que sufren. No sólo eso: es un inocente que además de sufrir por el desesperado anhelo de ver al cordero dormir junto al león (al igual que Iván Karamazov), sufre por el injusto trato que le dispensan sus representantes en la tierra. Éstos últimos son los guardianes de la moral, esto es: una institución que detenta el poder de la coerción espiritual. Jesús es juzgado por su iglesia y él responde con silencio: se niega a juzgar a su vez.
     Camus lo vio con especial claridad y supo plasmarlo en las páginas de una novela tan oscura como fascinante: “Él hablaba dulcemente a la pecadora: <<yo tampoco te condeno>>”. Hablamos de La caída, una exploración de los secretos resortes que ponen en marcha la contrición y el juicio moral desde el prisma de una personalidad escindida, un auto-proclamado “juez-penitente”. Jesús no sentencia, no dicta preceptos morales. Su famoso epítome de la Ley no conmina a favorecer o a agraciar a los demás, sino a amarlos. ¿Pero es acaso posible gobernar los propios sentimientos, nuestras inclinaciones naturales?
     Aliosha se niega a juzgar a su padre, hedonista desenfrenado que representa al hombre “sensual”, al esclavo de los placeres que no sabe de cortapisas ni frenos morales. Éste último, sin embargo, teme por su hijo Iván, pues se ha percatado de los tormentos interiores que padece. Aliosha y su padre no necesitan inclinarse ante ninguna moral. Iván, por el contrario, vive el desarraigo moral como una catástrofe natural. Piensa, como Kirilov, que tomar conciencia de nuestro desamparo es razón suficiente para acabar con la propia vida. Los personajes dostoievskianos que encarnan el auténtico espíritu cristiano (el stárets Zósima, Aliosha, el príncipe Mishkin...) parecen guiarse en su andadura vital por ese corazón pascaliano que a veces hace oídos sordos al análisis racional más penetrante. Por otro lado, tanto Kirilov como Iván Karamazov, personajes que encarnan el espíritu de rebeldía, se ven abocados al desastre (suicidio y locura, respectivamente) por culpa de su hipertrofiado intelecto. El nihilismo constructivo del primero le lleva a abrazar un ideal mesiánico de liberación: busca abrir los ojos al pueblo ruso respecto a su alienada condición espiritual. La divinización del hombre es posible. Sólo es necesario desembarazarnos de la idea de Dios. Kirilov intenta exonerar a sus semejantes de tan pesada carga por medio de un suicidio emancipador, una acción extrema que le llevará a auto-afirmarse y a espolear el ímpetu revolucionario del pueblo. Iván, por su parte, ha visto de frente el horror. Quizás sería más correcto decir que ha pensado la vida como un salvaje torrente huérfano de sentido y ha identificado esto con el horror. Su ruido y su furia no pueden ponderarse a la manera nietzscheana, esto es, con aparato trágico, grandeza heraclítea y jactancia intelectual. Tampoco a la manera camusiana, intentando extraer del absurdo el orgullo de la lucidez y de la calma viril. Iván no extrae de su examen otra cosa que desesperación. Hubiese hecho suya, sin ningún genero de dudas, la excelsa observación kierkegaardiana que abre Temor y temblor: “Si el hombre no tuviese una conciencia eterna; si, en el fondo de todas las cosas, no hubiese sino un poder salvaje e hirviente que produce todas las cosas, lo grande y lo fútil, en el torbellino de oscuras pasiones; si el vacío sin fondo que nada puede llenar se ocultase bajo las cosas, ¿qué sería la vida sino desesperación?”.
     En último término, Dostoievski lleva a cabo el “sacrificio del intelecto” -defendido por Kierkegaard y recusado por Camus- al apostar, como Aliosha, por la vida eterna. Ahora bien, no se trata de una apuesta moral sino religiosa. El drama intelectual de Iván no radica en la ausencia de una estructura axiológica universal, capaz de instaurar, en términos kierkegaardianos, “lo general”; radica en la falta de fe. Según Camus, cuando el sacrificio del intelecto -el abrazo de lo trascendente- se refleja en las páginas de Dostoievski, el que nos habla no es un escritor del absurdo, sino un genuino escritor existencial: da “el salto”. Pues bien, este “salto”, como en Kierkegaard, implica dejar atrás, muy atrás, la esfera de la ética. Es en esto donde pierde validez el binomio kantiano antes mentado: a la hora de conceptuar la primigenia moral existencial debemos percatarnos de que la conciencia cristiana que la vehicula al mismo tiempo la suprime.
