EL SUFRIMIENTO DE DIONISO
La tragedia ática, dice Nietzsche, nace del
maridaje de dos instintos artísticos antagónicos: lo apolíneo y lo
dionisiaco. El onirismo visual y arquitectónico del primero y la
embriaguez disgregadora del segundo se combinan armónicamente,
expresando por medio del simbolismo y del canto la unidad del
subterráneo ser primordial. Se trataría de la objetivación de los
estados dionisiacos, la simbolización del “hacerse pedazos el
individuo”.
El resplandeciente Dios Apolo, bajo cuyos
auspicios la representación puede emerger como tal, dota al
artista de una visión “solar”, de una sensibilidad plástica
equiparable a la experiencia onírica en su capacidad de recibir y/o
configurar irreales formas de perfecta definición y belleza. Tal
claridad supondría el contrapunto estético de la ebriedad
dionisiaca, esa extática cisura del principio de individuación que
descubre la íntima unidad de la Naturaleza. Según Nietzsche, tal
unidad –que permanece necesariamente en la oscuridad, oculta
a la facultad figurativa de nuestro entendimiento-, de algún modo
podría intuirse gracias al frenesí dionisiaco de la embriaguez y el
canto. Así es, el narcotizante efecto de la celebración báquica
lograría el completo “olvido de sí”, el cual acaba desdibujando
las precisas líneas constitutivas de las que el principium
individuationis se sirve para perfilar los fenómenos
circundantes. El mundo se revela entonces como un todo
indiferenciado, un magma torrencial que hermana y reconcilia a sus
criaturas: se vienen abajo todas las delimitaciones; y con ellas,
todas las barreras y diferencias de rango, género o especie.
El principio apolíneo exige mesura, contención,
una racionalidad sosegada e imperturbable. Todo lo contrario del
entusiasmo dionisiaco, amigo del exceso y la exuberancia. Dioniso,
divinidad ebria, vendría a representar la voluntad de fundirse con
la physis, de perderse en el seno de lo intramundano. El vino,
el canto y el baile se unirían en su honor, dispensando a los fieles
un éxtasis liberador, capaz de disolver toda fe en las instituciones
y en los acuerdos humanos; esto es, se impondría, en aras del dios,
un desenfreno sexual y etílico ajeno a las coercitivas convenciones
morales, políticas y sociales. Descontrol festivo y lúdico que, no
obstante, acogería en su celebración ritual todo el dolor y el
tormento humanamente soportables, pues Dioniso procura deleite y
pesar a partes iguales. La propia tragoidea primigenia vendría
a medir la capacidad de espanto que el hombre puede interiorizar, en
tanto que constituye la única experiencia humana (colectiva) capaz
de dar auténtica cuenta del fondo íntimo de una Naturaleza maternal
pero terrible. Esta sobrecogedora experiencia sólo es posible a partir del principio de individuación, cuando está a
punto de quebrarse o cuando, debilitado, nos transmite la nostalgia
originaria de nuestra co-pertenencia al ámbito divino del Ser
terrenal.
La acotación relativa al dolor trágico
no es gratuita. Nietzsche, en la reedición que preparó en 1886 de
esta obra (a la que añadió el significativo subtítulo “o Grecia y el pesimismo”), incluyó un
contundente “Ensayo de autocrítica” en el cual relaciona
estrechamente la plenitud de fuerzas del pueblo heleno – su lozanía
y salud- con su irresistible inclinación hacia lo horrendo.
Desde este prisma adquiere especial claridad su dibujo de la
racionalidad helena, de alcance inversamente proporcional, en su
progresivo despliegue, al grado de sensibilidad al dolor –físico y
espiritual- y a la propensión al pesimismo y la melancolía. El
ímpetu científico que imperaría en la época tardía vendría a
coincidir –y no por casualidad- con un ínfimo grado de vigor, con
la “senilidad” del pueblo griego. De hecho, el que esto no sea
una casualidad constituye el mensaje principal del libro, que
considera ambos factores, la jovialidad científica y el senil
desapego a lo telúrico, dependientes el uno del otro. La labor que
Nietzsche se impone es la de desentrañar las claves de esta sólo a
primera vista paradójica correspondencia.
