DOSTOIEVSKI Y LA MORAL
Si Dios no existe,
todo está permitido. Camus advierte: “no se trata de un grito
de liberación, sino de una comprobación amarga”. ¿Comprobación
amarga? Sartre se basa en ella para justificar su moral de la
libertad, prolongación paroxística de la autonomía ética
promulgada por Kant. Lo que pretende es atenuar su amargura hasta
conseguir dulcificarla. Espíritus menos pragmáticos y algo más
sensibles a las dolorosas contradicciones de la conciencia, como
Baudelaire o Bataille, encontrarían esa autonomía ética, antes
que dulce, insípida. Toda verdadera moral, a sus ojos, debería ser
heterónoma. Sólo así tiene sentido su implantación. Sólo así
podemos experimentar el goce de la transgresión y otorgarle sentido
al remordimiento (ese “raro ingrediente del placer”, según
Baudelaire, cuya fatalidad es el disolverse tarde o temprano “en su
propia exquisita contemplación”).
Otros pensadores,
sin embargo, se desentendieron sin reparos del estéril esquema
kantiano autonomía-heteronomía. Dostoievski o Kierkegaard, por
ejemplo, se movieron en una escarpada región intermedia cuya
traducción filosófica a la postre tornó enormemente dificultosa la
cuestión acerca del vínculo entre moral y religión (la legitimidad
de sus posibles relaciones de subordinación, de sus inevitables
imbricaciones...etc.).
Dostoievski
vislumbró la más extrema forma de sublevación metafísica en
aquello que Camus denominó “el rechazo de la salvación”. El
hombre lúcido no sólo no tolera ser juzgado desde instancias
supramundanas, sino que además se arroga el derecho de
desautorizarlas, de juzgar al juez supremo. El veredicto es de sobra
conocido: ganarse la redención resulta desmesuradamente
oneroso: conlleva minimizar el sufrimiento de los inocentes,
relativizar su dolor. La doliente demanda de Job no se saldará esta
vez con una aquiescencia reverencial. Sin embargo, en El gran
inquisidor Cristo es presentado como uno de esos inocentes que
sufren. No sólo eso: es un inocente que además de sufrir por el
desesperado anhelo de ver al cordero dormir junto al león (al igual
que Iván Karamazov), sufre por el injusto trato que le dispensan sus
representantes en la tierra. Éstos últimos son los guardianes de la
moral, esto es: una institución que detenta el poder de la coerción
espiritual. Jesús es juzgado por su iglesia y él responde con
silencio: se niega a juzgar a su vez.
Camus lo vio con
especial claridad y supo plasmarlo en las páginas de una novela tan
oscura como fascinante: “Él hablaba dulcemente a la pecadora: <<yo
tampoco te condeno>>”.
Hablamos de La caída, una exploración de los secretos
resortes que ponen en marcha la contrición y el juicio moral desde
el prisma de una personalidad escindida, un auto-proclamado
“juez-penitente”. Jesús no sentencia, no dicta preceptos
morales. Su famoso epítome de la Ley no conmina a favorecer o a
agraciar a los demás, sino a amarlos. ¿Pero es acaso posible
gobernar los propios sentimientos, nuestras inclinaciones naturales?
Aliosha se niega a
juzgar a su padre, hedonista desenfrenado que representa al hombre
“sensual”, al esclavo de los placeres que no sabe de cortapisas
ni frenos morales. Éste último, sin embargo, teme por su hijo Iván,
pues se ha percatado de los tormentos interiores que padece. Aliosha
y su padre no necesitan inclinarse ante ninguna moral. Iván, por el
contrario, vive el desarraigo moral como una catástrofe natural.
Piensa, como Kirilov, que tomar conciencia de nuestro desamparo es
razón suficiente para acabar con la propia vida. Los personajes
dostoievskianos que encarnan el auténtico espíritu cristiano (el
stárets Zósima, Aliosha, el príncipe Mishkin...) parecen
guiarse en su andadura vital por ese corazón pascaliano que a veces
hace oídos sordos al análisis racional más penetrante. Por otro lado,
tanto Kirilov como Iván Karamazov, personajes que encarnan el
espíritu de rebeldía, se ven abocados al desastre (suicidio y
locura, respectivamente) por culpa de su hipertrofiado intelecto. El
nihilismo constructivo del primero le lleva a abrazar un ideal
mesiánico de liberación: busca abrir los ojos al pueblo ruso
respecto a su alienada condición espiritual. La divinización del
hombre es posible. Sólo es necesario desembarazarnos de la idea de
Dios. Kirilov intenta exonerar a sus semejantes de tan pesada carga
por medio de un suicidio emancipador, una acción extrema que le
llevará a auto-afirmarse y a espolear el ímpetu revolucionario del
pueblo. Iván, por su parte, ha visto de frente el horror. Quizás
sería más correcto decir que ha pensado la vida como un salvaje
torrente huérfano de sentido y ha identificado esto con el horror.
