domingo, 15 de abril de 2012




INTERIORIDAD SIN OBJETO
LA CRÍTICA DE THEODOR W. ADORNO A LA “PSICOLOGÍA” KIERKEGAARDIANA




Si consideramos el instante como la puerta temporal que permite acceder a la auténtica trascendencia (inaprehensible para una conciencia objetiva(dora)), la subjetividad que pueda apropiárselo debe concebirse como una instancia en alguna medida homogénea respecto de esta trascendencia. Esto quiere decir que por fuerza ha de carecer de núcleo o naturaleza hipostática, lo cual le aseguraría la ductilidad necesaria para adaptarse al éxtasis del instante.
Al principio del tercer capítulo de El concepto de la angustia, Kierkegaard asocia su idea de la angustia (el vértigo a la libertad engendrado por la nada) con la irrupción del instante en la vida espiritual del sujeto. En anteriores análisis la angustia surgía como mera proyección del espíritu -fundamentalmente vacía pero determinante respecto a la aparición del salto cualitativo-. Ahora el espíritu se concreta definitivamente mediante su encarnación temporal: la angustia es el instante en la vida del individuo, es la cisura que permite el despliegue de la auténtica subjetividad. El instante es de este modo lo que posibilita el salto cualitativo (que emerge siempre con la angustia); salto que resulta inexplicable, y que únicamente puede abordarse (y tangencialmente) mediante la ambigua psicología que esta obra trata de desarrollar.
Ahora bien, ¿Cuál es la auténtica índole de su método analítico? ¿De qué tipo de psicología estamos hablando? Desde luego, de ninguna que tenga que ver con la psicología científica tradicional. Su objeto de estudio, por otro lado, es aquello que “no tiene domicilio propio en ninguna ciencia”: el pecado.
Al pecado, según nuestro autor, le corresponde “la seriedad de la existencia”. Se trata de un “estado” irreductible, que no puede explicarse echando mano de definiciones negativas como “carencia” o “debilidad”; es, por el contrario, “lo positivo” en el individuo que se encuentra delante de Dios. De este modo, se alude al pecado como aquello que aparece vinculado a la realidad concreta del individuo. La Lógica, la Ética y la Dogmática especulativa no pueden escrutar su sentido ni su naturaleza, pues “el pecado es objeto de la predicación, en la cual el individuo habla como individuo al individuo”. La psicología Kierkegaardiana atiende a estos presupuestos y se escora hacia una Teología no contaminada por la especulación idealista (que no confunde el logos cristiano –el Verbo encarnado- con el logos idealista de raíz griega, por ejemplo). La opacidad del concepto de pecado y su conexión con la esfera de la realidad individual precisan de un enfoque ajeno a cualquier pretensión de cientificidad.
Th. W. Adorno, desde las páginas de su tesis doctoral Kierkegaard, construcción de lo estético, cuestiona el título de “fenomenología” bajo el cual suele encuadrarse el análisis “psicológico” de Kierkegaard: “pues toda fenomenología trata de constituir la ontología mediante la ratio autónoma, sin mediación alguna. Pero la psicología de Kierkegaard sabe de antemano que la ontología está oculta a la ratio”. La crítica de Adorno, que pretende combatir el “idealismo de la interioridad” del pensador danés descubriendo sus fundamentos ocultos, parte de la premisa de que toda su obra se embarca en la búsqueda de una ontología trascendente. No cabe duda, empero, de que, conceptualizada de este modo, su interpretación desvirtúa parcialmente el sentido eminentemente teológico de la producción kierkegaardiana. Según Adorno, las investigaciones que Kierkegaard efectúa acerca de la angustia y la desesperación conforman una psicología de los “afectos” que trataría de captar los destellos de un “sentido” diluido en el transcurso de la historia. Adorno haría referencia al desarraigo espiritual del mundo moderno y el sacrificio de la fe a manos de la misma cristiandad, algo que denunció Kierkegaard en su trabajo postrero. La pérdida de este sentido vendría entonces a significar el advenimiento del nihilismo, ya intuido por Kierkegaard en su refutación del principio de identidad fichteano.