El creador que hace suyo el “estado artístico
inmediato de la naturaleza”, basado en la embriaguez, es un artista
dionisiaco; y es fiel al credo de Sileno, quien predicaba la
aspiración a la Nada y consideraba que lo mejor para los vivientes
era aquello que por propia condición les resultaba inalcanzable:
no haber nacido nunca. El suplicio que conlleva el mero existir es
el núcleo de la expresión poética dionisíaca. La esencia del arte
apolineo aparece como fulgurante reacción al nihilismo místico de
Sileno, como una ofensiva poética contra las tentativas dionisiacas
de inmolación y quebrantamiento.
Lo apolíneo deviene así en teodicea invertida, que
aparta la vista del martirio báquico y redime la existencia por
medio de la creencia en los númenes olímpicos: “la existencia
bajo el luminoso resplandor solar de tales dioses es sentida como
apetecible de suyo, y el auténtico dolor de los hombres homéricos
se refiere a la separación de esta existencia, sobre todo a la
separación pronta: de modo que ahora podría decirse de ellos,
invirtiendo la sabiduría silénica, ‘lo peor de todo es para ellos
el morir pronto, y lo peor en segundo lugar el llegar a morir alguna
vez’”. Palabras que van seguidas del recuerdo a un desolado
Aquiles en los infiernos, a quien Homero hace decir que es preferible
seguir viviendo aun bajo la forma de un humilde jornalero.
Precisamente Homero sería el primer gran
artista “objetivo”, el auténtico creador apolíneo de la
antigüedad. El suyo sería un arte de una “ingenua” perfección
formal. Su entronización de lo aparente (de la “contemplación
desinteresada”) redimiría al “yo” y libraría a la poesía del
subjetivismo más caprichoso. Todo lo contrario que Arquíloco,
introductor en la poesía de la canción popular y auténtico
antagonista del gran poeta épico según Nietzsche. El corazón
musical de su lírica recrea la unidad primigenia de la naturaleza
mientras desnuda la propia subjetividad del poeta. Esto es algo que,
de entrada, puede parecer contradictorio. ¿No se desprendería de
este movimiento una relativa independencia del yo, que iría en
detrimento del sentimiento de unidad con la naturaleza? Sin embargo,
no hay tal contradicción: si la expresión apolínea se detiene en
la contemplación de la belleza terrenal, en unos símbolos
desvinculados del yo, la lírica dionisiaca reconoce en esas imágenes
telúricas al propio espíritu poético, volviendo lícitos sus
excesos “subjetivistas”. Los símbolos del mundo son las
distintas objetivaciones de la voluntad del poeta lírico.
Vemos entonces cómo la música fue un
componente esencial del primitivo arte dionisiaco. De hecho, el canto
fue el germen mismo de la tragedia, la más alta expresión de este
arte. “La tragedia surgió del coro trágico, y en su origen era
únicamente coro y nada más que coro”. A este coro, “símbolo de
toda la masa agitada por una excitación dionisiaca”, se le
contrapondría el diálogo, representante de las fuerzas apolíneas
de la tragedia. El “texto” trágico intenta paliar los dolores
ctónicos, reduce el vértigo que acompaña a la contemplación del
horrendo fondo de la naturaleza. En brillante analogía nietzscheana,
los diálogos serían como las manchas cromáticas que aparecen en
nuestra visión después de mirar directamente al sol. Se trata de
una concepción de la creación apolínea que redefine la idea de
“jovialidad helénica”.
Los torturados personajes de Esquilo y Sófocles
dan de bruces con el horror: consiguen desentrañar el terrible
enigma de la existencia terrenal. Gracias a ello, se elevan a un
estadio religioso que les colma de felicidad. Las ambiciones
sobrehumanas de estos héroes de noble condición socavan todas las
leyes. Como consecuencia de sus continuadas transgresiones atraen
hacia sí el desastre y la perdición. Sin embargo, “ese obrar es
el que traza un círculo mágico y superior de efectos, que sobre las
ruinas del viejo mundo derruido fundan un mundo nuevo”.
Todas las figuras de la escena griega (Edipo,
Ayax, Prometeo...) no serían sino distintas encarnaciones de Zagreo,
el Dioniso de los Misterios que fue despedazado por los titanes. El
joven dios ahora lucha, bajo diferentes máscaras, por reestablecerse
en su unidad perdida. Por ello, la acción de la tragedia gira
siempre en torno al dolor de la individuación, auténtico origen del
mal. La naturaleza circundante se muestra mutilada, descompuesta: sus
elementos no son otra cosa que los miembros sangrantes de Zagreo. El
propio héroe trágico percibe en sí esta tensión dionisiaca:
anhela secretamente llegar a la auto-aniquilación, conseguir
desprenderse de su individualidad.
