miércoles, 15 de febrero de 2012

EL SUFRIMIENTO DE DIONISO


     La tragedia ática, dice Nietzsche, nace del maridaje de dos instintos artísticos antagónicos: lo apolíneo y lo dionisiaco. El onirismo visual y arquitectónico del primero y la embriaguez disgregadora del segundo se combinan armónicamente, expresando por medio del simbolismo y del canto la unidad del subterráneo ser primordial. Se trataría de la objetivación de los estados dionisiacos, la simbolización del “hacerse pedazos el individuo”.
El resplandeciente Dios Apolo, bajo cuyos auspicios la representación puede emerger como tal, dota al artista de una visión “solar”, de una sensibilidad plástica equiparable a la experiencia onírica en su capacidad de recibir y/o configurar irreales formas de perfecta definición y belleza. Tal claridad supondría el contrapunto estético de la ebriedad dionisiaca, esa extática cisura del principio de individuación que descubre la íntima unidad de la Naturaleza. Según Nietzsche, tal unidad –que permanece necesariamente en la oscuridad, oculta a la facultad figurativa de nuestro entendimiento-, de algún modo podría intuirse gracias al frenesí dionisiaco de la embriaguez y el canto. Así es, el narcotizante efecto de la celebración báquica lograría el completo “olvido de sí”, el cual acaba desdibujando las precisas líneas constitutivas de las que el principium individuationis se sirve para perfilar los fenómenos circundantes. El mundo se revela entonces como un todo indiferenciado, un magma torrencial que hermana y reconcilia a sus criaturas: se vienen abajo todas las delimitaciones; y con ellas, todas las barreras y diferencias de rango, género o especie.
     El principio apolíneo exige mesura, contención, una racionalidad sosegada e imperturbable. Todo lo contrario del entusiasmo dionisiaco, amigo del exceso y la exuberancia. Dioniso, divinidad ebria, vendría a representar la voluntad de fundirse con la physis, de perderse en el seno de lo intramundano. El vino, el canto y el baile se unirían en su honor, dispensando a los fieles un éxtasis liberador, capaz de disolver toda fe en las instituciones y en los acuerdos humanos; esto es, se impondría, en aras del dios, un desenfreno sexual y etílico ajeno a las coercitivas convenciones morales, políticas y sociales. Descontrol festivo y lúdico que, no obstante, acogería en su celebración ritual todo el dolor y el tormento humanamente soportables, pues Dioniso procura deleite y pesar a partes iguales. La propia tragoidea primigenia vendría a medir la capacidad de espanto que el hombre puede interiorizar, en tanto que constituye la única experiencia humana (colectiva) capaz de dar auténtica cuenta del fondo íntimo de una Naturaleza maternal pero terrible. Esta sobrecogedora experiencia sólo es posible a partir del principio de individuación, cuando  está a punto de quebrarse o cuando, debilitado, nos transmite la nostalgia originaria de nuestra co-pertenencia al ámbito divino del Ser terrenal.
     La acotación relativa al dolor trágico no es gratuita. Nietzsche, en la reedición que preparó en 1886 de esta obra (a la que añadió el significativo subtítulo “o Grecia y el pesimismo”), incluyó un contundente “Ensayo de autocrítica” en el cual relaciona estrechamente la plenitud de fuerzas del pueblo heleno – su lozanía y salud- con su irresistible inclinación hacia lo horrendo. Desde este prisma adquiere especial claridad su dibujo de la racionalidad helena, de alcance inversamente proporcional, en su progresivo despliegue, al grado de sensibilidad al dolor –físico y espiritual- y a la propensión al pesimismo y la melancolía. El ímpetu científico que imperaría en la época tardía vendría a coincidir –y no por casualidad- con un ínfimo grado de vigor, con la “senilidad” del pueblo griego. De hecho, el que esto no sea una casualidad constituye el mensaje principal del libro, que considera ambos factores, la jovialidad científica y el senil desapego a lo telúrico, dependientes el uno del otro. La labor que Nietzsche se impone es la de desentrañar las claves de esta sólo a primera vista paradójica correspondencia.
