domingo, 12 de febrero de 2012


NIETZSCHE Y LA ONTOLOGÍA CLÁSICA

¿Qué es el misterioso Uno primordial del que nos habla Nietzsche? La intuición que del mismo nos proporciona el éxtasis dionisiaco deriva, a la hora de retornar a la realidad cotidiana, en una “nausea ascética” que aniquila nuestra voluntad.
Esta resaca espiritual nos incapacita para afrontar los avatares del día a día, merma nuestro ánimo y nos descubre la falta de sentido del mundo. Las relaciones sociales, los discursos, las acciones propias y ajenas..., todo se tiñe de un opaco hastío vital; ése que posteriormente los existencialistas colocarán sobre la mesa de disecciones.
El sinsentido desvelado en nuestro abrupto retorno al ámbito familiar de los objetos (tornado ahora inhospitalario y extraño) expresa que es precisamente en tal ámbito donde puede darse el “sentido”. Lo fenoménico se empaña o se descompone una vez se ha visto de cerca el abismo. Esto significa, por un lado, que lo racional habita en el dominio fenoménico (justamente otorgando estructura y determinaciones a los entes que lo pueblan), y por el otro, que lo suprafenoménico es lo absurdo, lo inaccesible al entendimiento.
Si la aparición de los fenómenos sólo es posible mediante las configuraciones espacio-temporales del principio de individuación, de naturaleza individual y subjetiva, aquello situado tras los fenómenos, la voluntad, debe de pensarse necesariamente como absurda. Nuestra razón se agota en la ordenación intelectiva de los objetos. La realidad en sí, situada más allá de estos, siempre se sustraerá a nuestro entendimiento. No es de extrañar que Schopenhauer, cuyas teorías constituyen buena parte del sustrato filosófico de El nacimiento de la tragedia, designara a esta problemática Realidad-en-sí-misma con el nombre de una facultad irracional: voluntad. Con ello se consuma el paulatino deterioro gnoseo-ontológico de la substancia que se iniciara a partir del giro subjetivista de Descartes. En efecto, la celebrada transposición cartesiana de los trascendentales, desde el plano celestial hasta la esfera del alma, preludia esa progresiva –y paradójica- pérdida de rango ontológico del Ser.
Es ya un lugar común decir que la filosofía anterior a Descartes se movía en el ámbito absoluto de la realidad. El realismo ontológico alcanzó con Platón y Aristóteles sus cotas más elevadas: el primero cifró lo real en las formas incorpóreas, allende lo espacio-temporal, volviendo así problemático el estatuto ontológico de los objetos sensibles; el estagirita, por su parte, tratando de clarificar tal estatuto, recurrió a una física hilemórfica que daba razón de la substancialidad dentro del devenir. Lejos de resultar menoscabada la dignidad metafísica de una hipóstasis “separada” por este hecho, fue precisamente la postulación de una hyle dependiente de un eidos final –concebida de este modo como un “poder ser x entidad”- lo que reforzó desde la esfera sensible la necesidad de establecer una auténtica cosa-en-sí: el primer motor inmóvil, la plenitud auto-subsistente que garantiza el desarrollo de la hyle (y, por ende, de la temporalidad y el movimiento terrenales).
Con Descartes la reflexión en torno a la substancia primera no queda tanto suprimida cuanto relegada a un plano secundario: en su indagación prima la cuestión de la certidumbre y de la validez del conocimiento. Kant proseguirá por esta vía reduciendo la cosa en sí a mera x de la cual no puede decirse ni pensarse nada. La cosa-en-sí resulta inaccesible porque el conocimiento humano es receptivo; la intuición intelectual sólo está al alcance de Dios, quien conoce las cosas en sí mismas al haberlas creado. La intuición humana, por el contrario, es sensible. 
El entendimiento se caracteriza por su actividad: organiza y dispone; pero tal proceder se lleva a cabo sobre un material dado, que debe recibirse sensorialmente (es decir, pasivamente) a partir de las formas puras del espacio y el tiempo. De este modo, Kant establece un fenomenismo coherente que señala los límites de la cognición: el objeto existe en virtud de un sujeto que conoce “finítamente”; o lo que es lo mismo: no cabe pronunciarse acerca de qué sea lo auténticamente real. 
De aquí a Schopenhauer sólo hay un paso. Si la trama inteligible de la realidad se organiza subjetivamente, lo que la trasciende no puede siquiera atisbarse. Tanto da decir que es supraracional o que es irracional, el caso es que excede nuestra capacidad cognoscitiva. Razón y entendimiento se ligan a lo representado y, por lo mismo, lo tras-la-representación puede vincularse legítimamente a la potencia volitiva de la naturaleza, pensada como aquello que genera el devenir y la vida. De alguna forma, todo esto ya lo recoge la filosofía de Spinoza: media un abismo entre Dios y las cosas. La substancia divina es infinita y autocausada, naturaleza naturante, el puro producir cuya potencia constituye su esencia misma. Los objetos no son más que afecciones de los atributos de la Substancia. Nuestro entendimiento pertenece igualmente al campo secundario de la naturaleza naturada, de la duración. Es pura finitud. Y esto, para Spinoza, es carencia (omni determinatio est negatio). La substancia, por el contrario, es lo indeterminado. Su pura positividad, paradójicamente, impide que pueda predicarse algo de ella, pues esto sólo es posible respecto de algo existente en el campo de la duración.