Sin embargo, Adorno cree percibir un movimiento antinómico dentro del esquema de la dialéctica kierkegaardiana de la subjetividad: “Kierkegaard concibe contradictoriamente el sentido como algo que recae radicalmente en el yo, en la pura inmanencia del sujeto, y a la vez como trascendencia perdida, inalcanzable”. Esta proposición, de por sí discutible (pues encuadra la problemática kierkegaardiana en el contexto de la gnoseología idealista), no puede sostenerse cuando identifica esa “trascendencia inalcanzable” con la “cosa en si” en sentido kantiano. Adorno lo plantea así: si en un primer momento Kierkegaard acepta la crítica de Fichte a Kant (lo que para Adorno significa que Kierkegaard haga de la subjetividad libre y activa “substrato de toda la realidad”), posteriormente, y “tentado” por la cuestión de la “realidad en sí”, introduce la mala conciencia en su doctrina de la interioridad: el yo continúa siendo absoluto pero se encuentra ahora huérfano de sentido.
“El idealista que se propuso reducir ‘la realidad a lo ético’[comenta el pensador germano a propósito de Kierkegaard], esto es, a la subjetividad, es a la vez el enemigo mortal de toda afirmación de una identidad de lo interior y lo exterior”. Adorno explica la irrupción de esta bien sui generis conciencia desdichada en la subjetividad como una tensión paradójica inherente a la interioridad. El yo se encuentra desgarrado por inclinaciones contrapuestas: al tiempo que despliega su dialéctica inmanente (la que corresponde, en palabras de Adorno, a una “interioridad sin objeto”), se duele por la nostalgia del fundamento que lo ha abandonado. De ahí, que Adorno perfile la interioridad kierkegaardiana como un amasijo hipostático dominado por ambas inclinaciones: “los momentos contradictorios en la concepción kierkegaardiana del sentido, del sujeto y del objeto no aparecen separados unos de otros. Se hallan entrelazados unos con otros. Su figura se llama interioridad. En La enfermedad mortal, ella es deducida, como substancialidad del sujeto, directamente de la inconmensurabilidad con el exterior”. A continuación, para justificar lo dicho, Adorno recurre a un pasaje de la obra mentada que reza lo siguiente:

     Sí, no hay nada [exterior] que le “corresponda”, puesto que un exterior que correspondiera a una reclusión sería una flagrante contradicción. La correspondencia es cabalmente revelación. Por eso lo exterior es aquí completamente indiferente, ya que lo que aquí se ha de mantener a todo trance es esa reclusión o esa interioridad de la que se puede decir que ha perdido la llave de la cerradura.

     El problema es que con este texto Kierkegaard trata de ejemplificar la actitud del desesperado hermético, el cual encarna precisamente la forma de desesperación que se atribuye al idealista teórico: la desesperación de la obstinación, o del querer uno ser sí mismo. Huelga decir que tal pasaje no ilustra, en modo alguno, el concepto general de interioridad manejado por nuestro pensador, tan sólo una de sus posibles formas de desesperación. Con todo, Adorno insiste en su línea interpretativa: declara que si el idealismo de Fichte brota del centro de la espontaneidad del yo, en Kierkegaard “el yo es reenviado a sí mismo por las fuerzas de la alteridad”. Lo fundamental para Adorno es convertir la crítica al idealismo del filósofo danés en un solipsismo hermético que, mediante una dialéctica inmanente, avance en busca del sentido que los “afectos” intuyen, añorantes, en la exterioridad. Ahora bien, según Adorno esta dialéctica sólo encuentra el sentido dentro de sí misma, aunque sin identificarse con él.

     Kierkegaard ni es un filósofo de la identidad ni reconoce un ser positivo transcendente a la conciencia. Para él, el mundo de las cosas no es ni propio del sujeto ni independiente de este. Mejor dicho: queda suprimido. Solamente ofrece al sujeto la mera “ocasión” para la acción, la mera resistencia para el acto de fe. En sí mismo es algo accidental y de todo punto indeterminado. No le cabe participar del “sentido”. No hay en Kierkegaard un sujeto-objeto en el sentido hegeliano, como tampoco objetos que tengan un ser; sólo hay subjetividad aislada, cercada por la oscura alteridad. Pero solo pasando por encima de su abismo es capaz de hallar participación en el “sentido”, el cual rehúsa su soledad. En el impulso hacía la ontología transcendente, la interioridad entabla esa “lucha consigo misma” de la que Kierkegaard informa como “psicólogo”.