Su ruido y su furia no pueden ponderarse a la manera nietzscheana,
esto es, con aparato trágico, grandeza heraclítea y jactancia
intelectual. Tampoco a la manera camusiana, intentando extraer del
absurdo el orgullo de la lucidez y de la calma viril. Iván no extrae
de su examen otra cosa que desesperación. Hubiese hecho suya, sin
ningún genero de dudas, la excelsa observación kierkegaardiana que
abre Temor y temblor: “Si el hombre no tuviese una
conciencia eterna; si, en el fondo de todas las cosas, no hubiese
sino un poder salvaje e hirviente que produce todas las cosas, lo
grande y lo fútil, en el torbellino de oscuras pasiones; si el vacío
sin fondo que nada puede llenar se ocultase bajo las cosas, ¿qué
sería la vida sino desesperación?”.
En último término, Dostoievski lleva a cabo el “sacrificio del intelecto”
-defendido por Kierkegaard y recusado por Camus- al apostar, como
Aliosha, por la vida eterna. Ahora bien, no se trata de una apuesta
moral sino religiosa. El
drama intelectual de Iván no radica en la ausencia de una estructura
axiológica universal, capaz de instaurar, en términos
kierkegaardianos, “lo general”; radica en la falta de fe. Según
Camus, cuando el sacrificio del intelecto -el abrazo de lo
trascendente- se refleja en las páginas de Dostoievski, el que nos
habla no es un escritor del absurdo, sino un genuino escritor
existencial: da “el salto”. Pues bien, este “salto”, como en
Kierkegaard, implica dejar atrás, muy atrás, la esfera de la
ética. Es en esto donde pierde validez el binomio kantiano antes
mentado: a la hora de conceptuar la primigenia moral
existencial debemos percatarnos de que la conciencia cristiana que
la vehicula al mismo tiempo la suprime.
La pretensión de
universalidad, propia de la ética, queda disuelta por la fe,
suspendida en su carácter teleológico. El Particular, el individuo
delante de Dios, se eleva por encima de lo general al encontrarse en
relación absoluta con lo Absoluto. La ética se convierte en una
tentación, lo deseable cuya ausencia sólo puede comprobarse
con amargura; pero es al tiempo algo que puede cercenarse (únicamente) por amor a Dios. Ésto último, paradójicamente, lo que nos revela
es que el Particular que se eleva sobre la ley moral siente que
ésta es inquebrantable. Dice Kierkegaard: “El deber
absoluto puede llevarnos a la realización de un acto prohibido por
la ética, pero nunca inducir al caballero de la fe a cesar de amar.
Eso es lo que ejemplifica Abraham...Sólo en el momento en que su
acto está en contradicción absoluta con lo que siente, sólo
entonces sacrifica a Isaac, pero al pertenecer la realidad de su
acción a la esfera de lo general, es y continuará siendo un
asesino”.
El Jesús a quien
juzga el gran inquisidor, el que se niega a juzgar a su vez, nos
manda aborrecer a nuestra familia y a nuestra propia vida (Evangelio
de san Lucas, XIV, 26) si queremos ser sus discípulos. Esto
significa que no podemos dejar de amar a los demás y de amarnos a
nosotros mismos si consideramos que tenemos un deber absoluto para
con Dios. William Blake también lo comprendió así. Su sabiduría demoníaca quiso purificar a la virtud de sus detritos más corrosivos ( la materia prima de toda Ley):
<<¡Tú, idólatra! ¿Acaso no es Dios Uno? ¿Y no es visible en Jesucristo? ¿Y Jesucristo no ha dado su sanción a la ley de los diez mandamientos? ¿No son todos los otros hombres necios, pecadores, nadas?>>
El demonio contestó: <<Muele a un necio en un mortero con trigo, aun así su necedad no se separará de él; si Jesucristo es el más grande de los hombres deberías amarlo en el más alto grado; ahora escucha de qué manera él ha sancionado la ley de los diez mandamientos: ¿No se burló del sábado, y así se burló del Dios del sábado? ¿No mató a los que fueron muertos por él? ¿No desvió la ley de la mujer sorprendida en adulterio? ¿No robó el trabajo de otros para mantenerse? ¿No levantó falso testimonio al rehusar defenderse ante Pilatos? ¿No codició cuando imploraba por sus discípulos y cuando los mandó sacudir el polvo de sus pies contra los que rehusaban albergarlos? Te digo, ninguna virtud puede existir sin quebrantar estos diez mandamientos. Jesús era todo virtud y actuaba por impulsos, no por reglas.>>
<<¡Tú, idólatra! ¿Acaso no es Dios Uno? ¿Y no es visible en Jesucristo? ¿Y Jesucristo no ha dado su sanción a la ley de los diez mandamientos? ¿No son todos los otros hombres necios, pecadores, nadas?>>
El demonio contestó: <<Muele a un necio en un mortero con trigo, aun así su necedad no se separará de él; si Jesucristo es el más grande de los hombres deberías amarlo en el más alto grado; ahora escucha de qué manera él ha sancionado la ley de los diez mandamientos: ¿No se burló del sábado, y así se burló del Dios del sábado? ¿No mató a los que fueron muertos por él? ¿No desvió la ley de la mujer sorprendida en adulterio? ¿No robó el trabajo de otros para mantenerse? ¿No levantó falso testimonio al rehusar defenderse ante Pilatos? ¿No codició cuando imploraba por sus discípulos y cuando los mandó sacudir el polvo de sus pies contra los que rehusaban albergarlos? Te digo, ninguna virtud puede existir sin quebrantar estos diez mandamientos. Jesús era todo virtud y actuaba por impulsos, no por reglas.>>