KIERKEGAARD: TIEMPO Y SUBJETIVIDAD
Existen tareas
arduas y tareas sencillas. La dedicación a la filosofía, no cabe
duda, se encuentra entre las primeras. No se trata únicamente de
desarrollar o potenciar esa capacidad de asombro que Aristóteles
reconocía como su misma entraña. Si hacemos caso de Hegel, se
trataría de trastocar y reordenar violentamente nuestras
convicciones más arraigadas: si hemos de pensar el mundo al revés,
nuestro sentido común no puede salir indemne. El idealismo
hegeliano, a la luz de estas consideraciones, fue el orgulloso
asesino de un sentido común que necesariamente debía aparecer como
víctima en el tortuoso periplo que la conciencia natural emprende en
la Fenomenología del espíritu.
Otras
tareas, sin embargo, son decididamente imposibles. No en el
sentido de que sean irrealizables, sino en el de que su realización
exige como pago el aniquilamiento de los medios que la posibilitan.
Pensar (objetivamente) el cristianismo no puede llevarse a cabo
si no es a expensas del pensamiento (objetivador). Para Kierkegaard
se trata de una labor absurda y paradójica que tiene como fin
apearse de la comprensión racional una vez que, desde la misma, se
ha señalado la necesidad de vivenciar su objeto de estudio. La fácil
refutación de su crítica a la concepción abstracta del individuo,
que esgrime el argumento de que la formulación kierkegaardiana del
existente concreto acaba a su pesar fosilizada en la abstracción,
pasa por alto estos presupuestos del pensador danés. La labor es
absurda y paradójica no porque sostenga su propia absurdidad, sino
porque conmina a abrazar el absurdo y la paradoja, esto es: a vivir
el cristianismo. Para ello es necesario efectuar el decisivo
movimiento de la fe del que nos habla Temor y temblor; el
mismo que un Kierkegaard embozado tras el seudónimo de Johannes de
Silentio reconocía que era incapaz de dar.
En
su obra Ejercitación del cristianismo, Kierkegaard nos dice
que el cristianismo ha venido al mundo no como algo susceptible de
convertirse en doctrina (esto es: susceptible de ser domeñado por el
humano entendimiento), sino como lo absoluto. Cualquier
intento de explicar el cristianismo acaba convirtiéndose
necesariamente en un banal regateo que pretende amoldarlo a los fines
humanos. Ahora bien, el cristianismo “no es conmensurable con
ninguna finalidad finita”, ya sea ésta el intento de alcanzar la
felicidad terrena (caso del hombre natural), ya sea el pretender
vislumbrar la esencia de la realidad (caso del filósofo).
La
identificación del cristianismo con lo absoluto, locura para la
razón, permite legitimar la afirmación de que Cristo no es
literalmente nada: “muy cierto, pues Él es lo absoluto”.
Entregarse a esta idea exige rebasar el ámbito ideal de la doctrina
mediante la forja de todo un compromiso existencial: la
contemporaneidad con Cristo. Asentir a la paradoja y al absurdo,
crimen a los ojos de los coetáneos, indica en este caso que se ha
tomado conciencia de la infinita distancia que separa a Dios del
hombre; toma de conciencia que desemboca en la decisión de
relacionarse con lo absoluto en el presente, ya que tal diferencia
cualitativa impide que la venida de cristo al mundo pueda entenderse
como un mero acontecimiento histórico, como un suceso acaecido
siglos atrás.
Cristo
no fue un hombre más. Juzgar su figura y su importancia en virtud de
lo que la historia nos dice de Él y de su vida significa perder de
vista su condición de Hombre-Dios, esto es, dejar de considerarlo lo
absoluto y lo absolutamente otro. Éste es el sentido de la
contemporaneidad con Cristo: llegar a relacionarse con Él desde el
presente.
Este
relacionarse con Dios desde el presente implica al mismo tiempo ser
conformado a imagen de Dios. Se trata del proceso constitutivo de la
conciencia que Kierkegaard formulará en La Enfermedad mortal:
la consolidación del yo teológico por medio de la fe.
