domingo, 18 de noviembre de 2018

EL MAL DE LA AURORA



    Los cantos de Maldoror representan, como es sabido,  una de las cumbres del bizarre, de la imaginación macabra  y del proto-surrealismo. Pero hay algo en esta obra que trasciende esos clichés y le otorga una profundidad inusual en su retrato de los conflictos primarios del subconsciente y las convulsiones del alma humana. Siglo y medio después de su publicación, sigue siendo un sulfuroso tratado sobre la iniquidad y el sufrimiento que no ha perdido su poder corrosivo ("lava líquida", según el gran León Bloy); perturba aún en su hiperbólica representación del hombre herido metafísicamente, que supura blasfemias y desacraliza la naturaleza por medio de la tortura y el crimen ritualizados; y sigue pareciendo, desde luego, radicalmente moderno: sus angulosos recursos expresivos, esa áspera sensibilidad lírica que contempla la inmundicia y lo nauseabundo como si fuesen materiales poéticos nobles... Todo esto, efectivamente presente y determinante en la obra de Isidore Ducasse, no confluye y cristaliza en ese panegírico al mal que muchos han querido ver en ella. Desde luego, nos encontramos ante una oda al mal, pero de dudoso carácter laudatorio; especialmente si pensamos a esa concepción unilateral del mal que lo reduce a desviación de la norma u obcecada ruptura del tabú (sea éste impuesto por la naturaleza, por Dios o por la moral convencional).
    Maldoror es el héroe vesánico que afrenta al cielo como repuesta a su impiedad. Afanado en corromper inexorablemente la inocencia, es un ente de maldad químicamente pura que vive  estrangulado por el remordimiento y la congoja. Se trata de la interferencia de movimientos centrífugos -uno hacia arriba, otro hacia abajo- de la que hablaba Sartre a propósito del conflicto moral baudelariano, la lucha constante entre la pulsión tanática y la aspiración sublime, que, lejos de representar el choque de dos fuerzas impenetrables, revela a cada una de ellas como suelo nutricio de la otra. Así, descubriendo el remordimiento como "raro ingrediente del placer" (Baudelaire dixit), y desatando la catarsis emocional que sigue al ejercicio de la crueldad, nuestro héroe se sitúa en el plano opuesto al ocupado por los libertinos de Sade, de espíritu romo (carente de  realces, de aristas)  y férrea autoconvicción. Tampoco guarda conexión alguna con el transhombre Niztscheano, libre de rémoras morales, y, por lo tanto, paradójicamente puro e inocente a perpetuidad.
    Los Cantos despliegan, además, un vitriólico mosaico de turbadoras fórmulas plásticas, que evidencia el íntimo engarce entre escritura y contenido, una coherencia absoluta entre su expresión, cambiante y desarticulada, y el universo en descomposición que retrata. Es un bestiario grotesco, enmarcado en paisajes de pesadilla, que canta a la sinrazón y al desgarramiento interior del hombre. Todo esto la convierte en una obra sin igual en la historia de la literatura, y autoriza a afirmar que las comparaciones con otros hitos de la transgresión como el Juliette de Sade, o Así Habló Zarathustra de Nietzsche son poco menos que arbitrarias. Sí que estaría, por el contrario, espiritualmente emparentada con obras como Las Flores del mal, Una temporada en el infierno, o A Contrapelo, en las cuales se aborda una visión integral de los sinuosos vínculos entre la  perversidad y la voluntad de un Yo poético siempre poliédrico y torturado, que es fiel reflejo del spleen reinante y de la angustia fin de siècle.
    "El remordimiento es la única pasión que el siglo XIX sintió con sinceridad", dijo Paul Claudel. Cuesta creer que no tuviera a todas esas obras en mente cuando hizo esa afirmación.
Baudelaire plasmó en su poesía un sentimiento de desolación tan intenso, procedente de ese  pathos atormentado, que no extraña que lo pudiese concebir eterno, perdurable incluso después de la muerte (su poema Remordimiento póstumo). En Las Flores del mal, El  arrepentimiento deriva no tanto de una inveterada inclinación masoquista cuanto del intento de justificar y dar cuenta del sufrimiento existencial.