     La pretensión de universalidad, propia de la ética, queda disuelta por la fe, suspendida en su carácter teleológico. El Particular, el individuo delante de Dios, se eleva por encima de lo general al encontrarse en relación absoluta con lo Absoluto. La ética se convierte en una tentación, lo deseable cuya ausencia sólo puede comprobarse con amargura; pero es al tiempo algo que puede cercenarse (únicamente) por amor a Dios. Ésto último, paradójicamente, lo que nos revela es que el Particular que se eleva sobre la ley moral siente  que ésta es inquebrantable. Dice Kierkegaard: “El deber absoluto puede llevarnos a la realización de un acto prohibido por la ética, pero nunca inducir al caballero de la fe a cesar de amar. Eso es lo que ejemplifica Abraham...Sólo en el momento en que su acto está en contradicción absoluta con lo que siente, sólo entonces sacrifica a Isaac, pero al pertenecer la realidad de su acción a la esfera de lo general, es y continuará siendo un asesino”.
    El Jesús a quien juzga el gran inquisidor, el que se niega a juzgar a su vez, nos manda aborrecer a nuestra familia y a nuestra propia vida (Evangelio de san Lucas, XIV, 26) si queremos ser sus discípulos. Esto significa que no podemos dejar de amar a los demás y de amarnos a nosotros mismos si consideramos que tenemos un deber absoluto para con Dios. William Blake también lo comprendió así. Su sabiduría demoníaca quiso purificar a la virtud de sus detritos más corrosivos ( la materia prima de toda Ley): 


<<¡Tú, idólatra! ¿Acaso no es Dios Uno? ¿Y no es visible en Jesucristo? ¿Y Jesucristo no ha dado su sanción a la ley de los diez mandamientos? ¿No son todos los otros hombres necios, pecadores, nadas?>>
El demonio contestó: <<Muele a un necio en un mortero con trigo, aun así su necedad no se separará  de él; si Jesucristo es el más grande de los hombres deberías amarlo en el más alto grado; ahora escucha de qué manera él ha sancionado la ley de los diez mandamientos: ¿No se burló del sábado, y así se burló del Dios del sábado? ¿No mató a los que fueron muertos por él? ¿No desvió la ley de la mujer sorprendida en adulterio? ¿No robó el trabajo de otros para mantenerse? ¿No levantó falso testimonio al rehusar defenderse ante Pilatos? ¿No codició cuando imploraba por sus discípulos y cuando los mandó sacudir el polvo de sus pies contra los que rehusaban albergarlos? Te digo, ninguna virtud puede existir sin quebrantar estos diez mandamientos. Jesús era todo virtud y actuaba por impulsos, no por reglas.>>


     

miércoles, 7 de marzo de 2012


     LA OBJECIÓN HEIDEGGERIANA 
     ACERCA DEL (POSIBLE) ANÁLISIS EXISTENCIAL EN KIERKEGAARD





     La preocupación por lo radical, motor que impulsa la investigación de las (bien o mal llamadas) filosofías existenciales, en su afán de trascender los rígidos márgenes impuestos por el entendimiento en la búsqueda del sentido de la existencia, acaba convirtiéndose en un ejercicio de auto-reprobración intelectual; o, si se prefiere, en un continuo ir-a-la-contra del pensamiento (conceptual y objetivante) por medio del pensar (preconceptual o ‘esencial’, como será denominado por Heidegger en su Epílogo a “¿Qué es metafísica?”, sin referirse, ciertamente, a ningún examen de esencias o quididades). Lo que se impugna abiertamente no es sólo la reflexión distanciada de la esfera histórico-existencial del individuo, sino también la innata tendencia del filosofar (ya detectada por Sócrates) a la fijación objetiva de sus contenidos. Se trata, claro está, de un problema inherente a todo discurso, sea acerca de lo que sea: éste, en tanto es expuesto, no puede evitar quedar coagulado en un marco neutro y abstracto .
