miércoles, 7 de marzo de 2012


     LA OBJECIÓN HEIDEGGERIANA 
     ACERCA DEL (POSIBLE) ANÁLISIS EXISTENCIAL EN KIERKEGAARD





     La preocupación por lo radical, motor que impulsa la investigación de las (bien o mal llamadas) filosofías existenciales, en su afán de trascender los rígidos márgenes impuestos por el entendimiento en la búsqueda del sentido de la existencia, acaba convirtiéndose en un ejercicio de auto-reprobración intelectual; o, si se prefiere, en un continuo ir-a-la-contra del pensamiento (conceptual y objetivante) por medio del pensar (preconceptual o ‘esencial’, como será denominado por Heidegger en su Epílogo a “¿Qué es metafísica?”, sin referirse, ciertamente, a ningún examen de esencias o quididades). Lo que se impugna abiertamente no es sólo la reflexión distanciada de la esfera histórico-existencial del individuo, sino también la innata tendencia del filosofar (ya detectada por Sócrates) a la fijación objetiva de sus contenidos. Se trata, claro está, de un problema inherente a todo discurso, sea acerca de lo que sea: éste, en tanto es expuesto, no puede evitar quedar coagulado en un marco neutro y abstracto .
     La ontología fundamental de Heidegger sortearía este insalvable escollo incluyéndose a sí misma entre los posibles modos de ser del Dasein. Levinas lo expresa de esta manera: “La filosofía es para él [Heidegger] una manera explícita de trascender basada en la trascendencia implícita de la pre-filosofía o de la pre-ontología de la existencia misma y, por tanto, las relaciones de la filosofía explícita con la existencia o con la caída en lo cotidiano como posibilidad jamás son rotas y la explicitación misma –el tránsito de lo implícito a lo explícito- conserva una significación existencial, es decir, temporal...”. Claro que esta caracterización existencial de las conceptos heideggerianos, esto es: la vinculación de los mismos con lo temporal, sólo es posible disociándolos de aquellos con los que se realiza la descripción esencialista de lo real, en la cual se cifró la tarea del filosofar antiguo y moderno.
     Los entes que al Dasein le salen al paso pueden reconocerse como tales (y, de hecho, ser tales) por la compresión del ser que sostiene y posibilita al mismo Dasein. Ya sea que estén inmersos en la ocupación circunspectiva del Dasein, o bien descollando en el estar-ahí que descubre la contemplación, su ser depende de la aperturidad del ser-en-el-mundo garantizada por el comprender. Ahora bien, la descripción de éste como existir, como poder afrontar la propia existencia, no puede efectuarse recurriendo a categorías ónticas (los conceptos clásicos de la filosofía, que dan cuenta de las determinaciones quiditativas del ente entendido como ousia) por cuanto el objeto de la descripción no es, precisamente, algo “objetivo”. Se precisan, pues, categorías ‘existenciales’, relativas a los modos posibles de comprender el ser. Tales modos, en efecto, no son objetivos porque no conciernen a un conocimiento teorético que partiera del esquema sujeto-objeto. Los modos de comprender el ser condicionan el existir en su integridad. No son sino modos de acometer una existencia que envuelve praxis, poiesis y theorein humanos, todo ello (posibles) desenvolvimientos de la comprensión constituyente por la que el Dasein desenvuelve su propio ser.
     La aplicación del método fenomenológico en Ser y tiempo (el cual pone eficazmente en guardia frente a todos los elementos idealistas, realistas, psicologístas, antropológicos o biologistas que amenazarían con interferir en una investigación tan susceptible en principio –por su mismo tema- de acogerlos) resulta indispensable para echar por tierra los conceptos y categorías de una metafísica que durante más de veinte siglos ha silenciado la cuestión del ser. Heidegger lo considera parte integrante de toda filosofía que pretenda enmendar tamaño olvido, o sea, de toda filosofía que sea auténticamente tal (“La filosofía es una ontología fenomenológica universal...”). El objetivo del tratado es descubrir la “universalidad” del ser y sus estructuras. Como se dice en la introducción, éstas conciernen a todo ente. Pero, por lo mismo, no pueden ni determinarse “ónticamente” (evidenciando una naturaleza “fundada”) ni ser explicadas como momentos “referenciales” que constituyeran trascendentalmente una unidad genérica (un “Ser” como género a todas luces insuficiente). La fenomenología dirigida hacia el ser del Dasein (encauzamiento que funciona además como correctivo: se determina el modo de ser de lo intencional, hasta entonces no puesto en cuestión rigurosamente) deja así el campo libre a un examen formal que nadie puede tachar de –desenfrenadamente- “abstracto” sin quedar en evidencia.
