INTERIORIDAD
SIN OBJETO
LA
CRÍTICA DE THEODOR W. ADORNO A LA “PSICOLOGÍA” KIERKEGAARDIANA
Si
consideramos el instante como la puerta temporal que permite
acceder a la auténtica trascendencia (inaprehensible para una
conciencia objetiva(dora)), la subjetividad que pueda apropiárselo
debe concebirse como una instancia en alguna medida homogénea
respecto de esta trascendencia. Esto quiere decir que por fuerza ha
de carecer de núcleo o naturaleza hipostática, lo cual le
aseguraría la ductilidad necesaria para adaptarse al éxtasis del
instante.
Al
principio del tercer capítulo de El concepto de la angustia,
Kierkegaard asocia su idea de la angustia (el vértigo a la
libertad engendrado por la nada) con la irrupción del instante en la
vida espiritual del sujeto. En anteriores análisis la angustia
surgía como mera proyección del espíritu -fundamentalmente vacía
pero determinante respecto a la aparición del salto cualitativo-.
Ahora el espíritu se concreta definitivamente mediante su
encarnación temporal: la angustia es el instante en la vida del
individuo, es la cisura que permite el despliegue de la auténtica
subjetividad. El instante es de este modo lo que posibilita el salto
cualitativo (que emerge siempre con la angustia); salto que resulta
inexplicable, y que únicamente puede abordarse (y tangencialmente)
mediante la ambigua psicología que esta obra trata de desarrollar.
Ahora
bien, ¿Cuál es la auténtica índole de su método analítico?
¿De qué tipo de psicología estamos hablando? Desde luego, de
ninguna que tenga que ver con la psicología científica tradicional.
Su objeto de estudio, por otro lado, es aquello que “no tiene
domicilio propio en ninguna ciencia”: el pecado.
Al
pecado, según nuestro autor, le corresponde “la seriedad de la
existencia”. Se trata de un “estado” irreductible, que no puede
explicarse echando mano de definiciones negativas como “carencia”
o “debilidad”; es, por el contrario, “lo positivo” en el
individuo que se encuentra delante de Dios. De este modo, se
alude al pecado como aquello que aparece vinculado a la realidad
concreta del individuo. La Lógica, la Ética y la Dogmática
especulativa no pueden escrutar su sentido ni su naturaleza, pues “el
pecado es objeto de la predicación, en la cual el individuo habla
como individuo al individuo”. La psicología Kierkegaardiana
atiende a estos presupuestos y se escora hacia una Teología no
contaminada por la especulación idealista (que no confunde el logos
cristiano –el Verbo encarnado- con el logos idealista de
raíz griega, por ejemplo). La opacidad del concepto de pecado y su
conexión con la esfera de la realidad individual precisan de un
enfoque ajeno a cualquier pretensión de cientificidad.
Th.
W. Adorno, desde las páginas de su tesis doctoral Kierkegaard,
construcción de lo estético, cuestiona el título de
“fenomenología” bajo el cual suele encuadrarse el análisis
“psicológico” de Kierkegaard: “pues toda fenomenología trata
de constituir la ontología mediante la ratio autónoma, sin
mediación alguna. Pero la psicología de Kierkegaard sabe de
antemano que la ontología está oculta a la ratio”. La
crítica de Adorno, que pretende combatir el “idealismo de la
interioridad” del pensador danés descubriendo sus fundamentos
ocultos, parte de la premisa de que toda su obra se embarca en la
búsqueda de una ontología trascendente. No cabe duda, empero, de
que, conceptualizada de este modo, su interpretación desvirtúa
parcialmente el sentido eminentemente teológico de la producción
kierkegaardiana. Según Adorno, las investigaciones que Kierkegaard
efectúa acerca de la angustia y la desesperación conforman una
psicología de los “afectos” que trataría de captar los
destellos de un “sentido” diluido en el transcurso de la
historia. Adorno haría referencia al desarraigo espiritual del mundo
moderno y el sacrificio de la fe a manos de la misma cristiandad,
algo que denunció Kierkegaard en su trabajo postrero. La pérdida de
este sentido vendría entonces a significar el advenimiento del
nihilismo, ya intuido por Kierkegaard en su refutación del principio
de identidad fichteano.
