sábado, 19 de enero de 2013




GNOSIS SADIANA / ILUMINISMO SÁDICO





Si el conocimiento ha terminado por convertirse en un crimen, lo que se llama crimen debe contener aún la clave del conocimiento. (P. Klossowski)




     ¿Qué lugar ocupa la Razón en la obra de un genuino vástago de la época de las Luces como el marqués de Sade?
Georges Bataille, desde La literatura y el mal, traza un ingenioso esquema donde conecta el deseo con la frialdad analítica propia del iluminismo. Con ello trata de desentrañar la incomunicable experiencia interior del libertino sadiano. A la luz de este esquema, toda indagación objetiva acerca de la perversión sexual (de su razón de ser y de sus causas) resultaría superficial e incluso inane*. El análisis puramente racional carecería de los principales elementos de juicio que podrían esclarecer la verdad profunda de los comportamientos desviados. Ahora bien, tales elementos de juicio los proporciona el deseo, irracional e impulsivo en esencia; de ahí que esa verdad profunda no pueda conceptuarse ni expresarse en términos racionales. El autor de Las 120 jornadas de Sodoma, sin embargo, pudo vislumbrarla parcialmente al permanecer encarcelado tanto tiempo. Segun Bataille, el hecho de sufrir una reclusión tan prolongada lo convirtió en un ser especialmente reflexivo, pero también alimentó su pantagruélico deseo hasta extremos inauditos. Un deseo constantemente ofrecido a su reflexión.
     El problema de la interpretación de Bataille estriba en su concepción de la gnosis sadiana, asimilada en exceso a su propia intuición de la conciencia erótica. En efecto, a la hora de formular el ideal filosófico de Sade, garantizado por la hipertrofia del intelecto y el deseo exasperado, Bataille sigue al dedillo la tesis central de La parte maldita, donde entran en juego sus nociones de continuidad y transgresión. Ambas nociones se traducen ahora conjuntamente por el “desencadenamiento de la sensualidad”, que libera al individuo de las trabas de la moral y de las convenciones sociales.

     El desencadenamiento es siempre la ruina de un ser que se ha dado a sí mismo los límites de las conveniencias. La sola puesta al desnudo es ya ruptura de esos límites (es el signo del desorden que reclama el objeto que a ello se entrega). El desorden sexual descompone las figuras coherentes que nos establecen ante nosotros mismos y ante los otros, como seres definidos (las hace resbalar hacia un infinito, que es la muerte).