     La investigación heideggeriana, que tiene por hilo conductor la tematización de las estructuras del ser, se ejercita legítimamente gracias a la “diferencia ontológica”, la cual deriva del factum de la precomprensión mediana del ser. Ahora bien, lo que acaba de afianzar esta legitimidad es la propia fuerza vinculante de los contenidos, el hecho de que la tematización de las estructuras ontológicas se traduzca a esquemas existenciales entendidos como posibilidades del existir -o como dice Levinas, que el discurso conserve “una significación existencial”-. Es por todo esto que el mismo Levinas llega a decir de la ontología fundamental de Heidegger lo siguiente: “respecto al modelo tradicional de la objetividad, es un terreno subjetivo, pero de un subjetivismo ‘más objetivo que toda objetividad’”.
     Si, a tenor de lo dicho, se nos permite hablar de una “objetividad” heideggeriana (entendida como validez discursiva) que, portando la cobertura de legitimidad otorgada por la diferencia ontológica, diera razón de las estructuras básicas de la existencia, defenderemos lo siguiente: a la luz de esta “objetividad” (preservadora del carácter fáctico del Dasein) la existencia puede aparecer desnuda, vaciada de todo vestigio empírico. La efectividad del existir se perfila por medio de precisas indicaciones formales. Se abre un hiato entre lo existencial (referente a la constitución de la existencia) y lo existentivo (referente al existir mismo del Dasein). Lo fáctico se subordina a la facticidad.
     A partir de esto, toda ontología que no depure al sujeto de la substancialidad residual legada por el idealismo trascendental (esto es: que no esté “ontológicamente aclarada”), ya sea la de Hartmann o la de Kierkegaard, seguirá presa de esquemas metafísicos u ontoteológicos tradicionales. El caso de Kierkegaard, de hecho, es considerado paradigmático: “En el S. XIX S. Kierkegaard abordó expresamente el problema de la existencia en cuanto problema existentivo y lo pensó con profundidad. Sin embargo, la problemática existencial le es de tal modo ajena que, desde un punto de vista ontológico, Kierkegaard es enteramente tributario de Hegel y de la filosofía antigua vista a través de él”.
     Ahora bien, el que la indagación existencial de kierkegaard dependa en cierta medida de las categorías hegelianas (la principal objeción de Heidegger), no se debe a que éste no llegara nunca a un refinamiento metodológico semejante al que permite a Heidegger clarificar las estructuras del ser del Dasein. En El concepto de la angustia y Migajas filosóficas, por ejemplo, Kierkegaard lleva el análisis existencial todo lo lejos que el orden discursivo –exegético-teológico- en que se inserta su reflexión y el orden discursivo –idealista- contra el que reacciona se lo permiten. Dichos órdenes marcan las estrechas coordenadas conceptuales –y terminológicas- de un pensamiento que intrínsecamente tiende a rebasarlas. Su intención es romper con el subjetivismo omnicomprensivo del idealismo alemán, digamos, “desde dentro”, buscando su implosión mediante la introducción de un “sí mismo” verdaderamente subjetivo. Así como un torrente no es “lo contenido por una presa”, sino un fluir violento, ni el loco alguien enfundado en una camisa de fuerza, sino el que se subleva contra esa razón que coercitivamente le impone una, tampoco la propuesta kierkegaardiana debe ser vista como un subproducto del hegelianismo o como mera ofensiva anti-hegeliana. Ésta debe ponderarse en su justa medida.
     Una tal subjetividad auténtica cristalizaría en el yo del individuo concreto. Su carácter histórico, (auto)aprehendido por mor de la fe, no puede ser integrado en el continuum de una realidad que, en cuanto dispensada por un ego autoconsciente, y por ende, hipostasiado (condición ésta que garantiza tanto la congruencia íntima entre ser y pensar cuanto la unidad del continuum), no rebasa el estatus de pura representación.