     El creador que hace suyo el “estado artístico inmediato de la naturaleza”, basado en la embriaguez, es un artista dionisiaco; y es fiel al credo de Sileno, quien predicaba la aspiración a la Nada y consideraba que lo mejor para los vivientes era aquello que por propia condición les resultaba inalcanzable: no haber nacido nunca. El suplicio que conlleva el mero existir es el núcleo de la expresión poética dionisíaca. La esencia del arte apolineo aparece como fulgurante reacción al nihilismo místico de Sileno, como una ofensiva poética contra las tentativas dionisiacas de inmolación y quebrantamiento.
Lo apolíneo deviene así en teodicea invertida, que aparta la vista del martirio báquico y redime la existencia por medio de la creencia en los númenes olímpicos: “la existencia bajo el luminoso resplandor solar de tales dioses es sentida como apetecible de suyo, y el auténtico dolor de los hombres homéricos se refiere a la separación de esta existencia, sobre todo a la separación pronta: de modo que ahora podría decirse de ellos, invirtiendo la sabiduría silénica, ‘lo peor de todo es para ellos el morir pronto, y lo peor en segundo lugar el llegar a morir alguna vez’”. Palabras que van seguidas del recuerdo a un desolado Aquiles en los infiernos, a quien Homero hace decir que es preferible seguir viviendo aun bajo la forma de un humilde jornalero.
     Precisamente Homero sería el primer gran artista “objetivo”, el auténtico creador apolíneo de la antigüedad. El suyo sería un arte de una “ingenua” perfección formal. Su entronización de lo aparente (de la “contemplación desinteresada”) redimiría al “yo” y libraría a la poesía del subjetivismo más caprichoso. Todo lo contrario que Arquíloco, introductor en la poesía de la canción popular y auténtico antagonista del gran poeta épico según Nietzsche. El corazón musical de su lírica recrea la unidad primigenia de la naturaleza mientras desnuda la propia subjetividad del poeta. Esto es algo que, de entrada, puede parecer contradictorio. ¿No se desprendería de este movimiento una relativa independencia del yo, que iría en detrimento del sentimiento de unidad con la naturaleza? Sin embargo, no hay tal contradicción: si la expresión apolínea se detiene en la contemplación de la belleza terrenal, en unos símbolos desvinculados del yo, la lírica dionisiaca reconoce en esas imágenes telúricas al propio espíritu poético, volviendo lícitos sus excesos “subjetivistas”. Los símbolos del mundo son las distintas objetivaciones de la voluntad del poeta lírico.
     Vemos entonces cómo la música fue un componente esencial del primitivo arte dionisiaco. De hecho, el canto fue el germen mismo de la tragedia, la más alta expresión de este arte. “La tragedia surgió del coro trágico, y en su origen era únicamente coro y nada más que coro”. A este coro, “símbolo de toda la masa agitada por una excitación dionisiaca”, se le contrapondría el diálogo, representante de las fuerzas apolíneas de la tragedia. El “texto” trágico intenta paliar los dolores ctónicos, reduce el vértigo que acompaña a la contemplación del horrendo fondo de la naturaleza. En brillante analogía nietzscheana, los diálogos serían como las manchas cromáticas que aparecen en nuestra visión después de mirar directamente al sol. Se trata de una concepción de la creación apolínea que redefine la idea de “jovialidad helénica”.
     Los torturados personajes de Esquilo y Sófocles dan de bruces con el horror: consiguen desentrañar el terrible enigma de la existencia terrenal. Gracias a ello, se elevan a un estadio religioso que les colma de felicidad. Las ambiciones sobrehumanas de estos héroes de noble condición socavan todas las leyes. Como consecuencia de sus continuadas transgresiones atraen hacia sí el desastre y la perdición. Sin embargo, “ese obrar es el que traza un círculo mágico y superior de efectos, que sobre las ruinas del viejo mundo derruido fundan un mundo nuevo”.
     Todas las figuras de la escena griega (Edipo, Ayax, Prometeo...) no serían sino distintas encarnaciones de Zagreo, el Dioniso de los Misterios que fue despedazado por los titanes. El joven dios ahora lucha, bajo diferentes máscaras, por reestablecerse en su unidad perdida. Por ello, la acción de la tragedia gira siempre en torno al dolor de la individuación, auténtico origen del mal. La naturaleza circundante se muestra mutilada, descompuesta: sus elementos no son otra cosa que los miembros sangrantes de Zagreo. El propio héroe trágico percibe en sí esta tensión dionisiaca: anhela secretamente llegar a la auto-aniquilación, conseguir desprenderse de su individualidad.