Sin
embargo, Adorno cree percibir un movimiento antinómico dentro del
esquema de la dialéctica kierkegaardiana de la subjetividad:
“Kierkegaard concibe contradictoriamente el sentido como algo que
recae radicalmente en el yo, en la pura inmanencia del sujeto, y a la
vez como trascendencia perdida, inalcanzable”. Esta proposición,
de por sí discutible (pues encuadra la problemática kierkegaardiana
en el contexto de la gnoseología idealista), no puede sostenerse
cuando identifica esa “trascendencia inalcanzable” con la “cosa
en si” en sentido kantiano. Adorno lo plantea así: si en un primer
momento Kierkegaard acepta la crítica de Fichte a Kant (lo que para
Adorno significa que Kierkegaard haga de la subjetividad libre y
activa “substrato de toda la realidad”), posteriormente, y
“tentado” por la cuestión de la “realidad en sí”, introduce
la mala conciencia en su doctrina de la interioridad: el yo continúa
siendo absoluto pero se
encuentra ahora huérfano de sentido.
“El
idealista que se propuso reducir ‘la realidad a lo ético’[comenta el pensador germano a propósito de Kierkegaard], esto
es, a la subjetividad, es a la vez el enemigo mortal de toda
afirmación de una identidad de lo interior y lo exterior”. Adorno
explica la irrupción de esta bien sui generis conciencia
desdichada en la subjetividad como una tensión paradójica inherente
a la interioridad. El yo se encuentra desgarrado por inclinaciones
contrapuestas: al tiempo que despliega su dialéctica inmanente (la
que corresponde, en palabras de Adorno, a una “interioridad sin
objeto”), se duele por la nostalgia del fundamento que lo ha
abandonado. De ahí, que Adorno perfile la interioridad
kierkegaardiana como un amasijo hipostático dominado por ambas
inclinaciones: “los momentos contradictorios en la concepción
kierkegaardiana del sentido, del sujeto y del objeto no aparecen
separados unos de otros. Se hallan entrelazados unos con otros. Su
figura se llama interioridad. En La enfermedad mortal, ella es
deducida, como substancialidad del sujeto, directamente de la
inconmensurabilidad con el exterior”. A continuación, para
justificar lo dicho, Adorno recurre a un pasaje de la obra mentada
que reza lo siguiente:
Sí,
no hay nada [exterior] que le “corresponda”, puesto que un
exterior que correspondiera a una reclusión sería una flagrante
contradicción. La correspondencia es cabalmente revelación. Por eso
lo exterior es aquí completamente indiferente, ya que lo que aquí
se ha de mantener a todo trance es esa reclusión o esa interioridad
de la que se puede decir que ha perdido la llave de la cerradura.
El problema es que
con este texto Kierkegaard trata de ejemplificar la actitud del
desesperado hermético, el cual encarna precisamente la forma de
desesperación que se atribuye al idealista teórico: la
desesperación de la obstinación, o del querer uno ser sí mismo.
Huelga decir que tal pasaje no ilustra, en modo alguno, el concepto
general de interioridad manejado por nuestro pensador, tan sólo una
de sus posibles formas de desesperación. Con
todo, Adorno insiste en su línea interpretativa: declara que si el
idealismo de Fichte brota del centro de la espontaneidad del yo, en
Kierkegaard “el yo es reenviado a sí mismo por las fuerzas de la
alteridad”. Lo fundamental para Adorno es convertir la crítica al
idealismo del filósofo danés en un solipsismo hermético que,
mediante una dialéctica inmanente, avance en busca del sentido que
los “afectos” intuyen, añorantes, en la exterioridad. Ahora
bien, según Adorno esta dialéctica sólo encuentra el sentido
dentro de sí misma, aunque sin identificarse con él.
Kierkegaard
ni es un filósofo de la identidad ni reconoce un ser positivo
transcendente a la conciencia. Para él, el mundo de las cosas no es
ni propio del sujeto ni independiente de este. Mejor dicho: queda
suprimido. Solamente ofrece al sujeto la mera “ocasión” para la
acción, la mera resistencia para el acto de fe. En sí mismo es algo
accidental y de todo punto indeterminado. No le cabe participar del
“sentido”. No hay en Kierkegaard un sujeto-objeto en el sentido
hegeliano, como tampoco objetos que tengan un ser; sólo hay
subjetividad aislada, cercada por la oscura alteridad. Pero solo
pasando por encima de su abismo es capaz de hallar participación en
el “sentido”, el cual rehúsa su soledad. En el impulso hacía la
ontología transcendente, la interioridad entabla esa “lucha
consigo misma” de la que Kierkegaard informa como “psicólogo”.