     El anhelo último del espíritu sadiano coincidiría con la quimérica aspiración del verdadero filósofo: la unidad del sujeto y el objeto. Bataille acepta la analogía que propone Klossowski a propósito del idealismo de Sade: así como el devoto toma conciencia de sí mismo ante Dios, el libertino no toma conciencia de sí mismo más que por medio de “lo que exaspera su virilidad”. Ahora bien, a diferencia del hombre piadoso, que recibe su objeto de adoración tal y como es, el sádico que concibe su vida como puro frenesí (lo que garantiza el encuentro interior) necesita modificar el objeto de deseo, transformarlo, destruirlo. De esta forma, se desdibujan los límites entre los seres y se recupera el movimiento esencial que animaba la prístina experiencia sacrificial, la comunión con lo indiferenciado, con la muerte.
     La vida cotidiana, el mundo del cómputo, de los preceptos y de los hábitos, nos encadena a las cosas, vulnera nuestros instintos animales (que persiguen ciegamente la ruptura de todos los límites) y nos asemeja al útil, al instrumento que cumple una función específica en un contexto de trabajo y actividad productiva. El ímpetu sacrifial, por el contrario, nos libera de nuestro sometimiento a los objetos y al orden social; desata los nudos que nos ligan a la moral y al decoro.
     ¿En qué consiste este desencadenamiento del sacrificio? Bataille cree que el sujeto únicamente podrá desarticular el ámbito las cosa finitas -que lo absorbe a él mismo, cosificándolo-, no por medio de la aniquilación de éstas (pues no pueden desaparecer, sólo cambian), sino mediante la aniquilación de un ser semejante a sí mismo, que de este modo accede a la esfera impensable de la continuidad.
     Ni que decir tiene que este Sade parece más un místico o un filósofo idealista heterodoxo que ese heraldo del materialismo ateo (emancipador e ilustrado) que muchos ven en él. Michel Foucault interpreta el sentido de la obra de Sade en una línea parecida. Su “pensamiento del afuera”, por ejemplo, una suerte de trance que recuerda a la experiencia extática analizada por Bataille en la Suma atheológica, tiene en Sade a uno de sus referentes principales. Este “pensamiento hecho trizas” ha nacido en “esa tradición de pensamiento místico que, desde los tiempos del seudo Dionisio, acecha los límites del cristianismo: quizás sobrevivió alrededor de un milenio en las distintas formas de teología negativa” (El pensamiento del afuera). Sade entroncaría, paradójicamente, con esa tradición al concebir un pensamiento que hace estallar al sujeto en la actividad erótica. La efervescencia del deseo aparece en toda su crudeza, sojuzgando implacablemente a la conciencia que los filósofos de la modernidad entronizaron.
     ¿Es ésta una lectura fiel o, cuando menos, verosímil, del vidrioso ideario de Sade? Hablamos del autor de Las 120 jornadas de Sodoma, libro que según Bataille “nadie puede terminar de leer sin sentirse enfermo”; el escritor que ensalzó sin pudor ni reservas el crimen y el abuso; el apologeta del Mal terrenal y metafísico. ¿Puede la descripción gráfica y continuada de la reducción del hombre a la condición de objeto utilizarse con el fin de expresar ese desencadenamiento emancipador? El texto nos descubre las mil y una formas de cosificar al otro, pero el autor, al parecer, pretende elucidar el desprendimiento del yo que acaece en el sacrificio, el acto liberador por excelencia.
     Frente a esta interpretación, tan discutible como sugestiva, se alza otra que ve en la filosofía de Sade una pieza clave para el desarrollo de la dialéctica del iluminismo, un verdadero acicate para la “ilustración total”. Hablamos, claro está, del memorable excursus que Horkheimer y Adorno dedicaron al magisterio de Juliette, perfecto epítome del más excelso libertinaje.
     Para Horkheimer y Adorno, los escritos del marques de Sade no dejan de ser un vehemente canto al espíritu de la ilustración: la aspiración a la completa autonomía del entendimiento, que sólo atendería a la razón normativa. El sueño ilustrado de Kant, “el entendimiento sin la guía del otro”, permanecería como substrato inamovible del texto sadiano. La conversión del pensamiento en órgano del cálculo y la planificación iría en paralelo a la transformación de los hombres en simple material, “como lo es la entera naturaleza para la sociedad”. Un material que los poderosos pueden manipular y modificar a su antojo. La Razón, al ser concebida como orden y sistematización, como el modelar la materia sensible según pautas prefijadas, siempre se asociará con el Poder.

     El espíritu ilustrado es enemigo de la autoridad sólo cuando ésta carece de fuerza para obligar a la obediencia; es enemigo del poder que no es tal.

     La razón se transforma en funcionalidad pura, “sin finalidad”, toda vez que los ideales de perfección y armonía abandonan el reino celeste de los paradigmas platónicos y pueden al fin ser pensados como sistema, como unidad metódica. De este modo, es ratio moderna, neutra y abstracta, gélida, amoldable a cualquier fin y distante de todos los afectos; una ratio que no ha de estar necesariamente más ligada a la moralidad que a la inmoralidad. El libertinaje más refinado hace un buen uso de ella. Desdeñoso e indiferente respecto a la alegría que brota del goce, se considera incluso enemigo de la delectación alcanzada en la pleamar de la pasión criminal. Clairwil, la amiga de Juliette, personaje “quintaesencial” de Sade, defiende  la apatía como ingrediente fundamental de la transgresión: “Mi alma es dura y estoy muy lejos de creer que la sensibilidad sea preferible a la feliz apatía de que gozo...”.
     Esta apatía que ensalza el libertino racionalista ha terminado instalándose cómodamente en la moral sexual burguesa, como brillantemente anunció Adorno desde su estudio sobre Huxley y los Estados Unidos:

     El sexo se hace indiferente e irrelevante precisamente por la institucionalización de la promiscuidad, y hasta la ruptura con la sociedad -o lo que antes lo era- queda instalada en la sociedad misma. Se desea la descarga fisiológica como elemento de higiene, y la carga emocional que pueda representar se siente como desperdicio de energía sin utilidad social. Lo que hay que evitar a toda costa es dejarse llevar por la emoción. La ataraxia se impone a toda reacción. Y al dirigirse contra el Eros se vuelve inmediatamente contra lo que en otro tiempo fuera su bien supremo, la eudaimonía subjetiva por servir a la cual se exigía inicialmente la eliminación de las emociones.**

     Bataille tiene también muy en cuenta al personaje de Clairwil, sobre todo por lo que tiene de sublimación del sadismo. En El erotismo, perfecciona su tesis sobre el ideal sadiano (un tanto esquemática en La literatura y el mal) recrudeciendo el sentido de la continuidad del ser, que ahora se convierte en un pandemónium inacabable (“el triunfo de la muerte y el dolor”).
     La apatía, según Bataille, es el “momento supremo”; no sólo representa la toma de conciencia plena de la “soledad ontológica” del individuo (el principio fundamental de la doctrina sadiana para Maurice Blanchot), en virtud de la cual “el mayor dolor de los demás siempre cuenta menos que mi placer” ***, sino que además comprime la energía necesaria para el ejercicio del mal. Esta energía suele derrocharse inútilmente en los cuidados y las atenciones hacia nuestros semejantes, en el cultivo de las virtudes, en el amor al prójimo y a Dios; pero también se malgasta dejándonos llevar por nuestros impulsos animales, recorriendo la extenuante senda del vicio. El desenfreno inconsciente siempre será impugnado por el libertinaje elitista que defiende Clairwil. El depravado insensible es su arquetipo, racional y calculador hasta el delirio. Una figura monstruosa que obsesiona a Blanchot y a Bataille:

     El crimen importa más que la lujuria; el crimen a sangre fría es superior al crimen ejecutado en el ardor de los sentimentos; pero el crimen “cometido en el endurecimiento de la parte sensitiva”, crimen sombrío y secreto, importa más que todo, porque es la acción de un alma que, habiéndolo destruido todo dentro de sí misma, ha acumulado una fuerza inmensa, que se identifica completamente con el movimiento de destrucción total que prepara. Todos aquellos grandes libertinos, que no viven más que para el placer, sólo son grandes porque han aniquilado en sí toda capacidad de placer. Por eso se entregan a espantosas anomalías; en caso contrario, la mediocridad de las voluptuosidades normales les bastaría. Pero se han hecho insensibles: pretenden gozar de su insensibilidad, de esa sensibilidad negada, anonadada, y se vuelven feroces. La crueldad no es más que la negación de uno mismo, llevada tan lejos que se transforma en explosión destructora; la insensibilidad, dice Sade, se vuelve estremecimiento de todo ser: “El alma llega a una especie de apatía que se metamorfosea en placeres mil veces más divinos que los que les procuraban las debilidades”.****

