lunes, 19 de marzo de 2012


    
DOSTOIEVSKI Y LA MORAL





      Si Dios no existe, todo está permitido. Camus advierte: “no se trata de un grito de liberación, sino de una comprobación amarga”. ¿Comprobación amarga? Sartre se basa en ella para justificar su moral de la libertad, prolongación paroxística de la autonomía ética promulgada por Kant. Lo que pretende es atenuar su amargura hasta conseguir dulcificarla. Espíritus menos pragmáticos y algo más sensibles a las dolorosas contradicciones de la conciencia, como Baudelaire o Bataille, encontrarían esa autonomía ética, antes que dulce, insípida. Toda verdadera moral, a sus ojos, debería ser heterónoma. Sólo así tiene sentido su implantación. Sólo así podemos experimentar el goce de la transgresión y otorgarle sentido al remordimiento (ese “raro ingrediente del placer”, según Baudelaire, cuya fatalidad es el disolverse tarde o temprano “en su propia exquisita contemplación”).
     Otros pensadores, sin embargo, se desentendieron sin reparos del estéril esquema kantiano autonomía-heteronomía. Dostoievski o Kierkegaard, por ejemplo, se movieron en una escarpada región intermedia cuya traducción filosófica a la postre tornó enormemente dificultosa la cuestión acerca del vínculo entre moral y religión (la legitimidad de sus posibles relaciones de subordinación, de sus inevitables imbricaciones...etc.).
     Dostoievski vislumbró la más extrema forma de sublevación metafísica en aquello que Camus denominó “el rechazo de la salvación”. El hombre lúcido no sólo no tolera ser juzgado desde instancias supramundanas, sino que además se arroga el derecho de desautorizarlas, de juzgar al juez supremo. El veredicto es de sobra conocido: ganarse la redención resulta desmesuradamente oneroso: conlleva minimizar el sufrimiento de los inocentes, relativizar su dolor. La doliente demanda de Job no se saldará esta vez con una aquiescencia reverencial. Sin embargo, en El gran inquisidor Cristo es presentado como uno de esos inocentes que sufren. No sólo eso: es un inocente que además de sufrir por el desesperado anhelo de ver al cordero dormir junto al león (al igual que Iván Karamazov), sufre por el injusto trato que le dispensan sus representantes en la tierra. Éstos últimos son los guardianes de la moral, esto es: una institución que detenta el poder de la coerción espiritual. Jesús es juzgado por su iglesia y él responde con silencio: se niega a juzgar a su vez.
     Camus lo vio con especial claridad y supo plasmarlo en las páginas de una novela tan oscura como fascinante: “Él hablaba dulcemente a la pecadora: <<yo tampoco te condeno>>”. Hablamos de La caída, una exploración de los secretos resortes que ponen en marcha la contrición y el juicio moral desde el prisma de una personalidad escindida, un auto-proclamado “juez-penitente”. Jesús no sentencia, no dicta preceptos morales. Su famoso epítome de la Ley no conmina a favorecer o a agraciar a los demás, sino a amarlos. ¿Pero es acaso posible gobernar los propios sentimientos, nuestras inclinaciones naturales?
     Aliosha se niega a juzgar a su padre, hedonista desenfrenado que representa al hombre “sensual”, al esclavo de los placeres que no sabe de cortapisas ni frenos morales. Éste último, sin embargo, teme por su hijo Iván, pues se ha percatado de los tormentos interiores que padece. Aliosha y su padre no necesitan inclinarse ante ninguna moral. Iván, por el contrario, vive el desarraigo moral como una catástrofe natural. Piensa, como Kirilov, que tomar conciencia de nuestro desamparo es razón suficiente para acabar con la propia vida. Los personajes dostoievskianos que encarnan el auténtico espíritu cristiano (el stárets Zósima, Aliosha, el príncipe Mishkin...) parecen guiarse en su andadura vital por ese corazón pascaliano que a veces hace oídos sordos al análisis racional más penetrante. Por otro lado, tanto Kirilov como Iván Karamazov, personajes que encarnan el espíritu de rebeldía, se ven abocados al desastre (suicidio y locura, respectivamente) por culpa de su hipertrofiado intelecto. El nihilismo constructivo del primero le lleva a abrazar un ideal mesiánico de liberación: busca abrir los ojos al pueblo ruso respecto a su alienada condición espiritual. La divinización del hombre es posible. Sólo es necesario desembarazarnos de la idea de Dios. Kirilov intenta exonerar a sus semejantes de tan pesada carga por medio de un suicidio emancipador, una acción extrema que le llevará a auto-afirmarse y a espolear el ímpetu