También es el filósofo holandés un claro antecedente schopenhaueriano en lo tocante a la definición del ente como conatus que trata de perseverar en la existencia. Aunque posteriormente Leibniz tratase de racionalizar el conatus convirtiéndolo en el appetitus que marca el hiato entre los contenidos que puede unificar una mónada en su percepción y la mónada misma, la suerte estaba echada: la inclinación volitiva se ancló en lo irracional y acabó siendo considerada la esencia del mundo. Los atributos divinos adjudicados antiguamente al Ser pasan a ser tristes ensoñaciones surgidas de nuestro afán de permanencia. Spinoza, Schopenhauer, Nietzsche y Freud ubican la eticidad, otrora indisoluble de la estructura ontológico-trascendental del mundo, en la subjetividad humana, reduciéndola a simple complejo ficcional. El Uno primigenio de Nietzsche, como la voluntad de Schopenhauer, no es ningún trascendens vislumbrable por medio de la reflexión pura, ni es una instancia transmundana asimilable a la substancia divina. Al contrario: es un sustrato mundano, el fondo inagotable de lo terrenal. Es la naturaleza, absurda e irracional, “espantosa”, como dice el propio Nietzsche, más próxima al tártaro homérico que al cielo platónico.
El mito griego supondría, según Nietzsche, la más genuina expresión de la existencia de este ardiente magma subterráneo: “la verdad dionisiaca se incauta del ámbito entero del mito y lo usa como simbólica de sus conocimientos, y esto lo expresa en parte en el culto público de la tragedia, en parte en ritos secretos de las festividades dramáticas de los misterios, pero siempre bajo el antiguo velo mítico”.
Cabe señalar aquí que posteriormente Nietzsche renegaría tanto de esta aproximación concreta al mito trágico –lastrada por la introducción de fórmulas inadecuadas- como de la cosmovisión que la misma implicaba. Antes incluso de la defensa explícita del perspectivismo y de su repulsa hacia los “sujetos” ocultos tras los fenómenos (los agentes productores del cambio en la naturaleza –cosa en sí kantiana- a los que llama “hijos falsos” en La genealogía de la moral), de enorme importancia en su producción tardía, ya en Así habló Zarathustra nos encontramos con un Nietzsche que reniega de sus pasadas inclinaciones “metafísicas” (ciertamente sui generis, en cualquier caso). En Los de detrás del mundo dice: “En otro tiempo, Zarathustra volcó sus ideales más allá del hombre, como suelen hacer todos los de más allá del mundo, los de detrás del mundo. Entonces me parecía ser el mundo la obra de un dios atormentado y dolorido. Sueño me parecía el mundo, invención poética de un dios: humo coloreado ante los ojos de un ser divino insatisfecho... Un mundo eternamente imperfecto, deficiente trasunto de una eterna contradicción, gozo delirante de su imperfecto creador, eso me parecía el mundo”. Nietzsche quiere permanecer fiel al “espíritu de la tierra”. Establecer un estrato primigenio separado constituye una traición al mismo. Aducir que se trata de un tuétano interno -de ninguna manera comparable al cielo platónico (o a la representación de éste como estructura trascendental)- no sirve de atenuante: sigue presente el korismos delator, que aleja a este Uno-todo de la verdadera experiencia mundana. La autocrítica nietzscheana convierte a esta concepción de juventud en un “sepulcro”: “¡Oh, vosotras, visiones de mi juventud, vosotras, miradas del amor, vosotros, instantes divinos! ¡Qué pronto habéis muerto para mí! Hoy os recuerdo como a mis muertos” (Así habló Zarathustra –“El canto de los sepulcros”-). Visiones de un trasmundano que cantaba al espantoso hontanar de lo real.
Es bien conocida la posterior radicalización de su lucha contra las quimeras metafísicas de corte platónico-cristiano, la cual pondría en evidencia la inconsistencia de su metafísica de juventud. Las fragorosas invectivas del exterior, sin embargo, también ayudaron: “En otro tiempo suspiraba por auspicios felices. Entonces hicisteis que se cruzara en mi camino un horrible y monstruoso búho. ¡Ay de mí! ¿hacia dónde huyó mi más tierno afán?”. Según J. C. García-Borrón, traductor de este pasaje de “El canto de los sepulcros”, el búho representaría al filólogo Willamowitz, furibundo detractor de las tempranas tesis nietzscheanas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario