lunes, 13 de febrero de 2012


KIERKEGAARD: TIEMPO Y SUBJETIVIDAD

        Existen tareas arduas y tareas sencillas. La dedicación a la filosofía, no cabe duda, se encuentra entre las primeras. No se trata únicamente de desarrollar o potenciar esa capacidad de asombro que Aristóteles reconocía como su misma entraña. Si hacemos caso de Hegel, se trataría de trastocar y reordenar violentamente nuestras convicciones más arraigadas: si hemos de pensar el mundo al revés, nuestro sentido común no puede salir indemne. El idealismo hegeliano, a la luz de estas consideraciones, fue el orgulloso asesino de un sentido común que necesariamente debía aparecer como víctima en el tortuoso periplo que la conciencia natural emprende en la Fenomenología del espíritu.
Otras tareas, sin embargo, son decididamente imposibles. No en el sentido de que sean irrealizables, sino en el de que su realización exige como pago el aniquilamiento de los medios que la posibilitan. Pensar (objetivamente) el cristianismo no puede llevarse a cabo si no es a expensas del pensamiento (objetivador). Para Kierkegaard se trata de una labor absurda y paradójica que tiene como fin apearse de la comprensión racional una vez que, desde la misma, se ha señalado la necesidad de vivenciar su objeto de estudio. La fácil refutación de su crítica a la concepción abstracta del individuo, que esgrime el argumento de que la formulación kierkegaardiana del existente concreto acaba a su pesar fosilizada en la abstracción, pasa por alto estos presupuestos del pensador danés. La labor es absurda y paradójica no porque sostenga su propia absurdidad, sino porque conmina a abrazar el absurdo y la paradoja, esto es: a vivir el cristianismo. Para ello es necesario efectuar el decisivo movimiento de la fe del que nos habla Temor y temblor; el mismo que un Kierkegaard embozado tras el seudónimo de Johannes de Silentio reconocía que era incapaz de dar.
En su obra Ejercitación del cristianismo, Kierkegaard nos dice que el cristianismo ha venido al mundo no como algo susceptible de convertirse en doctrina (esto es: susceptible de ser domeñado por el humano entendimiento), sino como lo absoluto. Cualquier intento de explicar el cristianismo acaba convirtiéndose necesariamente en un banal regateo que pretende amoldarlo a los fines humanos. Ahora bien, el cristianismo “no es conmensurable con ninguna finalidad finita”, ya sea ésta el intento de alcanzar la felicidad terrena (caso del hombre natural), ya sea el pretender vislumbrar la esencia de la realidad (caso del filósofo).
La identificación del cristianismo con lo absoluto, locura para la razón, permite legitimar la afirmación de que Cristo no es literalmente nada: “muy cierto, pues Él es lo absoluto”. Entregarse a esta idea exige rebasar el ámbito ideal de la doctrina mediante la forja de todo un compromiso existencial: la contemporaneidad con Cristo. Asentir a la paradoja y al absurdo, crimen a los ojos de los coetáneos, indica en este caso que se ha tomado conciencia de la infinita distancia que separa a Dios del hombre; toma de conciencia que desemboca en la decisión de relacionarse con lo absoluto en el presente, ya que tal diferencia cualitativa impide que la venida de cristo al mundo pueda entenderse como un mero acontecimiento histórico, como un suceso acaecido siglos atrás.
Cristo no fue un hombre más. Juzgar su figura y su importancia en virtud de lo que la historia nos dice de Él y de su vida significa perder de vista su condición de Hombre-Dios, esto es, dejar de considerarlo lo absoluto y lo absolutamente otro. Éste es el sentido de la contemporaneidad con Cristo: llegar a relacionarse con Él desde el presente.