En realidad, la
doctrina Kierkegaardiana queda inevitablemente distorsionada cuando
se la sitúa en un ámbito de reflexión gnoseológico o puramente
filosófico. Su impugnación del idealismo alemán tiene como
objetivo llegar a vislumbrar la esfera de la trascendencia; esa que
la especulación idealista inhumó bajo capas de
desarrollos lógicos “unificadores”, los que lograron la
identidad entre el yo y la exterioridad. Su labor se centra en romper
esa estrecha ligazón entre el ser y el pensamiento. El yo
kierkegaardiano no es de ninguna manera ese “espíritu que elimina
la trascendencia divina en la medida en que constituye
dialécticamente desde sí mismo a Dios y su necesidad” del
que nos habla un exegeta de Adorno*, sino la conciencia que al
autoconstituirse descubre tanto su carácter fáctico como el hecho
de “ser deudor”, en palabras de Heidegger. Este es el auténtico
sentido de la crítica de Kierkegaard a Fichte (que aparece en su
primera obra importante, Sobre el concepto de ironía),
incomprensiblemente utilizada por Adorno para hacer del pensador
danés un fichteano que reniega de tal título:
...esta
infinitud del pensamiento fichteana es, como toda infinitud en Fichte
(su infinitud moral es la permanente aspiración por la aspiración
misma, su infinitud estética es un permanente producir por el
producir mismo, la infinitud de Dios es permanente evolución por la
evolución misma), una infinitud negativa, una infinitud en la que no
hay ninguna finitud, una infinitud desprovista de todo contenido.
Infinitizando de este modo el yo, Fichte impuso un idealismo que
hacía palidecer a toda realidad, un acosmismo que hacía que su
propio idealismo se volviese realidad, pese a no ser otra cosa que
docetismo. Con Fichte, el pensamiento se hizo infinito la
subjetividad llegó a ser una negatividad infinita y absoluta, puja y
tensión infinita... pero lo infinitizó de manera negativa, y lo que
obtuvo entonces fue sabiduría en lugar de verdad, no una infinitud
positiva, si no una infinitud negativa en la infinita identidad del
yo consigo mismo.
La desdichada
“interioridad sin objeto” de Kierkegaard renuncia en primer lugar
a la objetivación para sortear la posibilidad de acabar siendo ella
misma un objeto. El yo que existe no puede homogenizarse con el
exterior precisamente en tanto que existe. La ontología
fundamental que según Adorno persigue Kierkegaard es incapaz de
satisfacer la exigencia de verdad kierkegaardiana al ser pensada como
garantía de sentido desde un prisma idealista. De hecho, la
dialéctica de la interioridad es asimilada por Kierkegaard al mismo
existir, a la búsqueda apasionada de un sí mismo que se
auto-realiza verdaderamente en el instante de la repetición.
Será entonces cuando el
yo tome conciencia del Poder que lo sostiene y de lo que implica el
manejar con mano segura su propia existencia (el asegurarse la
repetición). Según Adorno, esta dialéctica inmanente se despliega
“entre la subjetividad y su ‘sentido’, el que ella contiene en
sí sin identificarse con él, como tampoco éste se identifica con
la inmanencia de la interioridad”. Ahora bien, es evidente que para
Kierkegaard el sentido que anhela la conciencia ni se encuentra en
ella misma ni puede conceptuarse especulativamente: es la
contemporaneidad con Cristo. Se trata de la premisa teológica que
guía el desenvolvimiento de la interioridad kierkegaardiana y que no
puede parangonarse legítimamente con ningún principio filosófico
ni con ninguna cosmovisión. Sólo cuando el yo se sepa ante Dios y
se haga contemporáneo de Cristo instaurará en sí el “sentido”
perdido.
*Vicente Gomez, El pensamiento estético de Theodor W. Adorno (Universitat de València, 1998)