lunes, 9 de abril de 2012


LA CONCEPCIÓN DE LA FE EN LOS PENSAMIENTOS DE PASCAL







     “Yo no tomo esto por sistema sino por el modo como el corazón del hombre ha sido hecho...no por un celo de devoción y de desprendimiento, sino por un principio puramente humano y por un movimiento de interés y de amor propio, y porque se trata de una cosa que nos interesa hasta conmovernos, la de estar seguros de que después de todos los males de esta vida, una muerte inevitable que nos amenaza a cada instante debe infaliblemente en pocos años ponernos en la horrible necesidad de ser eternamente aniquilados o desgraciados”

     La de Pascal fue una filosofía que no pudo escapar de la trampa cartesiana. Como el enfoque subjetivista se adueñó de todas las esferas del pensamiento, no cabía en su teoría recurso alguno a ese “objetivismo” (tal y como Horkheimer lo definió: “los sistemas filosóficos de la razón objetiva que implican la convicción de que es posible descubrir una estructura omnicomprensiva o fundamental del ser y deducir de ella una concepción del destino humano”) cuyos límites enmarcaron otrora el auténtico orden del Ser. El intento pascaliano de trascender las angosturas de la filosofía tributará al racionalismo incipiente la aceptación de su nueva ley: la sanción del yo como única fuente de conocimiento. Su misma concepción de la fe permite vislumbrar este sometimiento a la subjetividad en su formulación moderna.
     Sin embargo, con frases como la que encabeza nuestro nuestro comentario, Pascal no sólo nos deja claro que no piensa salirse de los lindes del yo; también destaca algo de la máxima importancia para su filosofía y para la de todos aquellos autores que se han guardado de apostar confiadamente –irresponsablemente, diría el pensador galo- por la Razón. Se trata del interés, concepto hermano del de voluntad, que engendra decisión y determinación. La razón (pensada  como la instancia que conforma lo inteligible -o racionalmente mensurable- y que, por tanto,  permanece indiferente hacia todo aquello que eluda su acción objetivadora)  no puede integrar en su seno cosa alguna que guarde parentesco con la acción volitiva. Se diría que el deseo, las aspiraciones y los afanes humanos brotan de una raíz esencialmente irracional de la que únicamente puede dar cuenta un estrato interior sensible a ella, distante tanto de la aséptica cognición como de la instintividad inconsciente. El ‘corazón’ del que habla Pascal, portador de razones inasequibles a la Razón, parecería ocupar tal lugar. El corazón intuye sus verdades en virtud de su finura, una sensibilidad inmediata, que capta “al primer golpe de vista”. Esto implica, claro está, que lo captado por este espíritu de finura no es susceptible de aprehenderse metódica o analíticamente. Existen verdades necesariamente ocultas a un inteligir “geométrico”. La existencia de Dios es una de ellas. La principal.
     Descartes inicia su tercera meditación metafísica, titulada “De Dios, que existe”, del siguiente modo: “Ahora cerraré los ojos, me taparé los oídos, dejaré de usar todos los sentidos, incluso borraré de mi pensamiento todas las imágenes de las cosas corporales, o por lo menos, puesto que esto apenases factible, las tendré por vanas y falsas, y hablando sólo conmigo mismo y examinándome muy profundamente, intentaré conocerme mejor y familiarizarme más conmigo mismo”. Así, el padre del pensamiento moderno se prepara para la investigación que habrá de conducirle a la esencia de sí mismo y a la idea de Dios. Se trata de un paso previo que ejemplifica a la perfección el modus operandi del “espíritu de geometría”: un ejercicio de abstracción cercano a la auto-alienación con miras a un conocimiento inalienable del yo. La existencia de Dios se establece por medio de una rigurosa intuición deductiva –o deducción intuitiva- tras recorrer metódicamente un camino que enlaza evidencias claras y distintas; camino que parte de ese punto cero del cogito, el gran descubrimiento cartesiano. 
     Entre tales ideas enlazadas está el viejo argumento ontológico, del que posteriormente también harán uso Leibniz y Spinoza, cada uno a su modo y en función de sus respectivos intereses. A lo largo de la historia del pensamiento, muchas objeciones han sido lanzadas contra él. La de Pascal es de una sencillez engañosa, pues cruza los márgenes de la especulación y rehúsa emplear sus armas. Éste es el secreto sentido de su respuesta: la idealidad es recusada a priori.
