GNOSIS SADIANA / ILUMINISMO SÁDICO
Si el conocimiento ha terminado por convertirse en un crimen, lo
que se llama crimen debe contener aún la clave del conocimiento. (P.
Klossowski)
¿Qué lugar ocupa la Razón en la obra de un genuino vástago de la
época de las Luces como el marqués de Sade?
Georges
Bataille, desde La literatura y el mal,
traza un ingenioso esquema donde conecta el deseo con la frialdad
analítica propia del iluminismo. Con ello trata de desentrañar la
incomunicable experiencia interior
del libertino sadiano. A la luz de este esquema, toda indagación
objetiva acerca de la perversión sexual (de su razón de ser y de
sus causas) resultaría superficial e incluso inane*. El análisis
puramente racional carecería de los principales elementos de juicio
que podrían esclarecer la verdad profunda de los comportamientos
desviados. Ahora bien, tales elementos de juicio los proporciona el
deseo, irracional e impulsivo en esencia; de ahí que esa verdad
profunda no pueda conceptuarse ni expresarse en términos racionales.
El autor de Las 120 jornadas de Sodoma,
sin embargo, pudo vislumbrarla parcialmente al permanecer encarcelado
tanto tiempo. Segun Bataille, el hecho de sufrir una reclusión tan
prolongada lo convirtió en un ser especialmente reflexivo, pero
también alimentó su pantagruélico deseo hasta extremos inauditos.
Un deseo constantemente ofrecido a su reflexión.
El
problema de la interpretación de Bataille estriba en su concepción
de la gnosis sadiana,
asimilada en exceso a su propia intuición de la conciencia erótica.
En efecto, a la hora de formular el ideal filosófico de Sade,
garantizado por la hipertrofia del intelecto y el deseo exasperado,
Bataille sigue al dedillo la tesis central de La parte
maldita, donde entran en juego
sus nociones de continuidad
y transgresión. Ambas
nociones se traducen ahora conjuntamente por el “desencadenamiento
de la sensualidad”, que libera al individuo de las trabas de la
moral y de las convenciones sociales.
El
desencadenamiento es siempre la ruina de un ser que se ha dado a sí
mismo los límites de las conveniencias. La sola puesta al desnudo es
ya ruptura de esos límites (es el signo del desorden que reclama el
objeto que a ello se entrega). El desorden sexual descompone las
figuras coherentes que nos establecen ante nosotros mismos y ante los
otros, como seres definidos (las hace resbalar hacia un infinito, que
es la muerte).
El
anhelo último del espíritu sadiano coincidiría con la quimérica
aspiración del verdadero filósofo: la unidad del sujeto y el
objeto. Bataille acepta la analogía que propone Klossowski a propósito del idealismo de Sade: así como el devoto toma conciencia de sí
mismo ante Dios, el libertino no toma conciencia de sí mismo más
que por medio de “lo que exaspera su virilidad”. Ahora bien, a
diferencia del hombre piadoso, que recibe su objeto de adoración tal
y como es, el sádico que concibe su vida como puro frenesí (lo que
garantiza el encuentro interior) necesita modificar el objeto de
deseo, transformarlo, destruirlo. De esta forma, se desdibujan los
límites entre los seres y se recupera el movimiento esencial que
animaba la prístina experiencia sacrificial, la comunión con lo
indiferenciado, con la muerte.
La vida cotidiana, el mundo del cómputo, de los
preceptos y de los hábitos, nos encadena a las cosas, vulnera
nuestros instintos animales (que persiguen ciegamente la ruptura de
todos los límites) y nos asemeja al útil, al instrumento que cumple
una función específica en un contexto de trabajo y actividad
productiva. El ímpetu sacrifial, por el contrario, nos libera de
nuestro sometimiento a los objetos y al orden social; desata los
nudos que nos ligan a la moral y al decoro.
¿En
qué consiste este desencadenamiento del sacrificio? Bataille cree
que el sujeto únicamente podrá desarticular el ámbito las cosa
finitas -que lo absorbe a él mismo, cosificándolo-, no por medio de
la aniquilación de éstas (pues no pueden desaparecer, sólo cambian), sino mediante la aniquilación de un ser semejante a sí
mismo, que de este modo accede a la esfera impensable de la
continuidad.