     La ontología fundamental de Heidegger sortearía este insalvable escollo incluyéndose a sí misma entre los posibles modos de ser del Dasein. Levinas lo expresa de esta manera: “La filosofía es para él [Heidegger] una manera explícita de trascender basada en la trascendencia implícita de la pre-filosofía o de la pre-ontología de la existencia misma y, por tanto, las relaciones de la filosofía explícita con la existencia o con la caída en lo cotidiano como posibilidad jamás son rotas y la explicitación misma –el tránsito de lo implícito a lo explícito- conserva una significación existencial, es decir, temporal...”. Claro que esta caracterización existencial de las conceptos heideggerianos, esto es: la vinculación de los mismos con lo temporal, sólo es posible disociándolos de aquellos con los que se realiza la descripción esencialista de lo real, en la cual se cifró la tarea del filosofar antiguo y moderno.
     Los entes que al Dasein le salen al paso pueden reconocerse como tales (y, de hecho, ser tales) por la compresión del ser que sostiene y posibilita al mismo Dasein. Ya sea que estén inmersos en la ocupación circunspectiva del Dasein, o bien descollando en el estar-ahí que descubre la contemplación, su ser depende de la aperturidad del ser-en-el-mundo garantizada por el comprender. Ahora bien, la descripción de éste como existir, como poder afrontar la propia existencia, no puede efectuarse recurriendo a categorías ónticas (los conceptos clásicos de la filosofía, que dan cuenta de las determinaciones quiditativas del ente entendido como ousia) por cuanto el objeto de la descripción no es, precisamente, algo “objetivo”. Se precisan, pues, categorías ‘existenciales’, relativas a los modos posibles de comprender el ser. Tales modos, en efecto, no son objetivos porque no conciernen a un conocimiento teorético que partiera del esquema sujeto-objeto. Los modos de comprender el ser condicionan el existir en su integridad. No son sino modos de acometer una existencia que envuelve praxis, poiesis y theorein humanos, todo ello (posibles) desenvolvimientos de la comprensión constituyente por la que el Dasein desenvuelve su propio ser.
     La aplicación del método fenomenológico en Ser y tiempo (el cual pone eficazmente en guardia frente a todos los elementos idealistas, realistas, psicologístas, antropológicos o biologistas que amenazarían con interferir en una investigación tan susceptible en principio –por su mismo tema- de acogerlos) resulta indispensable para echar por tierra los conceptos y categorías de una metafísica que durante más de veinte siglos ha silenciado la cuestión del ser. Heidegger lo considera parte integrante de toda filosofía que pretenda enmendar tamaño olvido, o sea, de toda filosofía que sea auténticamente tal (“La filosofía es una ontología fenomenológica universal...”). El objetivo del tratado es descubrir la “universalidad” del ser y sus estructuras. Como se dice en la introducción, éstas conciernen a todo ente. Pero, por lo mismo, no pueden ni determinarse “ónticamente” (evidenciando una naturaleza “fundada”) ni ser explicadas como momentos “referenciales” que constituyeran trascendentalmente una unidad genérica (un “Ser” como género a todas luces insuficiente). La fenomenología dirigida hacia el ser del Dasein (encauzamiento que funciona además como correctivo: se determina el modo de ser de lo intencional, hasta entonces no puesto en cuestión rigurosamente) deja así el campo libre a un examen formal que nadie puede tachar de –desenfrenadamente- “abstracto” sin quedar en evidencia.
     La investigación heideggeriana, que tiene por hilo conductor la tematización de las estructuras del ser, se ejercita legítimamente gracias a la “diferencia ontológica”, la cual deriva del factum de la precomprensión mediana del ser. Ahora bien, lo que acaba de afianzar esta legitimidad es la propia fuerza vinculante de los contenidos, el hecho de que la tematización de las estructuras ontológicas se traduzca a esquemas existenciales entendidos como posibilidades del existir -o como dice Levinas, que el discurso conserve “una significación existencial”-. Es por todo esto que el mismo Levinas llega a decir de la ontología fundamental de Heidegger lo siguiente: “respecto al modelo tradicional de la objetividad, es un terreno subjetivo, pero de un subjetivismo ‘más objetivo que toda objetividad’”.
