LA CONCEPCIÓN DE LA
FE EN LOS PENSAMIENTOS DE PASCAL
“Yo no tomo
esto por sistema sino por el modo como el corazón del hombre ha sido
hecho...no por un celo de devoción y de desprendimiento, sino por un
principio puramente humano y por un movimiento de interés y de amor
propio, y porque se trata de una cosa que nos interesa hasta
conmovernos, la de estar seguros de que después de todos los males
de esta vida, una muerte inevitable que nos amenaza a cada instante
debe infaliblemente en pocos años ponernos en la horrible necesidad
de ser eternamente aniquilados o desgraciados”
La de Pascal fue una
filosofía que no pudo escapar de la trampa cartesiana. Como el
enfoque subjetivista se adueñó de todas las esferas del
pensamiento, no cabía en su teoría recurso alguno a ese
“objetivismo” (tal y como Horkheimer lo definió: “los sistemas
filosóficos de la razón objetiva que implican la convicción de que
es posible descubrir una estructura omnicomprensiva o fundamental del
ser y deducir de ella una concepción del destino humano”) cuyos
límites enmarcaron otrora el auténtico orden del Ser. El intento
pascaliano de trascender las angosturas de la filosofía tributará
al racionalismo incipiente la aceptación de su nueva ley: la sanción
del yo como única fuente de conocimiento. Su misma concepción de la
fe permite vislumbrar este sometimiento a la subjetividad en su
formulación moderna.
Sin embargo, con
frases como la que encabeza nuestro nuestro comentario, Pascal no sólo nos deja claro que no
piensa salirse de los lindes del yo; también destaca algo de la
máxima importancia para su filosofía y para la de todos aquellos
autores que se han guardado de apostar confiadamente
–irresponsablemente, diría el pensador galo- por la Razón. Se
trata del interés, concepto hermano del de voluntad, que
engendra decisión y determinación. La razón (pensada como la instancia que conforma lo inteligible -o racionalmente mensurable- y que, por tanto, permanece indiferente hacia todo aquello que eluda su acción objetivadora) no puede integrar
en su seno cosa alguna que guarde parentesco con la acción volitiva.
Se diría que el deseo, las aspiraciones y los afanes humanos brotan
de una raíz esencialmente irracional de la que únicamente puede dar
cuenta un estrato interior sensible a
ella, distante tanto de la aséptica cognición como de la
instintividad inconsciente. El ‘corazón’ del que habla Pascal,
portador de razones inasequibles a la Razón, parecería ocupar tal
lugar. El corazón intuye sus verdades en virtud de su finura,
una sensibilidad inmediata, que capta “al primer golpe de vista”.
Esto implica, claro está, que lo captado por este espíritu de
finura no es susceptible de aprehenderse metódica o analíticamente.
Existen verdades necesariamente ocultas a un inteligir “geométrico”.
La existencia de Dios es una de ellas. La principal.
Descartes inicia su
tercera meditación metafísica, titulada “De Dios, que existe”,
del siguiente modo: “Ahora cerraré los ojos, me taparé los oídos,
dejaré de usar todos los sentidos, incluso borraré de mi
pensamiento todas las imágenes de las cosas corporales, o por lo
menos, puesto que esto apenases factible, las tendré por vanas y
falsas, y hablando sólo conmigo mismo y examinándome muy
profundamente, intentaré conocerme mejor y familiarizarme más
conmigo mismo”. Así, el padre del pensamiento moderno se prepara para la investigación
que habrá de conducirle a la esencia de sí mismo y a la idea de
Dios. Se trata de un paso previo que ejemplifica a la perfección el
modus operandi del “espíritu de geometría”: un ejercicio
de abstracción cercano a la auto-alienación con miras a un
conocimiento inalienable del yo. La existencia de Dios se establece
por medio de una rigurosa intuición deductiva –o deducción
intuitiva- tras recorrer metódicamente un camino que enlaza
evidencias claras y distintas; camino que parte de ese punto cero del
cogito, el gran
descubrimiento cartesiano.
Entre tales ideas enlazadas está
el viejo argumento ontológico, del que posteriormente también harán
uso Leibniz y Spinoza, cada uno a su modo y en función de sus
respectivos intereses. A lo largo de la historia del pensamiento,
muchas objeciones han sido lanzadas contra él. La de Pascal es de una sencillez engañosa, pues cruza los márgenes de la especulación y rehúsa emplear sus armas. Éste es el secreto sentido de su respuesta: la idealidad es recusada a priori.