                ¿Podemos sofocar el viejo, el largo Remordimiento,
                que vive, se agita, se enrosca
                y se alimenta de nosotros como el gusano de los muertos,
                como de la encina la oruga?
                ¿Podemos sofocar el implacable remordimiento?*

    En Los cantos de Maldoror este sentimiento aparece también en incontables ocasiones. En el primer Canto, Maldoror tortura a un niño y siente después la imperiosa necesidad de consolarle, deleitándose con  el morboso goce de la contrición. "¡Qué auténtico es entonces el arrepentimiento! la chispa divina que brilla en nosotros, y que tan raras veces se muestra, aparece".
    Otro ejemplo sería el terrible episodio que  tanto impacto causó a  J. K. Huysmans (como sabemos por sus cartas), en que el joven Maldoror y su perro de presa violan a una niña, la cual será posteriormente destripada; cuando Maldoror rememore años después su "hazaña", caerá desfallecido presa de la aflicción.
     La pesarosa conciencia del mal toma la forma de un fantasma amarillento que pretende atormentar a Maldoror. Éste no dudará en arrancarle la cabeza y roérsela de forma compulsiva, esforzándose por hacerle sentir un dolor análogo al que provoca la carcoma del remordimiento.
    Maldoror, el singular, el rebelde luciferino, es la encarnación del Mal absoluto. Si quiere degustar el espeso néctar de la contrición necesitará llevar a cabo acciones de inconcebible vileza, proporcionales a la magnitud de los sufrimientos requeridos. La degradación, la destrucción irremediable de la inocencia se hará, pues, necesaria en su enloquecida y negra búsqueda mística. Maldoror es la abyección pura; el asesino de ángeles, heraldos del Creador.

                El ángel pierde su energía y parece presentir su destino. Sólo
                lucha débilmente y se adivina ya el momento en que su adversario
                podrá besarle a su guisa, si es lo que desea. Pues bien, ha llegado
                el momento. Oprime, con sus músculos, la garganta del ángel, que
                no puede ya respirar, y le inclina el rostro apoyándolo sobre su odioso
                pecho. Se conmueve, por un instante, ante la suerte que aguarda a ese
                ser celestial, que de buena gana habría convertido en su amigo. Pero  dice
                que es el enviado del Señor ye contener su enojo. Ya está; algo horrible
                va a regresar a la jaula del tiempo. Se inclina y posa su lengua, empapada
                en saliva, en aquella mejilla angélica que lanza miradas suplicantes.
                Pasea por algún tiempo la lengua por esa mejilla. ¡Oh!... ¡Mirad! ¡Mirad
                pues!... ¡la mejilla se ha vuelto negra como el carbón! Exhala miasmas
                pútridos. Es la gangrena; no cabe ya duda. El corrosivo mal se extiende
                por todo el rostro y, desde allí, ejerce su furia sobre las partes bajas; pronto
                el cuerpo no es más que una vasta llaga inmunda.


    Albert Camus encuentra en estas perturbadoras y, al tiempo, fascinantes imágenes ese sentimiento convulso al que nos venimos refiriendo, en el cual se cifra la dolorosa complejidad de un alma que prefiere abrazar la sinrazón  antes que padecer la "nostalgia de Absoluto". En El hombre Rebelde el pensador argelino advierte con lucidez la naturaleza de la empresa de Maldoror: "El programa consiste en hacer sufrir y en sufrir al hacerlo". Esto conducirá a "una evasión, más allá de las fronteras del ser" con visos de inmersión en la viscosidad primigenia (reflejada en el célebre acoplamiento con el tiburón).

                Quienes se ven  rechazados de la patria armoniosa en la que la
                justicia y la pasión se equilibran finalmente, prefieren todavía a
                la soledad los  reinos amargos en que las palabras ya no tienen
                sentido, en que reinan la fuerza y el  instinto de criaturas ciegas.
                este desafío es, al mismo tiempo, una  mortificación. La lucha con
                el ángel del canto II termina con la derrota y la putrefacción del ángel.
                Cielo y tierra se reducen y se confunden entonces en los abismos
                líquidos de la vida primordial. Así, el hombre tiburón de los Cantos
                "no había adquirido el nuevo cambio de las extremidades de los brazos
                y las piernas sino como castigo expiatorio de algún crimen desconocido".
                Hay, en efecto, un crimen, o la ilusión de un crimen en la vida mal
                conocida de Lautréamont. Ningún lector de los Cantos puede dejar de
                pensar que a este libro le falta una Confesión de Stavroguin.