Ni que decir tiene que este Sade parece más un místico
o un filósofo idealista heterodoxo que ese heraldo del materialismo
ateo (emancipador e ilustrado) que muchos ven en él. Michel Foucault
interpreta el sentido de la obra de Sade en una línea parecida. Su
“pensamiento del afuera”, por ejemplo, una suerte de trance que
recuerda a la experiencia extática analizada por Bataille en la Suma
atheológica, tiene en Sade a uno de sus referentes principales.
Este “pensamiento hecho trizas” ha nacido en “esa tradición de
pensamiento místico que, desde los tiempos del seudo Dionisio,
acecha los límites del cristianismo: quizás sobrevivió alrededor
de un milenio en las distintas formas de teología negativa” (El
pensamiento del afuera). Sade entroncaría, paradójicamente, con esa tradición al concebir un pensamiento que hace estallar al
sujeto en la actividad erótica. La efervescencia del deseo aparece
en toda su crudeza, sojuzgando implacablemente a la conciencia que
los filósofos de la modernidad entronizaron.
¿Es ésta una lectura fiel o, cuando menos, verosímil,
del vidrioso ideario de Sade? Hablamos del autor de Las 120
jornadas de Sodoma, libro que según Bataille “nadie puede
terminar de leer sin sentirse enfermo”; el escritor que ensalzó
sin pudor ni reservas el crimen y el abuso; el apologeta del Mal
terrenal y metafísico. ¿Puede la descripción gráfica y continuada
de la reducción del hombre a la condición de objeto utilizarse con
el fin de expresar ese desencadenamiento emancipador? El texto nos
descubre las mil y una formas de cosificar al otro, pero el autor, al
parecer, pretende elucidar el desprendimiento del yo que acaece en el
sacrificio, el acto liberador por excelencia.
Frente a esta interpretación, tan discutible como
sugestiva, se alza otra que ve en la filosofía de Sade una pieza
clave para el desarrollo de la dialéctica del iluminismo, un
verdadero acicate para la “ilustración total”. Hablamos, claro
está, del memorable excursus que Horkheimer y Adorno
dedicaron al magisterio de Juliette, perfecto epítome del
más excelso libertinaje.
Para Horkheimer y Adorno, los escritos del marques de
Sade no dejan de ser un vehemente canto al espíritu de la
ilustración: la aspiración a la completa autonomía del
entendimiento, que sólo atendería a la razón normativa. El sueño
ilustrado de Kant, “el entendimiento sin la guía del otro”,
permanecería como substrato inamovible del texto sadiano. La
conversión del pensamiento en órgano del cálculo y la
planificación iría en paralelo a la transformación de los hombres
en simple material, “como lo es la entera naturaleza para la
sociedad”. Un material que los poderosos pueden manipular y
modificar a su antojo. La Razón, al ser concebida como orden y
sistematización, como el modelar la materia sensible según
pautas prefijadas, siempre se asociará con el Poder.
El espíritu
ilustrado es enemigo de la autoridad sólo cuando ésta carece de
fuerza para obligar a la obediencia; es enemigo del poder que no es
tal.
La razón se transforma en funcionalidad pura, “sin
finalidad”, toda vez que los ideales de perfección y armonía
abandonan el reino celeste de los paradigmas platónicos y pueden al
fin ser pensados como sistema, como unidad metódica. De este modo,
es ratio moderna, neutra y abstracta, gélida, amoldable a
cualquier fin y distante de todos los afectos; una ratio que
no ha de estar necesariamente más ligada a la moralidad que a la
inmoralidad. El libertinaje más refinado hace un buen uso de ella.
Desdeñoso e indiferente respecto a la alegría que brota del goce,
se considera incluso enemigo de la delectación alcanzada en la
pleamar de la pasión criminal. Clairwil, la amiga de Juliette,
personaje “quintaesencial” de Sade, defiende la apatía
como ingrediente fundamental de la transgresión: “Mi alma es dura
y estoy muy lejos de creer que la sensibilidad sea preferible a la
feliz apatía de que gozo...”.