     Si, a tenor de lo dicho, se nos permite hablar de una “objetividad” heideggeriana (entendida como validez discursiva) que, portando la cobertura de legitimidad otorgada por la diferencia ontológica, diera razón de las estructuras básicas de la existencia, defenderemos lo siguiente: a la luz de esta “objetividad” (preservadora del carácter fáctico del Dasein) la existencia puede aparecer desnuda, vaciada de todo vestigio empírico. La efectividad del existir se perfila por medio de precisas indicaciones formales. Se abre un hiato entre lo existencial (referente a la constitución de la existencia) y lo existentivo (referente al existir mismo del Dasein). Lo fáctico se subordina a la facticidad.
     A partir de esto, toda ontología que no depure al sujeto de la substancialidad residual legada por el idealismo trascendental (esto es: que no esté “ontológicamente aclarada”), ya sea la de Hartmann o la de Kierkegaard, seguirá presa de esquemas metafísicos u ontoteológicos tradicionales. El caso de Kierkegaard, de hecho, es considerado paradigmático: “En el S. XIX S. Kierkegaard abordó expresamente el problema de la existencia en cuanto problema existentivo y lo pensó con profundidad. Sin embargo, la problemática existencial le es de tal modo ajena que, desde un punto de vista ontológico, Kierkegaard es enteramente tributario de Hegel y de la filosofía antigua vista a través de él”.
     Ahora bien, el que la indagación existencial de kierkegaard dependa en cierta medida de las categorías hegelianas (la principal objeción de Heidegger), no se debe a que éste no llegara nunca a un refinamiento metodológico semejante al que permite a Heidegger clarificar las estructuras del ser del Dasein. En El concepto de la angustia y Migajas filosóficas, por ejemplo, Kierkegaard lleva el análisis existencial todo lo lejos que el orden discursivo –exegético-teológico- en que se inserta su reflexión y el orden discursivo –idealista- contra el que reacciona se lo permiten. Dichos órdenes marcan las estrechas coordenadas conceptuales –y terminológicas- de un pensamiento que intrínsecamente tiende a rebasarlas. Su intención es romper con el subjetivismo omnicomprensivo del idealismo alemán, digamos, “desde dentro”, buscando su implosión mediante la introducción de un “sí mismo” verdaderamente subjetivo. Así como un torrente no es “lo contenido por una presa”, sino un fluir violento, ni el loco alguien enfundado en una camisa de fuerza, sino el que se subleva contra esa razón que coercitivamente le impone una, tampoco la propuesta kierkegaardiana debe ser vista como un subproducto del hegelianismo o como mera ofensiva anti-hegeliana. Ésta debe ponderarse en su justa medida.
     Una tal subjetividad auténtica cristalizaría en el yo del individuo concreto. Su carácter histórico, (auto)aprehendido por mor de la fe, no puede ser integrado en el continuum de una realidad que, en cuanto dispensada por un ego autoconsciente, y por ende, hipostasiado (condición ésta que garantiza tanto la congruencia íntima entre ser y pensar cuanto la unidad del continuum), no rebasa el estatus de pura representación.
     La contingencia que Kierkegaard atribuye a lo real es indisociable del devenir. Éste no puede concebirse como el movimiento inmanente que anima las problemáticas transiciones de la Lógica. Que no pueda acaecer movimiento alguno en la Lógica (pues, como se nos dice en El concepto de la angustia, “la eterna expresión de la Lógica es –cosa que los eleatas aplicaron por error a la existencia- nada nace, todo es”) es lo que expresa la inconmensurable diferencia cualitativa entre el orden lógico y el del devenir, “de donde surgen la existencia y la realidad”. Los conceptos de salto, trascendencia, instante o repetición, medulares en la obra kierkegaardiana, apuntarán todos a esta diferencia, y abrirán la comprensión de la temporalidad auténtica, inasimilable al mero pasar. Semejante comprensión no se dejará reducir, pues, ni al entendimiento objetivador ni al conocimiento inmediato, modos de aprehensión que compartirían la misma raíz: un saber auto-fundamentado parejo a la reminiscencia de la gnoseología pagana –de idéntica esencia, según nuestro pensador-. Se trata, por el contrario, de una comprensión que compromete radicalmente la existencia individual, desprovista del carácter “accidental” (indiferente, de una neutralidad ‘herética’) que definiría la gnosis idealista. El paralelismo con la comprensión heideggeriana es claro: si ésta representa la (existente) posibilidad del existir, el puro trascender(se) que abre el mundo al “sujeto”; la fe kierkegaardiana, por su parte, no será la mera conciencia del ser-histórico de lo real sino el ingreso en la historicidad.