Este relacionarse con Dios desde el presente implica al mismo tiempo ser conformado a imagen de Dios. Se trata del proceso constitutivo de la conciencia que Kierkegaard formulará en La Enfermedad mortal: la consolidación del yo teológico por medio de la fe.
La determinación de la interioridad de que hablamos es la condición de posibilidad de toda existencia subjetiva; es decir, es aquello que actúa como garante de la propia conciencia de existir. El sujeto kierkegaardiano es el individuo histórico y concreto, inasimilable a la representación universal de “sujeto” o “individuo” (se trata de una conciencia desplegada en la existencia mediante una dialéctica cualitativa). Las etapas que ésta irá atravesando durante el transcurso de su existencia, o mejor dicho: que irá “encarnando”, se sucederán a base de saltos de una intransferible especificidad, irreductibles a cualquier concatenación lógica de índole cuantitativa (la historia como proceso dialéctico-teleológico). La naturaleza cualitativa del salto kierkegaardiano (en todos sus órdenes: existencial, religioso y temporal) se corresponde con el carácter concreto y singular del sujeto que lo efectúa. Ahora bien, en Kierkegaard semejante asunción de lo histórico sólo es posible a partir del encuentro con una trascendencia fundamentalmente ahistórica que, en palabras de Franz Rosenzweig, sirva de punto arquimédico1: el instante de la adhesión a Cristo. Será este punto de apoyo lo que le permitirá pensar a Kierkegaard la diferencia entre el Ser (entendido como existencia donada por una instancia supra-racional y supra-histórica) y el pensamiento; y, consecuentemente, lo que le permitirá conceptuar a este Ser como algo no objetivable. En última instancia será esto lo que aleje a nuestro autor de toda gnoseología de tipo idealista y lo que refuerce el núcleo teológico de su doctrina: la apelación a una Verdad a la que únicamente puede accederse por la fe.
El anclaje del yo en la eternidad representa, no obstante, una elección histórica –es decir, un optar desde el tiempo en que se vive- con miras a lo transhistórico. De este modo, la explanación del proyecto de la contemporaneidad con Cristo se corresponde necesariamente con el esquema filosófico de la constitución temporal del sí mismo. Sólo el yo capaz de decidir, o lo que es lo mismo, capaz de dar –conscientemente- el salto cualitativo que implica el optar por la eternidad infinita, puede vivir el instante.
El hombre estético, por el contrario, está determinado por una conciencia que en cierto sentido se desconoce. La búsqueda continua de la inmediatez, propia de un yo ciego que no puede vislumbrar su labor auto-conformadora, no puede proporcionar la repetición, esto es: la (re)apropiación de lo acontecido en su significación existencial; o, simplificando: la posibilidad de encontrar un sentido a la vida. En primer lugar porque éstos no llegan a alcanzar siquiera el rango de momentos (en su sentido propio): únicamente eran fragmentos insertos en una cadena de aconteceres de grisácea homogeneidad. El suyo es un espíritu que desconoce su constitución extática, su continuo avanzar en una temporalidad abierta por la toma de contacto del tiempo y la eternidad en el instante. Tal instante, desde luego, sólo puede ser aprehendido al tomar conciencia del sí mismo como síntesis de finitud e infinitud, de temporalidad y eternidad. Así pues, el individuo estético no podrá pensarse en su carácter histórico y concreto –como existente- ni podrá reconocer el sentido auténtico de la temporalidad –de su existencia en el tiempo-. Al carecer de interioridad, únicamente puede experimentar un torrente situaciones que lo manejan a capricho: vive a merced del instante en un sentido impropio, vive una falsa existencia.

1 El pasaje al que aludimos es el siguiente: “Pues...si todo el saber se refiere al Todo –está encerrado en él, pero, al mismo tiempo, es en él todopoderoso-, entonces la apariencia en cuestión sería más que apariencia: sería la verdad. Quien quisiera contradecirla tenía que sentir bajo sus plantas un punto de Arquímedes exterior al Todo conocible. Desde un tal punto arquimédico impugno Kierkegaard –y no estuvo solo- la incorporación hegeliana de la Revelación en el Todo. Y el punto fue la conciencia de Sören Kierkegaard –o la conciencia signada con cualesquiera otros nombre y apellido-“. (La estrella de la redención, Sígueme, Salamanca, 2006).


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