Esta apatía que ensalza el libertino racionalista ha
terminado instalándose cómodamente en la moral sexual burguesa,
como brillantemente anunció Adorno desde su estudio sobre Huxley y
los Estados Unidos:
El sexo se hace
indiferente e irrelevante precisamente por la institucionalización
de la promiscuidad, y hasta la ruptura con la sociedad -o lo que
antes lo era- queda instalada en la sociedad misma. Se desea la
descarga fisiológica como elemento de higiene, y la carga emocional
que pueda representar se siente como desperdicio de energía sin
utilidad social. Lo que hay que evitar a toda costa es dejarse llevar
por la emoción. La ataraxia se impone a toda reacción. Y al
dirigirse contra el Eros se vuelve inmediatamente contra lo que en
otro tiempo fuera su bien supremo, la eudaimonía subjetiva por
servir a la cual se exigía inicialmente la eliminación de las
emociones.**
Bataille tiene también muy en cuenta al personaje de
Clairwil, sobre todo por lo que tiene de sublimación del sadismo. En
El erotismo, perfecciona su tesis sobre el ideal sadiano (un
tanto esquemática en La literatura y el mal) recrudeciendo el
sentido de la continuidad del ser, que ahora se convierte en un
pandemónium inacabable (“el triunfo de la muerte y el dolor”).
La apatía, según Bataille, es el “momento supremo”;
no sólo representa la toma de conciencia plena de la “soledad
ontológica” del individuo (el principio fundamental de la doctrina
sadiana para Maurice Blanchot), en virtud de la cual “el mayor
dolor de los demás siempre cuenta menos que mi placer” ***, sino
que además comprime la energía necesaria para el ejercicio del mal.
Esta energía suele derrocharse inútilmente en los cuidados y las
atenciones hacia nuestros semejantes, en el cultivo de las virtudes,
en el amor al prójimo y a Dios; pero también se malgasta dejándonos
llevar por nuestros impulsos animales, recorriendo la extenuante
senda del vicio. El desenfreno inconsciente siempre será impugnado
por el libertinaje elitista que defiende Clairwil. El depravado
insensible es su arquetipo, racional y calculador hasta el delirio.
Una figura monstruosa que obsesiona a Blanchot y a Bataille:
El
crimen importa más que la lujuria; el crimen a sangre fría es
superior al crimen ejecutado en el ardor de los sentimentos; pero el
crimen “cometido en el endurecimiento de la parte sensitiva”,
crimen sombrío y secreto, importa más que todo, porque es la acción
de un alma que, habiéndolo destruido todo dentro de sí misma, ha
acumulado una fuerza inmensa, que se identifica completamente con el
movimiento de destrucción total que prepara. Todos aquellos grandes
libertinos, que no viven más que para el placer, sólo son grandes
porque han aniquilado en sí toda capacidad de placer. Por eso se
entregan a espantosas anomalías; en caso contrario, la mediocridad
de las voluptuosidades normales les bastaría. Pero se han hecho
insensibles: pretenden gozar de su insensibilidad, de esa
sensibilidad negada, anonadada, y se vuelven feroces. La crueldad no
es más que la negación de uno mismo, llevada tan lejos que se
transforma en explosión destructora; la insensibilidad, dice Sade,
se vuelve estremecimiento de todo ser: “El alma llega a una especie
de apatía que se metamorfosea en placeres mil veces más divinos que
los que les procuraban las debilidades”.****
Bataille
cierra el círculo: la negación ilimitada del otro termina con la
negación de uno mismo. Si el principio sadiano de la soledad
absoluta del hombre puede ser relativizado (pues impide en cierto
sentido que la experiencia sacrificial se dé plenamente -sacrificar
lo semejante-),
no ocurre lo mismo con el principio del goce insensible. Bataille ve
en la exaltación de la apatía la consumación del proyecto sadiano:
el abrazo del Mal, la plena adhesión a la perversidad. La apatía
trasciende el egoísmo personal y permite pensar la continuidad
originaria como un movimiento de destrucción infinita. “¿Hay algo
más perturbador -pregunta Bataille- que el paso del egoísmo a la
voluntad de consumirse a su vez en la hoguera que encendió el
egoísmo?”.