    
      Bataille cierra el círculo: la negación ilimitada del otro termina con la negación de uno mismo. Si el principio sadiano de la soledad absoluta del hombre puede ser relativizado (pues impide en cierto sentido que la experiencia sacrificial se dé plenamente -sacrificar lo semejante-), no ocurre lo mismo con el principio del goce insensible. Bataille ve en la exaltación de la apatía la consumación del proyecto sadiano: el abrazo del Mal, la plena adhesión a la perversidad. La apatía trasciende el egoísmo personal y permite pensar la continuidad originaria como un movimiento de destrucción infinita. “¿Hay algo más perturbador -pregunta Bataille- que el paso del egoísmo a la voluntad de consumirse a su vez en la hoguera que encendió el egoísmo?”.
     Este Sade no se encuentra demasiado alejado del que Klossowski asocia con los carpocracianos, la secta gnóstica que divinizó el orgasmo (liberador de la “luz celeste”) en aras de una redención asegurada por el ejercicio constante de la iniquidad. El Sade de Bataille también habla del acceso a esa inmensidad (la eterna destrucción) que trasciende el orden natural mediante la continua transgresión del orden moral.
     El iluminismo sádico no puede, empero, llegar a subsumirse en la gnosis sadiana. Es una píldora demasiado dura de tragar. Parece como si Bataille, al intentar “mirar de frente a aquello que le espanta” quedara embelesado con sus propios fetiches conceptuales. Entre tanta autocomplacencia no cabe espanto ninguno. Horkheimer y Adorno llegan mucho más lejos en este sentido. La lectura de La dialéctica de la ilustración resulta por momentos pavorosa. “Fragmentos desesperados”, así definió Habermas la obra. Como exegetas, sin embargo, todos fracasan. “Sea cual sea el aspecto bajo el cual se le aborda [a Sade], siempre se nos habrá escabullido”, dice Bataille atinadamente.
     Para Michel Foucault, Bataille nos descubre en El erotismo a un Sade “más próximo y más difícil”. Ahora bien, quien realmente aparece así a nuestros ojos es Bataille mismo. Sus comentarios acerca de Sade son valiosos en tanto que ilustran, antes que nada, cuán lejos puede llegar su propia doctrina acerca de la soberanía.
     La conclusión parece clara: el intérprete de Sade  no sólo ha de renunciar a la ilusión de una exégesis definitiva, del todo imposible, sino que también debe tomar conciencia de que el objeto de sus (infructuosos) análisis, un corpus descomunal e inabordable -en todos los sentidos-, siempre desvelará los presupuestos teóricos más recónditos del inquisidor. En otras palabras: los textos de Sade dejan en evidencia a quien trata de explicarlos, descubren la verdad íntima de su pensamiento. De este modo, gracias a Sade, la filosofía del absurdo de Albert Camus se revela como un modelo de racionalidad y mesura (El hombre rebelde); gracias a Sade, el pensamiento acéfalo del primer Klossowski exhibe su matriz -y testa- teocéntrica... etc.  Y también gracias a Sade ciertas teorías transgresoras (las interpretaciones de Bataille o Foucault, por ejemplo) acaban derivando en una suerte de idealismo romántico; negro como el hollín, sí, pero romántico al fin y al cabo. Algo sorprendente, como que la más gemebunda de las filosofías (La dialéctica de la ilustración) rezume lucidez por los cuatro costados.




* Bataille pone como ejemplo el Psychopatia sexualis, celebérrimo tratado sobre perversiones de carácter psico-sexual escrito por el psiquiatra alemán Richard von Krafft-Ebing en 1886. Esta obra inspiraría el disco homónimo de Whitehouse, centrado en algunos de los más famosos serial killers del S. XX., que a su vez sirvió de base al inefable Miguel Ángel Martín para su cómic Psychopathia sexualis (1992), verdadero hito de la historieta extrema en nuestro país.

** T. W. Adorno, Prismas. Crítica cultural y sociedad.

*** Sade considera que el individuo no puede entablar más que relaciones artificiales e inauténticas con los otros. El hombre nace sólo y se encuentra permanentemente aislado. Siempre preferirá aquello que redunde en su propio beneficio o placer, aunque sea a expensas de los demás. Dice Blanchot: “No importa que tenga que comprar el más insignificante goce con un inaudito conjunto de fechorías, ya que el goce me halaga, está en mí, mientras el efecto del crimen no me afecta, está fuera de mí”.

**** M. Blanchot, Lautreamont y Sade.


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