     De la misma manera, el diseño formal de la existencia del Dasein guarda una similitud fehaciente con el del sujeto kierkegaardiano. En ambos prima la posibilidad de forma fundamental. Se trata de un ser-posible constituyente y colmado de efectividad. Kierkegaard conecta la posibilidad con el cambio del devenir. En las Migajas filosóficas, donde trata de abrir brechas en la contextura del sistema lógico hegeliano –a veces de forma abrupta, como en este caso-, diferencia entre el cambio de la alloiosis, que presupone la existencia de lo cambiante y avanzaría por medio de alteraciones cualitativas, y el cambio de lo que deviene, que pasa del no ser al ser. Asi, al ser un cambio que no concierne a la esencia, sino al ser, posibilidad y realidad pasarán a ser categorías, por decirlo de algún modo, “anti-sistémicas”, que ofrecen razón de la contingencia del devenir histórico. Ambas, reformuladas desde este prisma heterodoxo, se tornan “paradójicas” en la dinámica del ser: el paso al ser del no ser es el sufrir que revela la nada de la posibilidad, el hecho de que el no ser de lo posible tenga que existir; al tiempo, la realidad queda reducida a lo “posible” –en el sentido cotidiano-, a lo fundamentalmente no necesario. El cambio de devenir, al ser concebido como lo real que acontece libremente, relega la necesidad al campo de la idealidad, petrificándola: “todo lo que deviene demuestra precisamente en el devenir que no es necesario, ya que lo único que no puede devenir es lo necesario, porque lo necesario es”. La necesidad, vista como determinación de la esencia y no del ser, pierde sus derechos sobre la realidad. (“nada existe porque es necesario, sino que lo necesario existe porque es necesario o porque lo necesario es”, en antinómica y brillante expresión del pensador danés)
     El conocimiento inmediato sólo puede aprehender la mera presencia, es incapaz de asimilar la “ambigüedad” del devenir. Lo devenido se deja conocer pero no en cuanto tal. Su carácter histórico únicamente puede captarse mediante una “sensibilidad” que no se agote en una simple aprehensión constatatoria y que, por lo tanto, no se presente como conocimiento, sino como un acto de libertad. Tal sensibilidad será la de la fe, el “órgano” para lo histórico que permite al individuo, mediante la decisión, creer en el “así” de lo devenido suprimiendo su “cómo” posible.
     Pues bien, la posibilidad tal y como fue definida en el análisis categorial de las Migajas filosóficas es llevada al plano de la subjetividad en El concepto de la angustia, donde adquiere la función de un proto-existencial. El ser-posible se encarna en la angustia, categoría fundamental del espíritu. Éste soporta la síntesis de cuerpo y alma que constituye al hombre. Se trata de una síntesis dinámica (esbozo un tanto rudimentario de la que postulará en La enfermedad mortal, pero ya determinante respecto de las principales implicaciones “existenciales” de su doctrina) que permite tanto el salto cualitativo del pecado como la decisión de la fe. Ahora bien, este permitir, es el poder(se) en que consiste la posibilidad de la libertad. La angustia, inherente al espíritu, engendra la nada, tal “posibilidad de poder”. Por ello al espíritu no le perturba en verdad nada en concreto: el objeto de su angustia es la propia nada, la “realidad de la libertad en cuanto posibilidad frente a la posibilidad”.