     En realidad, la doctrina Kierkegaardiana queda inevitablemente distorsionada cuando se la sitúa en un ámbito de reflexión gnoseológico o puramente filosófico. Su impugnación del idealismo alemán tiene como objetivo llegar a vislumbrar la esfera de la trascendencia; esa que la especulación idealista inhumó bajo capas de desarrollos lógicos “unificadores”, los que lograron la identidad entre el yo y la exterioridad. Su labor se centra en romper esa estrecha ligazón entre el ser y el pensamiento. El yo kierkegaardiano no es de ninguna manera ese “espíritu que elimina la trascendencia divina en la medida en que constituye dialécticamente desde sí mismo a Dios y su necesidad” del que nos habla un exegeta de Adorno*, sino la conciencia que al autoconstituirse descubre tanto su carácter fáctico como el hecho de “ser deudor”, en palabras de Heidegger. Este es el auténtico sentido de la crítica de Kierkegaard a Fichte (que aparece en su primera obra importante, Sobre el concepto de ironía), incomprensiblemente utilizada por Adorno para hacer del pensador danés un fichteano que reniega de tal título:

     ...esta infinitud del pensamiento fichteana es, como toda infinitud en Fichte (su infinitud moral es la permanente aspiración por la aspiración misma, su infinitud estética es un permanente producir por el producir mismo, la infinitud de Dios es permanente evolución por la evolución misma), una infinitud negativa, una infinitud en la que no hay ninguna finitud, una infinitud desprovista de todo contenido. Infinitizando de este modo el yo, Fichte impuso un idealismo que hacía palidecer a toda realidad, un acosmismo que hacía que su propio idealismo se volviese realidad, pese a no ser otra cosa que docetismo. Con Fichte, el pensamiento se hizo infinito la subjetividad llegó a ser una negatividad infinita y absoluta, puja y tensión infinita... pero lo infinitizó de manera negativa, y lo que obtuvo entonces fue sabiduría en lugar de verdad, no una infinitud positiva, si no una infinitud negativa en la infinita identidad del yo consigo mismo.

     La desdichada “interioridad sin objeto” de Kierkegaard renuncia en primer lugar a la objetivación para sortear la posibilidad de acabar siendo ella misma un objeto. El yo que existe no puede homogenizarse con el exterior precisamente en tanto que existe. La ontología fundamental que según Adorno persigue Kierkegaard es incapaz de satisfacer la exigencia de verdad kierkegaardiana al ser pensada como garantía de sentido desde un prisma idealista. De hecho, la dialéctica de la interioridad es asimilada por Kierkegaard al mismo existir, a la búsqueda apasionada de un sí mismo que se auto-realiza verdaderamente en el instante de la repetición.
     Será entonces cuando el yo tome conciencia del Poder que lo sostiene y de lo que implica el manejar con mano segura su propia existencia (el asegurarse la repetición). Según Adorno, esta dialéctica inmanente se despliega “entre la subjetividad y su ‘sentido’, el que ella contiene en sí sin identificarse con él, como tampoco éste se identifica con la inmanencia de la interioridad”. Ahora bien, es evidente que para Kierkegaard el sentido que anhela la conciencia ni se encuentra en ella misma ni puede conceptuarse especulativamente: es la contemporaneidad con Cristo. Se trata de la premisa teológica que guía el desenvolvimiento de la interioridad kierkegaardiana y que no puede parangonarse legítimamente con ningún principio filosófico ni con ninguna cosmovisión. Sólo cuando el yo se sepa ante Dios y se haga contemporáneo de Cristo instaurará en sí el “sentido” perdido.



*Vicente Gomez, El pensamiento estético de Theodor W. Adorno (Universitat de València, 1998)

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