NIETZSCHE Y LA
ONTOLOGÍA CLÁSICA
¿Qué es el
misterioso Uno primordial del
que nos habla Nietzsche? La intuición que del mismo nos proporciona
el éxtasis dionisiaco deriva, a la hora de retornar a la realidad
cotidiana, en una “nausea ascética” que aniquila nuestra
voluntad.
Esta resaca
espiritual nos incapacita para afrontar los avatares del día a
día, merma nuestro ánimo y nos descubre la falta de sentido del
mundo. Las relaciones sociales, los discursos, las acciones propias y
ajenas..., todo se tiñe de un opaco hastío vital; ése que posteriormente los
existencialistas colocarán sobre la mesa de disecciones.
El sinsentido
desvelado en nuestro abrupto retorno al ámbito familiar de los
objetos (tornado ahora inhospitalario y extraño) expresa que es
precisamente en tal ámbito donde puede darse el “sentido”. Lo
fenoménico se empaña o se descompone una vez se ha visto de cerca
el abismo. Esto
significa, por un lado, que lo racional habita en el dominio
fenoménico (justamente otorgando estructura y determinaciones a los
entes que lo pueblan), y por el otro, que lo
suprafenoménico es lo absurdo, lo inaccesible al entendimiento.
Si la aparición de
los fenómenos sólo es posible mediante las configuraciones
espacio-temporales del principio de individuación, de naturaleza
individual y subjetiva, aquello situado tras los fenómenos, la
voluntad, debe de pensarse necesariamente como absurda. Nuestra razón
se agota en la ordenación intelectiva de los objetos. La realidad en
sí, situada más allá de estos, siempre se sustraerá a nuestro
entendimiento. No es de extrañar que Schopenhauer, cuyas teorías
constituyen buena parte del sustrato filosófico de El nacimiento
de la tragedia, designara a esta problemática
Realidad-en-sí-misma con el nombre de una facultad irracional:
voluntad. Con ello se consuma el paulatino deterioro
gnoseo-ontológico de la substancia que se iniciara a partir del giro
subjetivista de Descartes. En efecto, la celebrada transposición
cartesiana de los trascendentales, desde el plano celestial hasta la
esfera del alma, preludia esa progresiva –y paradójica- pérdida
de rango ontológico del Ser.
Es ya un lugar común
decir que la filosofía anterior a Descartes se movía en el ámbito
absoluto de la realidad. El realismo ontológico alcanzó con Platón y
Aristóteles sus cotas más elevadas: el primero cifró lo real en
las formas incorpóreas, allende lo espacio-temporal, volviendo así
problemático el estatuto ontológico de los objetos sensibles; el
estagirita, por su parte, tratando de clarificar tal estatuto,
recurrió a una física hilemórfica que daba razón de la
substancialidad dentro del devenir. Lejos de resultar menoscabada la
dignidad metafísica de una hipóstasis “separada” por este
hecho, fue precisamente la postulación de una hyle
dependiente de un eidos final –concebida de este modo como
un “poder ser x entidad”- lo que reforzó desde la esfera
sensible la necesidad de establecer una auténtica cosa-en-sí: el
primer motor inmóvil, la plenitud auto-subsistente que garantiza el desarrollo de la hyle (y,
por ende, de la temporalidad y el movimiento terrenales).
Con Descartes la
reflexión en torno a la substancia primera no queda tanto suprimida
cuanto relegada a un plano secundario: en su indagación prima la
cuestión de la certidumbre y de la validez del conocimiento. Kant
proseguirá por esta vía reduciendo la cosa en sí a mera x de la
cual no puede decirse ni pensarse nada. La cosa-en-sí resulta inaccesible porque el
conocimiento humano es receptivo; la intuición intelectual sólo
está al alcance de Dios, quien conoce las cosas en sí mismas al
haberlas creado. La intuición humana, por el contrario, es sensible.
El entendimiento se caracteriza por su actividad: organiza y dispone;
pero tal proceder se lleva a cabo sobre un material dado, que debe
recibirse sensorialmente (es decir, pasivamente) a partir de las
formas puras del espacio y el tiempo. De este modo, Kant establece un
fenomenismo coherente que señala los límites de la cognición: el
objeto existe en virtud de un sujeto que conoce “finítamente”; o lo que es lo mismo: no cabe pronunciarse acerca de qué sea lo auténticamente real.
De aquí a
Schopenhauer sólo hay un paso. Si la trama inteligible de la
realidad se organiza subjetivamente, lo que la trasciende no puede
siquiera atisbarse. Tanto da decir que es supraracional o que es
irracional, el caso es que excede nuestra capacidad cognoscitiva.
Razón y entendimiento se ligan a lo representado y, por lo mismo, lo
tras-la-representación puede vincularse legítimamente a la potencia
volitiva de la naturaleza, pensada como aquello que genera el devenir
y la vida. De alguna forma, todo esto ya lo recoge la filosofía de
Spinoza: media un abismo entre Dios y las cosas. La substancia divina
es infinita y autocausada, naturaleza naturante, el puro producir
cuya potencia constituye su esencia misma. Los objetos no son más
que afecciones de los atributos de la Substancia. Nuestro
entendimiento pertenece igualmente al campo secundario de la
naturaleza naturada, de la duración. Es pura finitud. Y esto,
para Spinoza, es carencia (omni determinatio est negatio).
La substancia, por el contrario, es lo indeterminado. Su pura
positividad, paradójicamente, impide que pueda predicarse algo de
ella, pues esto sólo es posible respecto de algo existente en el
campo de la duración.
También es el
filósofo holandés un claro antecedente schopenhaueriano en lo
tocante a la definición del ente como conatus que trata de
perseverar en la existencia. Aunque posteriormente Leibniz tratase de
racionalizar el conatus convirtiéndolo en el appetitus
que marca el hiato entre los contenidos que puede unificar una mónada
en su percepción y la mónada misma, la suerte estaba echada: la
inclinación volitiva se ancló en lo irracional y acabó siendo
considerada la esencia del mundo. Los atributos divinos adjudicados
antiguamente al Ser pasan a ser tristes ensoñaciones surgidas de
nuestro afán de permanencia. Spinoza, Schopenhauer, Nietzsche y
Freud ubican la eticidad, otrora indisoluble de la estructura
ontológico-trascendental del mundo, en la subjetividad humana,
reduciéndola a simple complejo ficcional. El Uno primigenio de
Nietzsche, como la voluntad de Schopenhauer, no es ningún
trascendens vislumbrable por medio de la reflexión pura, ni
es una instancia transmundana asimilable a la substancia divina. Al
contrario: es un sustrato mundano, el fondo inagotable de lo
terrenal. Es la naturaleza, absurda e irracional, “espantosa”,
como dice el propio Nietzsche, más próxima al tártaro homérico
que al cielo platónico.
El mito griego
supondría, según Nietzsche, la más genuina expresión de la
existencia de este ardiente magma subterráneo: “la verdad
dionisiaca se incauta del ámbito entero del mito y lo usa como
simbólica de sus conocimientos, y esto lo expresa en parte en el
culto público de la tragedia, en parte en ritos secretos de las
festividades dramáticas de los misterios, pero siempre bajo el
antiguo velo mítico”.
Cabe señalar aquí
que posteriormente Nietzsche renegaría tanto de esta aproximación
concreta al mito trágico –lastrada por la introducción de
fórmulas inadecuadas- como de la cosmovisión que la misma
implicaba. Antes incluso de la defensa explícita del perspectivismo
y de su repulsa hacia los “sujetos” ocultos tras los fenómenos
(los agentes productores del cambio en la naturaleza –cosa en sí
kantiana- a los que llama “hijos falsos” en La genealogía de
la moral), de enorme importancia en su producción tardía, ya en
Así habló Zarathustra nos encontramos con un Nietzsche que
reniega de sus pasadas inclinaciones “metafísicas” (ciertamente
sui generis, en cualquier caso). En Los de detrás del
mundo dice: “En otro tiempo, Zarathustra volcó sus ideales más
allá del hombre, como suelen hacer todos los de más allá del
mundo, los de detrás del mundo. Entonces me parecía ser el mundo la
obra de un dios atormentado y dolorido. Sueño me parecía el mundo,
invención poética de un dios: humo coloreado ante los ojos de un
ser divino insatisfecho... Un mundo eternamente imperfecto,
deficiente trasunto de una eterna contradicción, gozo delirante de
su imperfecto creador, eso me parecía el mundo”. Nietzsche quiere
permanecer fiel al “espíritu de la tierra”. Establecer un
estrato primigenio separado constituye una traición al mismo.
Aducir que se trata de un tuétano interno -de ninguna manera
comparable al cielo platónico (o a la representación de éste como estructura trascendental)- no sirve de atenuante: sigue presente
el korismos delator, que aleja a este Uno-todo de la verdadera
experiencia mundana. La autocrítica nietzscheana convierte a esta
concepción de juventud en un “sepulcro”: “¡Oh, vosotras,
visiones de mi juventud, vosotras, miradas del amor, vosotros,
instantes divinos! ¡Qué pronto habéis muerto para mí! Hoy os
recuerdo como a mis muertos” (Así habló Zarathustra –“El
canto de los sepulcros”-). Visiones de un trasmundano que cantaba
al espantoso hontanar de lo real.
Es bien conocida la posterior
radicalización de su lucha contra las quimeras metafísicas de corte
platónico-cristiano, la cual pondría en evidencia la inconsistencia de su
metafísica de juventud. Las fragorosas invectivas del exterior, sin embargo, también ayudaron: “En otro tiempo suspiraba por auspicios felices.
Entonces hicisteis que se cruzara en mi camino un horrible y
monstruoso búho. ¡Ay de mí! ¿hacia dónde huyó mi más tierno
afán?”. Según J. C. García-Borrón, traductor de este pasaje de
“El canto de los sepulcros”, el búho representaría al filólogo
Willamowitz, furibundo detractor de las tempranas tesis
nietzscheanas.
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