     La música de la tragedia, según Nietzsche, más que reformular el Mito, lo que consiguió fue redescubrirlo; le devolvió su esencia más pura. El coro dionisiaco trató de contrarrestar la acción depauperadora del racionalismo griego, el cual, a fuerza de “oficializar” los mitos, logró vaciarles de su genuino contenido religioso (agreste e “intratable”). La ortodoxia mítica, no obstante, conseguiría fortalecerse gracias a un incipiente y exitoso interés popular por las ciencias y la filosofía, que se preocupó por sistematizar los mitos (aun a costa de volverlos inofensivos). Y he aquí que las huestes del drama griego, en su lucha contra este embrionario movimiento ilustrado, se toparon con un enemigo mortal. Un enemigo que, sorprendentemente, salió de sus propias filas: Eurípides.
     En efecto, la agonía de la tragedia vino de la mano de Eurípides, cuyas obras, totalmente imbuidas de socratismo, reflejarían el envejecimiento del espíritu griego. Tras perder su aliento salvaje y postrarse ante el vulgo -que ahora podía reconocerse en sus locuaces personajes-, el drama heleno se hincha de un intelectualismo absolutamente contrario a su esencia. La retórica sofistica y la superficialidad burguesa se impusieron al aparato musical, minimizando la intervención del coro y disolviendo el consistente sustrato apolíneo de que disfrutaban los concisos diálogos de Sófocles. Y es que Eurípides traicionó tanto a Apolo como a Dioniso: “El drama euripideo es una cosa a la vez fría e ígnea, tan capaz de helar como de quemar; le resulta imposible alcanzar el efecto apolíneo de la epopeya, mientras que, por otro lado, se ha liberado lo más posible de los elementos dionisiacos, y ahora para producir algún efecto necesita nuevos excitantes, los cuales no pueden encontrarse ya en los dos únicos instintos artísticos, el apolíneo y el dionisiaco. Estos excitantes son fríos pensamientos paradójicos –en lugar de intuiciones apolíneas- y afectos ígneos –en lugar de éxtasis dionisíacos-, y, desde luego, pensamientos y afectos remedados de una manera sumamente realista, pero en modo alguno inmersos en el éter del arte”. El resultado es un drama acorde con la creciente senilidad popular, fruto de una curiosidad científica desapegada del sentir mítico. Un arte espurio que ha absorbido del exterior, inconscientemente, una jovialidad igualmente impostada.
     Este seudo-optimismo que armonizaba con el imperante cultivo de las ciencias (el cual degenerará en vulgar utilitarismo), tuvo en Sócrates a uno de sus mayores impulsores. Para Nietzsche, la dialéctica del maestro de Platón tendrá un influjo decisivo sobre las obras de Euripides, hasta el punto de hacer de ellas la materialización de sus tendenciosas inquietudes intelectuales. La suya era una inteligencia hipertrofiada, que se agotaba en estériles disquisiciones sobre la naturaleza de las cosas y condenaba el instinto. De hecho, la reflexión, nos dice Nietzsche, ocuparía en él el lugar que ocupa en los demás el instinto. La impulsividad del obrar práctico, lo generalmente considerado instintivo, era en él pura reflexión (pues la conciencia, que para el común de los mortales es aquello que entorpece tal impulsividad, constituía su fuerza motriz). Por contra, su instinto, su famoso demon, ponía trabas a su reflexión; ésta quedaba lastrada, se detenía estupefacta y acababa sometiéndose a los dictados del demon.
     En la tragedia se introduce el veneno de la filosofía socrática, radicalmente anti-dionisiaca, y ello supone su muerte. Después de Eurípides ya nada será lo mismo: Grecia se abandona a una ilustración delicuescente que la dejará exhausta, incapaz de retomar el ímpetu dionisiaco por el que pudo germinar, tiempo atrás, lo más granado de su arte y de su cultura. Esa cultura (radicalmente anti-cultural en sentido moderno) cuya decadencia traerá consigo una Comedia ática que la llorará amargamente (las obras de Aristófanes, en cierto sentido elegías “cómicas” a la antigua visión del mundo).

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