     Desde la abstracción, habitat natural de la especulación racionalista, no es posible servirse de conceptos que ésta última no puede asimilar. El espíritu geométrico opera con nociones depuradas, esenciales, que articulan principios de inquebrantable solidez. La red de significaciones tejida por estos, no obstante, se impone como instrumento legitimador, es decir, como criterio demarcador de la certidumbre racional. Tal criterio se mantiene por fuerza ajeno al ámbito de las aserciones que sólo pueden imponerse por mor de un movimiento decisorio.
     Las demostraciones filosóficas de Dios no pueden convencer a los no creyentes, pues estos generalmente se guían por un grisáceo sentido común que desconfía de todo postulado metafísico: “las pruebas metafísicas de Dios son tan alejadas del razonamiento de los hombres, y tan implicadas, que impresionan poco; y aun cuando sirvieran, para algunos no servirían sino durante el momento en que ellos ven esta demostración, pero una hora después, temen estar engañados. Quod curiositate cognoverunt supervía amiserunt (lo que han conocido por curiosidad lo han perdido por el orgullo –San Agustín, sermón CXLI-)”.
     Dos siglos más tarde Kierkegaard recuperará esta idea invirtiendo el planteamiento y encuadrándola en un movimiento de reacción similar al llevado a cabo por Pascal; en su caso contra el panlogismo hegeliano: “¿y cómo ahora aparece la existencia de Dios por una prueba? ¿acontece todo tan sencillamente? ¿no sucede aquí lo mismo que con las muñecas cartesianas? [equívoca alusión a los ludiones]. En cuanto suelto la muñeca se pone de pie. En cuanto la suelto, tengo que soltarla de nuevo. Lo mismo con la demostración. Mientras la sostengo (es decir, mientras continúo probando), la existencia no aparece sin otra razón que por estar ocupado en probarla; más en cuanto suelto la prueba, la existencia está ahí...”.*
     La cuestión aquí es cómo conciliar una dialéctica de la idealidad con el ser fáctico. Si, como dice Kierkegaard, “desde el momento que hablo idealmente del ser, ya no hablo del ser, sino de la esencia”, podemos concluir que la brecha abierta entre la realidad y sus determinaciones abstractas imposibilita cualquier postulado idealista que ataña a lo existencia. Tanto si partimos de un horizonte de nihilidad como de un horizonte de la existencia, demostrar a Dios es imposible: se requiere de un “nuevo órgano”.
     Este nuevo órgano será la fe. Al igual que el atormentado pensador danés, Pascal asocia la fe con la conciencia de finitud (la “miseria del hombre”), la cual es una fuente constante de paradojas que estrechan los márgenes de la razón. La dolorosa estupefacción que produce el saberse finito y la inescrutabilidad de lo real como única -y antinómica- certidumbre, sin duda dos de las premisas fundamentales de la filosofía pascaliana (cuyo prolongado eco será perceptible en buena parte de la mejor literatura de los siglos siguientes: Hoffmann, Maupassant** o Huysmans, por ejemplo), preparan en los Pensamientos el terreno sobre el que se levantará una fe lúcidamente (re)descubierta como tal, henchida de dudas y radicalmente disociada de todo conocimiento indubitable (por ello tan lejos de la apologética más inocua como del optimismo ontoteológico de raíz platónica). “Si hay un Dios es infinitamente incomprensible, puesto que, no teniendo ni partes ni límites, no tiene ninguna relación con nosotros. Somos incapaces, por tanto, de conocer ni lo que es, ni si es. Siendo así, ¿quién osará intentar la resolución de esta cuestión? No seremos nosotros, que no tenemos ninguna relación con él”.
     Consecuente con este aforismo de sus Pensamientos, Pascal defenderá una concepción de la fe que además de reconocer su incapacidad respecto de cualquier intuición “trascendente”(en la línea del idealismo clásico), declare que se agota en esa incapacidad: “¿Quién, por lo tanto, reprochará a los cristianos el no poder dar razón de su creencia, ellos que profesan una religión de la cual no pueden dar razón? Ellos declaran al exponerla al mundo que es una necedad, stultitiam, ¡y después os quejáis de que no la demuestren! Si la probasen no cumplirían su palabra: faltándoles las pruebas es como no les falta el sentido”.
Vemos así cómo lo irracional es un ingrediente fundamental del discurso pascaliano. De hecho, constituiría para su autor el aliento que anima toda filosofía cristiana en tanto que auténticamente cristiana.