Este Sade no se encuentra demasiado alejado del que
Klossowski asocia con los carpocracianos, la secta gnóstica que
divinizó el orgasmo (liberador de la “luz celeste”) en aras de
una redención asegurada por el ejercicio constante de la iniquidad.
El Sade de Bataille también habla del acceso a esa inmensidad (la eterna
destrucción) que trasciende el orden natural mediante la continua
transgresión del orden moral.
El
iluminismo sádico no puede, empero, llegar a subsumirse en la gnosis
sadiana. Es una píldora demasiado dura de tragar. Parece como si
Bataille, al intentar “mirar de frente a aquello que le espanta”
quedara embelesado con sus propios fetiches conceptuales. Entre
tanta autocomplacencia no cabe espanto ninguno. Horkheimer y Adorno
llegan mucho más lejos en este sentido. La lectura de La
dialéctica de la ilustración resulta por momentos pavorosa. “Fragmentos desesperados”, así definió Habermas la
obra. Como exegetas, sin embargo, todos fracasan. “Sea cual sea el
aspecto bajo el cual se le aborda [a Sade], siempre se nos habrá
escabullido”, dice Bataille atinadamente.
Para
Michel Foucault, Bataille nos descubre en
El erotismo
a un Sade “más próximo y más difícil”. Ahora bien, quien realmente aparece así a nuestros ojos es Bataille mismo. Sus comentarios acerca de Sade son valiosos en tanto que ilustran, antes que nada, cuán
lejos puede llegar su propia doctrina acerca de la soberanía.
La conclusión parece clara: el intérprete de Sade no sólo ha
de renunciar a la ilusión de una exégesis definitiva, del todo
imposible, sino que también debe tomar conciencia de que el objeto
de sus (infructuosos) análisis, un corpus descomunal e
inabordable -en todos los sentidos-, siempre desvelará los presupuestos
teóricos más recónditos del inquisidor. En otras palabras: los
textos de Sade dejan en evidencia a quien trata de explicarlos,
descubren la verdad íntima de su pensamiento. De este modo, gracias
a Sade, la filosofía del absurdo de Albert Camus se revela como un
modelo de racionalidad y mesura (El hombre rebelde); gracias a Sade, el pensamiento acéfalo del primer Klossowski exhibe su matriz -y testa- teocéntrica... etc. Y también gracias a Sade ciertas teorías transgresoras (las interpretaciones de Bataille o Foucault, por ejemplo) acaban derivando en una suerte de idealismo
romántico; negro como el hollín, sí, pero romántico al fin y al
cabo. Algo sorprendente, como que la más gemebunda de las filosofías
(La dialéctica de la ilustración) rezume lucidez por los cuatro costados.
* Bataille pone como ejemplo el Psychopatia
sexualis, celebérrimo
tratado sobre perversiones de carácter psico-sexual escrito por el
psiquiatra alemán Richard von Krafft-Ebing en 1886. Esta obra
inspiraría el disco homónimo de Whitehouse, centrado en algunos de
los más famosos serial
killers del S. XX.,
que a su vez sirvió de base al inefable Miguel Ángel Martín para
su cómic Psychopathia
sexualis (1992), verdadero hito de la historieta extrema en nuestro país.
** T.
W. Adorno, Prismas.
Crítica cultural y sociedad.
***
Sade considera que el individuo no puede entablar más que relaciones
artificiales e inauténticas con los otros. El hombre nace sólo y se encuentra permanentemente aislado. Siempre preferirá aquello que redunde en su propio beneficio o
placer, aunque sea a expensas de los demás. Dice Blanchot:
“No importa que tenga que comprar el más insignificante goce con
un inaudito conjunto de fechorías, ya que el goce me halaga, está
en mí, mientras el efecto del crimen no me afecta, está fuera de
mí”.
**** M.
Blanchot, Lautreamont
y Sade.