La
determinación de la interioridad de que hablamos es la condición de
posibilidad de toda existencia subjetiva; es decir, es aquello que
actúa como garante de la propia conciencia de existir. El sujeto
kierkegaardiano es el individuo histórico y concreto, inasimilable a
la representación universal de “sujeto” o “individuo” (se
trata de una conciencia desplegada en la existencia mediante una
dialéctica cualitativa). Las etapas que ésta irá atravesando
durante el transcurso de su existencia, o mejor dicho: que irá
“encarnando”, se sucederán a base de saltos de una
intransferible especificidad, irreductibles a cualquier concatenación
lógica de índole cuantitativa (la historia como proceso
dialéctico-teleológico). La naturaleza cualitativa del salto
kierkegaardiano (en todos sus órdenes: existencial, religioso y
temporal) se corresponde con el carácter concreto y singular del
sujeto que lo efectúa. Ahora bien, en Kierkegaard semejante asunción
de lo histórico sólo es posible a partir del encuentro con una
trascendencia fundamentalmente ahistórica que, en palabras de Franz
Rosenzweig, sirva de punto arquimédico1:
el instante de la adhesión a Cristo. Será este punto de apoyo lo
que le permitirá pensar a Kierkegaard la diferencia entre el Ser
(entendido como existencia donada por una instancia supra-racional y
supra-histórica) y el pensamiento; y, consecuentemente, lo que le
permitirá conceptuar a este Ser como algo no objetivable. En última
instancia será esto lo que aleje a nuestro autor de toda gnoseología
de tipo idealista y lo que refuerce el núcleo teológico de su
doctrina: la apelación a una Verdad a la que únicamente puede
accederse por la fe.
El
anclaje del yo en la eternidad representa, no obstante, una elección
histórica –es decir, un optar desde el tiempo en que se vive- con
miras a lo transhistórico. De este modo, la explanación del
proyecto de la contemporaneidad con Cristo se corresponde
necesariamente con el esquema filosófico de la constitución
temporal del sí mismo. Sólo el yo capaz de decidir, o lo que es lo
mismo, capaz de dar –conscientemente- el salto cualitativo que
implica el optar por la eternidad infinita, puede vivir el instante.
El
hombre estético, por el contrario, está determinado por una
conciencia que en cierto sentido se desconoce. La búsqueda continua
de la inmediatez, propia de un yo ciego que no puede vislumbrar su
labor auto-conformadora, no puede proporcionar la repetición,
esto es: la (re)apropiación de lo acontecido en su significación
existencial; o, simplificando: la posibilidad de encontrar un sentido
a la vida. En primer lugar porque éstos no llegan a alcanzar
siquiera el rango de momentos (en su sentido propio):
únicamente eran fragmentos insertos en una cadena de aconteceres de
grisácea homogeneidad. El suyo es un espíritu que desconoce su
constitución extática, su continuo avanzar en una temporalidad
abierta por la toma de contacto del tiempo y la eternidad en el
instante. Tal instante, desde luego, sólo puede ser aprehendido al
tomar conciencia del sí mismo como síntesis de finitud e infinitud,
de temporalidad y eternidad. Así pues, el individuo estético no
podrá pensarse en su carácter histórico y concreto –como
existente- ni podrá reconocer el sentido auténtico de la
temporalidad –de su existencia en el tiempo-. Al carecer de
interioridad, únicamente puede experimentar un torrente situaciones
que lo manejan a capricho: vive a merced del instante en un sentido
impropio, vive una falsa existencia.
1
El pasaje al que aludimos es el siguiente: “Pues...si todo el
saber se refiere al Todo –está encerrado en él, pero, al mismo
tiempo, es en él todopoderoso-, entonces la apariencia en cuestión
sería más que apariencia: sería la verdad. Quien quisiera
contradecirla tenía que sentir bajo sus plantas un punto de
Arquímedes exterior al Todo conocible. Desde un tal punto
arquimédico impugno Kierkegaard –y no estuvo solo- la
incorporación hegeliana de la Revelación en el Todo. Y el punto
fue la conciencia de Sören Kierkegaard –o la conciencia signada
con cualesquiera otros nombre y apellido-“. (La estrella de la
redención, Sígueme, Salamanca, 2006).
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