     Según Heidegger “La posibilidad que el Dasein es siempre existencialmente se distingue tanto de la vacía posibilidad lógica como de la contingencia de algo que está-ahí, en tanto que con éste puede “pasar” esto o aquello”. En Kierkegaard, la posibilidad “angustiosa” que origina el “vértigo de la libertad” es ese no-ser que “tiene que existir”. En tanto que concepto existencial constituyente de la subjetividad representa tan poco la mera contingencia del estar-ahí como el mismo Dasein: “La angustia no es una categoría de la necesidad [en este contexto, Kierkegaard se refiere a la ‘necesidad’ que en la Lógica une la posibilidad y la realidad, refutada en las Migajas filosóficas] pero tampoco lo es de la libertad. La angustia es una libertad trabada, donde la libertad no es libre en sí misma, sino que está trabada, aunque no trabada por la necesidad, mas por sí misma”. También el sujeto Kierkegaardiano está arrojado, obligado a existir (la particular “derelicción” de kierkegaard, noción heideggeriana que transfigura radicalmente la concepción clásica de la posibilidad –más real que toda realidad, podríamos decir emulando a Levinas-)
     La síntesis que constituye al espíritu de El concepto de la angustia es reelaborada en La enfermedad mortal, donde queda reducida a un movimiento auto-remisivo. El hombre es para Kierkegaard una relación de finitud e infinitud que se relaciona consigo misma al tiempo que con el poder que la fundamenta. Al ser espíritu, el hombre no puede reducirse a una simple relación entre dos ordenes o partes constitutivas, pues, por su propia autonomía, éstos someterían al nexo relacional, el cual estaría siempre en función de lo relacionado; la relación entre la finitud y la infinitud humanas debe volverse hacia sí, y es gracias a este movimiento positivo por lo que puede decirse que el hombre es un yo. Ahora bien, en tanto que tal síntesis se relaciona consigo misma, se relaciona también con aquello que la ha puesto, aquello de lo que absolutamente depende. Aquí aparece la condición principal del yo auténtico: la conciencia del ser “puesto”, el “apoyarse lúcidamente en el poder que lo fundamenta”; es decir, la fe.
    Enfermedad del yo, la desesperación vendría a ser la posible discordancia dentro de la estructura sintética que determina la subjetividad; se trata de una afección que no se abandona a sí misma persistiendo como consecuencia de su mero aparecer, sino que siempre remite a su posibilidad. De este modo, en cada instante de desesperación real, ésta se ve sostenida por la relación que la posibilita (que sería, podríamos decir, la constante causa efectiva de la desesperación y de su permanencia: la desesperación no “dura”, está siendo en todo momento “atrapada”). Según Kierkegaard, este carácter peculiar de la desesperación -y de sus condiciones temporales de posibilidad, que exigirían el incorporar ciertos elementos pretéritos en los momentos en que se manifestase-, se debe simplemente a su condición de categoría espiritual, relacionada con aquello de lo cual jamás podrá desprenderse el sujeto –porque hace de él lo que es-: la autorrelación de la síntesis. Tanto el “querer ser sí mismo” que se aferra a la fe como las diferentes formas de la desesperación (las formas inauténticas del yo en kierkegaard) son así modos posibles de esa existencia cuya condición de posibilidad es la auto-remisión de una subjetividad no fijada .
     Más allá del hecho de que en Kierkegaard aparezcan por lo general entremezclados los elementos teológicos y los ontológicos (y de que los primeros aludan explícitamente a formas concretas de existencia -las que interesan propiamente al cristianismo- y los segundos se disuelvan regularmente en lo óntico), lo cierto es que un juicio tan taxativo –simplista, incluso- como el que Heidegger hace de la filosofía kierkegaardiana resulta cuestionable. Si el análisis de la existencia desarrollado por Kierkegaard desemboca en lo existentivo es porque la Verdad a la que apunta –cuya adecuada apropiación por parte del individuo concierne a tal orden- trasciende a la existencia (en sí) misma. Lo existencial, en cualquier caso, no queda soslayado, pues sólo desde su prisma es vislumbrable esa Verdad.
     No obstante, el examen “proto-fenomenológico” de la existencia ejecutado en La enfermedad mortal –acaso somero, pero muy penetrante- no sigue el hilo de ninguna ontología fundamental: de lo que se trata es de vivir en la verdad de la fe, descubrir a “Dios en el tiempo”. Es muy posible que la “objetividad” heideggeriana hubiese sido impugnada por Kierkegaard. La hubiera encontrado terriblemente cercana a esa ‘indiferencia’ gnoseológica que ambos filósofos detestaban. El Ser de lo ente, desplazado del ámbito teológico aparecería ante sus ojos como una mera abstracción. La doctrina kierkegaardiana no es sino el ejercicio de un pensar “esencial” que no reivindica pensar “esencial” alguno. La auto-reprobación intelectual antes mentada acaba siendo en Kierkegaard simple y pura auto-inmolación.