     La contingencia que Kierkegaard atribuye a lo real es indisociable del devenir. Éste no puede concebirse como el movimiento inmanente que anima las problemáticas transiciones de la Lógica. Que no pueda acaecer movimiento alguno en la Lógica (pues, como se nos dice en El concepto de la angustia, “la eterna expresión de la Lógica es –cosa que los eleatas aplicaron por error a la existencia- nada nace, todo es”) es lo que expresa la inconmensurable diferencia cualitativa entre el orden lógico y el del devenir, “de donde surgen la existencia y la realidad”. Los conceptos de salto, trascendencia, instante o repetición, medulares en la obra kierkegaardiana, apuntarán todos a esta diferencia, y abrirán la comprensión de la temporalidad auténtica, inasimilable al mero pasar. Semejante comprensión no se dejará reducir, pues, ni al entendimiento objetivador ni al conocimiento inmediato, modos de aprehensión que compartirían la misma raíz: un saber auto-fundamentado parejo a la reminiscencia de la gnoseología pagana –de idéntica esencia, según nuestro pensador-. Se trata, por el contrario, de una comprensión que compromete radicalmente la existencia individual, desprovista del carácter “accidental” (indiferente, de una neutralidad ‘herética’) que definiría la gnosis idealista. El paralelismo con la comprensión heideggeriana es claro: si ésta representa la (existente) posibilidad del existir, el puro trascender(se) que abre el mundo al “sujeto”; la fe kierkegaardiana, por su parte, no será la mera conciencia del ser-histórico de lo real sino el ingreso en la historicidad.
     De la misma manera, el diseño formal de la existencia del Dasein guarda una similitud fehaciente con el del sujeto kierkegaardiano. En ambos prima la posibilidad de forma fundamental. Se trata de un ser-posible constituyente y colmado de efectividad. Kierkegaard conecta la posibilidad con el cambio del devenir. En las Migajas filosóficas, donde trata de abrir brechas en la contextura del sistema lógico hegeliano –a veces de forma abrupta, como en este caso-, diferencia entre el cambio de la alloiosis, que presupone la existencia de lo cambiante y avanzaría por medio de alteraciones cualitativas, y el cambio de lo que deviene, que pasa del no ser al ser. Asi, al ser un cambio que no concierne a la esencia, sino al ser, posibilidad y realidad pasarán a ser categorías, por decirlo de algún modo, “anti-sistémicas”, que ofrecen razón de la contingencia del devenir histórico. Ambas, reformuladas desde este prisma heterodoxo, se tornan “paradójicas” en la dinámica del ser: el paso al ser del no ser es el sufrir que revela la nada de la posibilidad, el hecho de que el no ser de lo posible tenga que existir; al tiempo, la realidad queda reducida a lo “posible” –en el sentido cotidiano-, a lo fundamentalmente no necesario. El cambio de devenir, al ser concebido como lo real que acontece libremente, relega la necesidad al campo de la idealidad, petrificándola: “todo lo que deviene demuestra precisamente en el devenir que no es necesario, ya que lo único que no puede devenir es lo necesario, porque lo necesario es”. La necesidad, vista como determinación de la esencia y no del ser, pierde sus derechos sobre la realidad. (“nada existe porque es necesario, sino que lo necesario existe porque es necesario o porque lo necesario es”, en antinómica y brillante expresión del pensador danés)
     El conocimiento inmediato sólo puede aprehender la mera presencia, es incapaz de asimilar la “ambigüedad” del devenir. Lo devenido se deja conocer pero no en cuanto tal. Su carácter histórico únicamente puede captarse mediante una “sensibilidad” que no se agote en una simple aprehensión constatatoria y que, por lo tanto, no se presente como conocimiento, sino como un acto de libertad. Tal sensibilidad será la de la fe, el “órgano” para lo histórico que permite al individuo, mediante la decisión, creer en el “así” de lo devenido suprimiendo su “cómo” posible.
     Pues bien, la posibilidad tal y como fue definida en el análisis categorial de las Migajas filosóficas es llevada al plano de la subjetividad en El concepto de la angustia, donde adquiere la función de un proto-existencial. El ser-posible se encarna en la angustia, categoría fundamental del espíritu. Éste soporta la síntesis de cuerpo y alma que constituye al hombre. Se trata de una síntesis dinámica (esbozo un tanto rudimentario de la que postulará en La enfermedad mortal, pero ya determinante respecto de las principales implicaciones “existenciales” de su doctrina) que permite tanto el salto cualitativo del pecado como la decisión de la fe. Ahora bien, este permitir, es el poder(se) en que consiste la posibilidad de la libertad. La angustia, inherente al espíritu, engendra la nada, tal “posibilidad de poder”. Por ello al espíritu no le perturba en verdad nada en concreto: el objeto de su angustia es la propia nada, la “realidad de la libertad en cuanto posibilidad frente a la posibilidad”.