revolucionario del pueblo. Iván, por su parte, ha visto de frente el horror. Quizás sería más correcto decir que ha pensado la vida como un salvaje torrente huérfano de sentido y ha identificado esto con el horror. Su ruido y su furia no pueden ponderarse a la manera nietzscheana, esto es, con aparato trágico, grandeza heraclítea y jactancia intelectual. Tampoco a la manera camusiana, intentando extraer del absurdo el orgullo de la lucidez y de la calma viril. Iván no extrae de su examen otra cosa que desesperación. Hubiese hecho suya, sin ningún genero de dudas, la excelsa observación kierkegaardiana que abre Temor y temblor: “Si el hombre no tuviese una conciencia eterna; si, en el fondo de todas las cosas, no hubiese sino un poder salvaje e hirviente que produce todas las cosas, lo grande y lo fútil, en el torbellino de oscuras pasiones; si el vacío sin fondo que nada puede llenar se ocultase bajo las cosas, ¿qué sería la vida sino desesperación?”.
     En último término, Dostoievski lleva a cabo el “sacrificio del intelecto” -defendido por Kierkegaard y recusado por Camus- al apostar, como Aliosha, por la vida eterna. Ahora bien, no se trata de una apuesta moral sino religiosa. El drama intelectual de Iván no radica en la ausencia de una estructura axiológica universal, capaz de instaurar, en términos kierkegaardianos, “lo general”; radica en la falta de fe. Según Camus, cuando el sacrificio del intelecto -el abrazo de lo trascendente- se refleja en las páginas de Dostoievski, el que nos habla no es un escritor del absurdo, sino un genuino escritor existencial: da “el salto”. Pues bien, este “salto”, como en Kierkegaard, implica dejar atrás, muy atrás, la esfera de la ética. Es en esto donde pierde validez el binomio kantiano antes mentado: a la hora de conceptuar la primigenia moral existencial debemos percatarnos de que la conciencia cristiana que la vehicula al mismo tiempo la suprime.
     La pretensión de universalidad, propia de la ética, queda disuelta por la fe, suspendida en su carácter teleológico. El Particular, el individuo delante de Dios, se eleva por encima de lo general al encontrarse en relación absoluta con lo Absoluto. La ética se convierte en una tentación, lo deseable cuya ausencia sólo puede comprobarse con amargura; pero es al tiempo algo que puede cercenarse (únicamente) por amor a Dios. Ésto último, paradójicamente, lo que nos revela es que el Particular que se eleva sobre la ley moral siente  que ésta es inquebrantable. Dice Kierkegaard: “El deber absoluto puede llevarnos a la realización de un acto prohibido por la ética, pero nunca inducir al caballero de la fe a cesar de amar. Eso es lo que ejemplifica Abraham...Sólo en el momento en que su acto está en contradicción absoluta con lo que siente, sólo entonces sacrifica a Isaac, pero al pertenecer la realidad de su acción a la esfera de lo general, es y continuará siendo un asesino”.
    El Jesús a quien juzga el gran inquisidor, el que se niega a juzgar a su vez, nos manda aborrecer a nuestra familia y a nuestra propia vida (Evangelio de san Lucas, XIV, 26) si queremos ser sus discípulos. Esto significa que no podemos dejar de amar a los demás y de amarnos a nosotros mismos si consideramos que tenemos un deber absoluto para con Dios. William Blake también lo comprendió así. Su sabiduría demoníaca quiso purificar a la virtud de sus detritos más corrosivos ( la materia prima de toda Ley): 


<<¡Tú, idólatra! ¿Acaso no es Dios Uno? ¿Y no es visible en Jesucristo? ¿Y Jesucristo no ha dado su sanción a la ley de los diez mandamientos? ¿No son todos los otros hombres necios, pecadores, nadas?>>
El demonio contestó: <<Muele a un necio en un mortero con trigo, aun así su necedad no se separará  de él; si Jesucristo es el más grande de los hombres deberías amarlo en el más alto grado; ahora escucha de qué manera él ha sancionado la ley de los diez mandamientos: ¿No se burló del sábado, y así se burló del Dios del sábado? ¿No mató a los que fueron muertos por él? ¿No desvió la ley de la mujer sorprendida en adulterio? ¿No robó el trabajo de otros para mantenerse? ¿No levantó falso testimonio al rehusar defenderse ante Pilatos? ¿No codició cuando imploraba por sus discípulos y cuando los mandó sacudir el polvo de sus pies contra los que rehusaban albergarlos? Te digo, ninguna virtud puede existir sin quebrantar estos diez mandamientos. Jesús era todo virtud y actuaba por impulsos, no por reglas.>>


     

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