    Para Camus, las Poesías de Lautréamont (tan desconcertantes, antagónicas en todos los sentidos a los Cantos) redoblarían ese afán de expiación cumpliendo un movimiento que llevan a cabo muchas rebeliones: el retorno a la razón tras la abrupta marcha por los senderos de la negación absoluta.
Se trata, ciertamente, de una obra que genera escasas simpatías debido al exacerbado rigorismo moral y a la solapada apología del orden burgués. Una pirueta que Camus califica de trivial y a la que desdeña, quizás de forma desmesurada, por exhibir, según él,  el más barato de los conformismos.
    Maurice Blanchot, por su parte, muestra más interés en  las fulgurantes soluciones formales del libro que en su propio tuétano dramático. De hecho, subordina todo el contenido psicológico al ideario estético Lautreamontiano, que perseguiría la refundación del género novelístico.
Desde Falsos Pasos, Blanchot apela al propio dictum del autor, el cual, parece que no ha sido aún tomado en serio: "Esperando ver prontamente, un día u otro, la consagración de mis teorías, aceptadas por tal o cual otra forma literaria, creo al fin haber encontrado, tras algunos intentos, una fórmula definitiva. ¡La mejor: la novela!".  Lautréamont  habría pretendido expurgar a la novela de todo elemento accesorio, liberándola de diversas servidumbres: "una de las mayores bellezas del Maldoror nace de este esfuerzo oculto por conseguir una especie de libro puro y modélico, obra digna del nombre de novela y, a la vez, carente de convenciones ordinarias, tradicionales facilidades".
    De esta guisa, los Cantos podrían ser considerados como un antecedente remoto de la novela posmoderna, ya que "su tema principal sería su creación en tanto que tal". Es por esto que ni las acciones, ni los personajes, ni los resortes psicológicos que animan a estos y desencadenan a aquéllas son tomados en consideración por Blanchot. En realidad, por más que todo esto no sea sino una rememoración algo tópica del programa esencial  del simbolismo, decidido a establecer un sistema de puros valores verbales (el recurso a la verosimilitud o a la psicología desaparece, eclipsados ambos por la propia textualidad lírica, que tanto puede imponer una nueva visión de la realidad valiéndose de la sinestesia, como embarcarse en la búsqueda del Absoluto exhortando al desarreglo de todos los sentidos), Blanchot persigue la vuelta de tuerca exegética: trasplantar los conflictos representados por el personaje -de orden psicológico- al campo de ideas estético.
    Así, los Cantos expresarían la lucha entre ese mal que  todo lo destruye (el mismo Maldoror) y el tiempo -narrativo- en el cual se lleva a término su acción, de una prodigiosa vivacidad (casi "un exceso de lo real"). La indagación metatextual se impone, pues, a la enjundia metafísica de la obra, a despecho de reconocer en último termino lo fundamental: el sentimiento de angustia como nervio dramático principal. "El carácter fáctico de las emociones humanas aparece con una ausencia tal de seriedad que la verdad queda totalmente destruida, y la tragedia estalla en el seno de esta espantosa frivolidad. Pese a ello, todo sentimiento sólo puede experimentarse en la sofocante angustia de su absurdo, de su corrupción". Sin perjuicio de poder considerarlo uno de los más finos ensayistas del siglo XX, Blanchot parece contagiarse del desdén y la frivolidad  que atribuye a Lautréamont con respecto al contenido conceptual de los Cantos. Pero es que además su tesis estrictamente estética puede relativizarse en muchos aspectos.
    Los abrumadores hallazgos estilísticos, la reivindicación del Verbo o la anticipación dadaísta tampoco pueden hacernos obviar el influjo del viejo romanticismo, determinante en forma y fondo.  Maldoror hereda claramente los atributos de los sombríos héroes byronianos: vehementes, terribles, de intenciones tan negras como la capa que envuelve su enjuta figura. Su propia y antinatural longevidad recuerda sobremanera a Melmoth, el siniestro merodeador que en su desesperación vendió su alma al diablo, tal y como nos narra Maturín en una de las obras maestras de la literatura gótica.  El odio, las pasiones, los escenarios alucinantes y abisales, el virulento rechazo de la salvación o, por el contrario, una también frenética sed de trascendencia; todo ello está presente. Lo está hasta el punto de poder verse en Los Cantos de Maldoror el trémulo y penoso  intento de reconstruir la ficción romántica en un marco epocal que bulle en tendencias, movimientos e ismos, tras la ruina del ideal racionalista que difundió la Ilustración; esto es, en un periodo histórico-cultural espiritualmente decrépito, herido de muerte

               


                ¿Qué son pues el bien y el mal? ¿Son acaso una misma cosa con
                 la que damos, rabiosamente, testimonio de nuestra impotencia y
                 de nuestra pasión por alcanzar el infinito, aún con los medios más
                 insensatos? ¿O son dos cosas distintas?

    El grito angustiado de su espectral protagonista resuena dentro de nosotros cuando sentimos zozobrar nuestras convicciones morales, cuando la desesperación invade nuestro ánimo. Entonces, nada inhumano nos puede ser tampoco ajeno. Maldoror, como los héroes románticos, ansía la ruina y la redención. También nosotros solemos experimentar el flagelo de dos conturbaciones espirituales absolutamente inmisericordes: el deseo de plenitud y la plenitud del deseo.


* Del poema "Lo irreparable", incluido en Las Flores del Mal



               
               
               
 

 

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