Desde la abstracción, habitat natural de la especulación racionalista, no es posible servirse de conceptos que ésta última no puede asimilar. El espíritu geométrico opera con nociones depuradas, esenciales, que articulan principios de inquebrantable solidez. La red de significaciones tejida por estos, no obstante, se impone como instrumento legitimador, es decir, como criterio demarcador de la certidumbre racional. Tal criterio se mantiene por fuerza ajeno al ámbito de las aserciones que sólo pueden imponerse por mor de un movimiento decisorio.
Desde la abstracción, habitat natural de la especulación racionalista, no es posible servirse de conceptos que ésta última no puede asimilar. El espíritu geométrico opera con nociones depuradas, esenciales, que articulan principios de inquebrantable solidez. La red de significaciones tejida por estos, no obstante, se impone como instrumento legitimador, es decir, como criterio demarcador de la certidumbre racional. Tal criterio se mantiene por fuerza ajeno al ámbito de las aserciones que sólo pueden imponerse por mor de un movimiento decisorio.
Las demostraciones
filosóficas de Dios no pueden convencer a los no creyentes, pues
estos generalmente se guían por un grisáceo sentido común que
desconfía de todo postulado metafísico: “las pruebas metafísicas
de Dios son tan alejadas del razonamiento de los hombres, y tan
implicadas, que impresionan poco; y aun cuando sirvieran, para
algunos no servirían sino durante el momento en que ellos ven esta
demostración, pero una hora después, temen estar engañados. Quod
curiositate cognoverunt supervía amiserunt (lo que han conocido
por curiosidad lo han perdido por el orgullo –San Agustín, sermón
CXLI-)”.
Dos siglos más
tarde Kierkegaard recuperará esta idea invirtiendo el planteamiento
y encuadrándola en un movimiento de reacción similar al llevado a
cabo por Pascal; en su caso contra el panlogismo hegeliano: “¿y
cómo ahora aparece la existencia de Dios por una prueba? ¿acontece
todo tan sencillamente? ¿no sucede aquí lo mismo que con las
muñecas cartesianas? [equívoca alusión a los ludiones]. En cuanto
suelto la muñeca se pone de pie. En cuanto la suelto, tengo que
soltarla de nuevo. Lo mismo con la demostración. Mientras la
sostengo (es decir, mientras continúo probando), la existencia no
aparece sin otra razón que por estar ocupado en probarla; más en
cuanto suelto la prueba, la existencia está ahí...”.*
La cuestión aquí
es cómo conciliar una dialéctica de la idealidad con el ser
fáctico. Si, como dice Kierkegaard, “desde el momento que hablo
idealmente del ser, ya no hablo del ser, sino de la esencia”,
podemos concluir que la brecha abierta entre la realidad y sus
determinaciones abstractas imposibilita cualquier postulado idealista
que ataña a lo existencia. Tanto si partimos de un horizonte de
nihilidad como de un horizonte de la existencia, demostrar a Dios es
imposible: se requiere de un “nuevo órgano”.
Este nuevo órgano
será la fe. Al igual que el atormentado pensador danés, Pascal
asocia la fe con la conciencia de finitud (la “miseria del
hombre”), la cual es una fuente constante de paradojas que
estrechan los márgenes de la razón. La dolorosa estupefacción que
produce el saberse finito y la inescrutabilidad de lo real como única
-y antinómica- certidumbre, sin duda dos de las premisas
fundamentales de la filosofía pascaliana (cuyo prolongado eco será
perceptible en buena parte de la mejor literatura de los siglos
siguientes: Hoffmann, Maupassant** o Huysmans, por ejemplo), preparan
en los Pensamientos el terreno sobre el que se levantará una
fe lúcidamente (re)descubierta como tal, henchida de dudas y
radicalmente disociada de todo conocimiento indubitable (por ello tan
lejos de la apologética más inocua como del optimismo
ontoteológico de raíz platónica). “Si hay un Dios es
infinitamente incomprensible, puesto que, no teniendo ni partes ni
límites, no tiene ninguna relación con nosotros. Somos incapaces,
por tanto, de conocer ni lo que es, ni si es. Siendo así, ¿quién
osará intentar la resolución de esta cuestión? No seremos
nosotros, que no tenemos ninguna relación con él”.