La música de la tragedia, según Nietzsche,
más que reformular el Mito, lo que consiguió fue redescubrirlo; le
devolvió su esencia más pura. El coro dionisiaco trató de
contrarrestar la acción depauperadora del racionalismo griego, el
cual, a fuerza de “oficializar” los mitos, logró vaciarles de su
genuino contenido religioso (agreste e “intratable”). La
ortodoxia mítica, no obstante, conseguiría fortalecerse gracias a
un incipiente y exitoso interés popular por las ciencias y la
filosofía, que se preocupó por sistematizar los mitos (aun a costa
de volverlos inofensivos). Y he aquí que las huestes del drama
griego, en su lucha contra este embrionario movimiento ilustrado, se
toparon con un enemigo mortal. Un enemigo que, sorprendentemente,
salió de sus propias filas: Eurípides.
En efecto, la agonía de la tragedia vino de la mano de
Eurípides, cuyas obras, totalmente imbuidas de socratismo,
reflejarían el envejecimiento del espíritu griego. Tras perder su
aliento salvaje y postrarse ante el vulgo -que ahora podía
reconocerse en sus locuaces personajes-, el drama heleno se hincha de
un intelectualismo absolutamente contrario a su esencia. La retórica
sofistica y la superficialidad burguesa se impusieron al aparato
musical, minimizando la intervención del coro y disolviendo el
consistente sustrato apolíneo de que disfrutaban los concisos
diálogos de Sófocles. Y es que Eurípides traicionó tanto a Apolo
como a Dioniso: “El drama euripideo es una cosa a la vez fría e
ígnea, tan capaz de helar como de quemar; le resulta imposible
alcanzar el efecto apolíneo de la epopeya, mientras que, por otro
lado, se ha liberado lo más posible de los elementos dionisiacos, y
ahora para producir algún efecto necesita nuevos excitantes, los
cuales no pueden encontrarse ya en los dos únicos instintos
artísticos, el apolíneo y el dionisiaco. Estos excitantes son fríos
pensamientos paradójicos –en lugar de intuiciones apolíneas- y
afectos ígneos –en lugar de éxtasis dionisíacos-, y, desde
luego, pensamientos y afectos remedados de una manera sumamente
realista, pero en modo alguno inmersos en el éter del arte”. El
resultado es un drama acorde con la creciente senilidad popular,
fruto de una curiosidad científica desapegada del sentir mítico. Un
arte espurio que ha absorbido del exterior, inconscientemente, una
jovialidad igualmente impostada.
Este seudo-optimismo que armonizaba con el
imperante cultivo de las ciencias (el cual degenerará en vulgar
utilitarismo), tuvo en Sócrates a uno de sus mayores impulsores.
Para Nietzsche, la dialéctica del maestro de Platón tendrá un
influjo decisivo sobre las obras de Euripides, hasta el punto de
hacer de ellas la materialización de sus tendenciosas inquietudes
intelectuales. La suya era una inteligencia hipertrofiada, que se
agotaba en estériles disquisiciones sobre la naturaleza de las cosas
y condenaba el instinto. De hecho, la reflexión, nos dice
Nietzsche, ocuparía en él el lugar que ocupa en los demás el
instinto. La impulsividad del obrar práctico, lo generalmente
considerado instintivo, era en él pura reflexión (pues la
conciencia, que para el común de los mortales es aquello que
entorpece tal impulsividad, constituía su fuerza motriz). Por
contra, su instinto, su famoso demon, ponía trabas a su
reflexión; ésta quedaba lastrada, se detenía estupefacta y acababa
sometiéndose a los dictados del demon.
En la tragedia se introduce el veneno de la
filosofía socrática, radicalmente anti-dionisiaca, y ello supone su
muerte. Después de Eurípides ya nada será lo mismo: Grecia se
abandona a una ilustración delicuescente que la dejará exhausta,
incapaz de retomar el ímpetu dionisiaco por el que pudo germinar,
tiempo atrás, lo más granado de su arte y de su cultura. Esa
cultura (radicalmente anti-cultural en sentido moderno) cuya
decadencia traerá consigo una Comedia ática que la llorará
amargamente (las obras de Aristófanes, en cierto sentido elegías
“cómicas” a la antigua visión del mundo).