* Demostrar la existencia de algo es para Kierkegaard “un desarrollo ulterior de la conclusión de la cual infiero que lo supuesto, aquello que estaba en cuestión, existe” . No se concluye en la existencia de algo, sino que se concluye de la existencia en que nos movemos. Se trata de un problema que puede darse tanto en el plano de la realidad sensible (uno no demostraría, por ejemplo, la existencia de una piedra, sino que algo que existe es una piedra), como en el plano del pensamiento (cuando, como hace Spinoza, se deduce el ser del pensamiento –“cuanto más perfecta es una cosa por su naturaleza, mayor existencia y más necesaria envuelve; y, por el contrario, cuanto mayor y necesaria existencia envuelve, tanto más perfecta es”-: perfectio se asimila a realitas, y, por ello, al decir “cuanto más perfecta es una cosa, más es”, no se expresa sino un tautológico “cuanto más es una cosa, más es”). La cosa se agrava aún más cuando se confunden el orden fáctico y el ideal. Un buen ejemplo de ello nos lo proporciona de nuevo Spinoza, que otorga al ser distintos grados de realidad y habla de “ser más” y “ser menos”. Esto sería absurdo en relación con el ser de hecho. “Una mosca, cuando existe, tiene tanto ser como Dios”, dice Kierkegaard refutando al pensador holandés.

** Basta con comparar los siguientes fragmentos para hacerse una idea de ello (todo un ejemplo, por otro lado, de cómo plasmar con brillantez los influjos filosóficos en la literatura):
Pascal: Porque, al fin, ¿qué es el hombre en la naturaleza? Una nada frente al infinito, un todo frente a la nada, un medio entre nada y todo. Infinitamente alejado de comprender los extremos, el fin de las cosas y su principio son para él invenciblemente ocultos en un secreto impenetrable, igualmente incapaz de ver la nada de donde él ha salido y el infinito de donde él es absorbido. ¿qué hará él, por consiguiente, sino apercibir alguna apariencia del medio de las cosas, en una desesperanza eternal de conocer ni su principio ni su fin? Todas las cosas han salido de la nada y van hacia el infinito. ¿Quién seguirá sus asombrosos pasos? El autor de estas maravillas las comprende. Nadie más lo puede hacer. Por falta de contemplación de esos infinitos, los hombres son impulsados temerariamente a la investigación de la naturaleza, como si ellos tuvieran alguna proporción con ella. es cosa extraña que hayan querido comprender los principios de las cosas y llegar hasta conocer todo con una presunción tan infinita como su objeto. Porque no hay duda de que no se puede formar este designio sin una presunción o sin una capacidad infinita, como la naturaleza. (Pensamientos)
Maupassant: ¡que profundo es este misterio de lo Invisible! No podemos sondarlo con nuestro miserables sentidos, con nuestros ojos que no saben percibir ni lo demasiado pequeño ni lo demasiado grande, ni lo demasiado cercano no lo demasiado lejano, ni los habitantes de una estrella ni los habitantes de una gota de agua... con nuestros oídos que nos engañan porque nos transmiten las vibraciones del aire como notas sonoras. Notas que son hadas que hacen el milagro de cambiar en ruido ese movimiento y, por esa metamorfosis, dan nacimiento a la música, que vuelve cántico la agitación muda de la naturaleza... con nuestro olfato, más débil que el de los perros... con nuestro gusto, que apenas puede discernir la edad de un vino. (El Horla)

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