Consecuente con este
aforismo de sus Pensamientos, Pascal defenderá una concepción
de la fe que además de reconocer su incapacidad respecto de
cualquier intuición “trascendente”(en la línea del idealismo
clásico), declare que se agota en esa incapacidad: “¿Quién, por
lo tanto, reprochará a los cristianos el no poder dar razón de su
creencia, ellos que profesan una religión de la cual no pueden dar
razón? Ellos declaran al exponerla al mundo que es una necedad,
stultitiam, ¡y después os quejáis de que no la demuestren!
Si la probasen no cumplirían su palabra: faltándoles las pruebas es
como no les falta el sentido”.
Vemos así cómo lo
irracional es un ingrediente fundamental del discurso pascaliano. De
hecho, constituiría para su autor el aliento que anima toda
filosofía cristiana en tanto que auténticamente cristiana.
* Demostrar
la existencia de algo es para Kierkegaard “un desarrollo ulterior
de la conclusión de la cual infiero que lo supuesto, aquello que
estaba en cuestión, existe” . No se concluye en
la existencia de algo, sino que se concluye de
la existencia en que nos movemos. Se trata de un problema que puede
darse tanto en el plano de la realidad sensible (uno no demostraría,
por ejemplo, la existencia de una piedra, sino que algo que existe es
una piedra), como en el plano del pensamiento (cuando, como hace
Spinoza, se deduce el ser del pensamiento –“cuanto más perfecta
es una cosa por su naturaleza, mayor existencia y más necesaria
envuelve; y, por el contrario, cuanto mayor y necesaria existencia
envuelve, tanto más perfecta es”-: perfectio
se asimila a realitas,
y, por ello, al decir “cuanto más perfecta es una cosa, más es”,
no se expresa sino un tautológico “cuanto más es una cosa, más
es”). La cosa se agrava aún más cuando se confunden el orden
fáctico y el ideal. Un buen ejemplo de ello nos lo proporciona de
nuevo Spinoza, que otorga al ser distintos grados de realidad y habla
de “ser más” y “ser menos”. Esto sería absurdo en relación
con el ser de hecho. “Una mosca, cuando existe, tiene tanto ser
como Dios”, dice Kierkegaard refutando al pensador holandés.
** Basta con
comparar los siguientes fragmentos para hacerse una idea de ello
(todo un ejemplo, por otro lado, de cómo plasmar con brillantez los
influjos filosóficos en la literatura):
Pascal:
Porque, al fin, ¿qué es el hombre en la naturaleza? Una nada
frente al infinito, un todo frente a la nada, un medio entre nada y
todo. Infinitamente alejado de comprender los extremos, el fin de las
cosas y su principio son para él invenciblemente ocultos en un
secreto impenetrable, igualmente incapaz de ver la nada de donde él
ha salido y el infinito de donde él es absorbido. ¿qué hará él,
por consiguiente, sino apercibir alguna apariencia del medio de las
cosas, en una desesperanza eternal de conocer ni su principio ni su
fin? Todas las cosas han salido de la nada y van hacia el infinito.
¿Quién seguirá sus asombrosos pasos? El autor de estas maravillas
las comprende. Nadie más lo puede hacer. Por falta de contemplación
de esos infinitos, los hombres son impulsados temerariamente a la
investigación de la naturaleza, como si ellos tuvieran alguna
proporción con ella. es cosa extraña que hayan querido comprender
los principios de las cosas y llegar hasta conocer todo con una
presunción tan infinita como su objeto. Porque no hay duda de que no
se puede formar este designio sin una presunción o sin una capacidad
infinita, como la naturaleza. (Pensamientos)
Maupassant:
¡que profundo es este misterio de lo Invisible! No podemos
sondarlo con nuestro miserables sentidos, con nuestros ojos que no
saben percibir ni lo demasiado pequeño ni lo demasiado grande, ni lo
demasiado cercano no lo demasiado lejano, ni los habitantes de una
estrella ni los habitantes de una gota de agua... con nuestros oídos
que nos engañan porque nos transmiten las vibraciones del aire como
notas sonoras. Notas que son hadas que hacen el milagro de cambiar en
ruido ese movimiento y, por esa metamorfosis, dan nacimiento a la
música, que vuelve cántico la agitación muda de la naturaleza...
con nuestro olfato, más débil que el de los perros... con nuestro
gusto, que apenas puede discernir la edad de un vino. (El
Horla)
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