     Según Heidegger “La posibilidad que el Dasein es siempre existencialmente se distingue tanto de la vacía posibilidad lógica como de la contingencia de algo que está-ahí, en tanto que con éste puede “pasar” esto o aquello”. En Kierkegaard, la posibilidad “angustiosa” que origina el “vértigo de la libertad” es ese no-ser que “tiene que existir”. En tanto que concepto existencial constituyente de la subjetividad representa tan poco la mera contingencia del estar-ahí como el mismo Dasein: “La angustia no es una categoría de la necesidad [en este contexto, Kierkegaard se refiere a la ‘necesidad’ que en la Lógica une la posibilidad y la realidad, refutada en las Migajas filosóficas] pero tampoco lo es de la libertad. La angustia es una libertad trabada, donde la libertad no es libre en sí misma, sino que está trabada, aunque no trabada por la necesidad, mas por sí misma”. También el sujeto Kierkegaardiano está arrojado, obligado a existir (la particular “derelicción” de kierkegaard, noción heideggeriana que transfigura radicalmente la concepción clásica de la posibilidad –más real que toda realidad, podríamos decir emulando a Levinas-)
     La síntesis que constituye al espíritu de El concepto de la angustia es reelaborada en La enfermedad mortal, donde queda reducida a un movimiento auto-remisivo. El hombre es para Kierkegaard una relación de finitud e infinitud que se relaciona consigo misma al tiempo que con el poder que la fundamenta. Al ser espíritu, el hombre no puede reducirse a una simple relación entre dos ordenes o partes constitutivas, pues, por su propia autonomía, éstos someterían al nexo relacional, el cual estaría siempre en función de lo relacionado; la relación entre la finitud y la infinitud humanas debe volverse hacia sí, y es gracias a este movimiento positivo por lo que puede decirse que el hombre es un yo. Ahora bien, en tanto que tal síntesis se relaciona consigo misma, se relaciona también con aquello que la ha puesto, aquello de lo que absolutamente depende. Aquí aparece la condición principal del yo auténtico: la conciencia del ser “puesto”, el “apoyarse lúcidamente en el poder que lo fundamenta”; es decir, la fe.
    Enfermedad del yo, la desesperación vendría a ser la posible discordancia dentro de la estructura sintética que determina la subjetividad; se trata de una afección que no se abandona a sí misma persistiendo como consecuencia de su mero aparecer, sino que siempre remite a su posibilidad. De este modo, en cada instante de desesperación real, ésta se ve sostenida por la relación que la posibilita (que sería, podríamos decir, la constante causa efectiva de la desesperación y de su permanencia: la desesperación no “dura”, está siendo en todo momento “atrapada”). Según Kierkegaard, este carácter peculiar de la desesperación -y de sus condiciones temporales de posibilidad, que exigirían el incorporar ciertos elementos pretéritos en los momentos en que se manifestase-, se debe simplemente a su condición de categoría espiritual, relacionada con aquello de lo cual jamás podrá desprenderse el sujeto –porque hace de él lo que es-: la autorrelación de la síntesis. Tanto el “querer ser sí mismo” que se aferra a la fe como las diferentes formas de la desesperación (las formas inauténticas del yo en kierkegaard) son así modos posibles de esa existencia cuya condición de posibilidad es la auto-remisión de una subjetividad no fijada .
     Más allá del hecho de que en Kierkegaard aparezcan por lo general entremezclados los elementos teológicos y los ontológicos (y de que los primeros aludan explícitamente a formas concretas de existencia -las que interesan propiamente al cristianismo- y los segundos se disuelvan regularmente en lo óntico), lo cierto es que un juicio tan taxativo –simplista, incluso- como el que Heidegger hace de la filosofía kierkegaardiana resulta cuestionable. Si el análisis de la existencia desarrollado por Kierkegaard desemboca en lo existentivo es porque la Verdad a la que apunta –cuya adecuada apropiación por parte del individuo concierne a tal orden- trasciende a la existencia (en sí) misma. Lo existencial, en cualquier caso, no queda soslayado, pues sólo desde su prisma es vislumbrable esa Verdad.
     No obstante, el examen “proto-fenomenológico” de la existencia ejecutado en La enfermedad mortal –acaso somero, pero muy penetrante- no sigue el hilo de ninguna ontología fundamental: de lo que se trata es de vivir en la verdad de la fe, descubrir a “Dios en el tiempo”. Es muy posible que la “objetividad” heideggeriana hubiese sido impugnada por Kierkegaard. La hubiera encontrado terriblemente cercana a esa ‘indiferencia’ gnoseológica que ambos filósofos detestaban. El Ser de lo ente, desplazado del ámbito teológico aparecería ante sus ojos como una mera abstracción. La doctrina kierkegaardiana no es sino el ejercicio de un pensar “esencial” que no reivindica pensar “esencial” alguno. La auto-reprobación intelectual antes mentada acaba siendo en Kierkegaard simple y pura auto-inmolación.   

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