LA OBJECIÓN HEIDEGGERIANA
ACERCA DEL (POSIBLE) ANÁLISIS EXISTENCIAL EN KIERKEGAARD
La preocupación por lo radical, motor que impulsa la
investigación de las (bien o mal llamadas) filosofías
existenciales, en su afán de trascender los rígidos márgenes
impuestos por el entendimiento en la búsqueda del sentido de la
existencia, acaba convirtiéndose en un ejercicio de
auto-reprobración intelectual; o, si se prefiere, en un continuo
ir-a-la-contra del pensamiento (conceptual y objetivante) por medio
del pensar (preconceptual o ‘esencial’, como será denominado por
Heidegger en su Epílogo a “¿Qué es metafísica?”, sin
referirse, ciertamente, a ningún examen de esencias o quididades).
Lo que se impugna abiertamente no es sólo la reflexión distanciada
de la esfera histórico-existencial del individuo, sino también la
innata tendencia del filosofar (ya detectada por Sócrates) a la
fijación objetiva de sus contenidos. Se trata, claro está, de un
problema inherente a todo discurso, sea acerca de lo que sea: éste,
en tanto es expuesto, no puede evitar quedar coagulado en un marco
neutro y abstracto .
La ontología fundamental de Heidegger
sortearía este insalvable escollo incluyéndose a sí misma entre
los posibles modos de ser del Dasein. Levinas lo expresa de esta
manera: “La filosofía es para él [Heidegger] una manera explícita
de trascender basada en la trascendencia implícita de la
pre-filosofía o de la pre-ontología de la existencia misma y, por
tanto, las relaciones de la filosofía explícita con la existencia o
con la caída en lo cotidiano como posibilidad jamás son rotas y la
explicitación misma –el tránsito de lo implícito a lo explícito-
conserva una significación existencial, es decir, temporal...”.
Claro que esta caracterización existencial de las conceptos
heideggerianos, esto es: la vinculación de los mismos con lo
temporal, sólo es posible disociándolos de aquellos con los que se
realiza la descripción esencialista de lo real, en la cual se cifró
la tarea del filosofar antiguo y moderno.
Los entes que al Dasein le salen al paso pueden
reconocerse como tales (y, de hecho, ser tales) por la compresión
del ser que sostiene y posibilita al mismo Dasein. Ya sea que estén
inmersos en la ocupación circunspectiva del Dasein, o bien
descollando en el estar-ahí que descubre la contemplación, su ser
depende de la aperturidad del ser-en-el-mundo garantizada por el
comprender. Ahora bien, la descripción de éste como existir, como
poder afrontar la propia existencia, no puede efectuarse recurriendo
a categorías ónticas (los conceptos clásicos de la filosofía, que
dan cuenta de las determinaciones quiditativas del ente entendido
como ousia) por cuanto el objeto de la descripción no es,
precisamente, algo “objetivo”. Se precisan, pues, categorías
‘existenciales’, relativas a los modos posibles de comprender el
ser. Tales modos, en efecto, no son objetivos porque no conciernen a
un conocimiento teorético que partiera del esquema sujeto-objeto.
Los modos de comprender el ser condicionan el existir en su
integridad. No son sino modos de acometer una existencia que envuelve
praxis, poiesis y theorein humanos, todo ello
(posibles) desenvolvimientos de la comprensión constituyente por la
que el Dasein desenvuelve su propio ser.
La aplicación del método fenomenológico en
Ser y tiempo (el cual pone eficazmente en guardia frente a todos los
elementos idealistas, realistas, psicologístas, antropológicos o
biologistas que amenazarían con interferir en una investigación tan
susceptible en principio –por su mismo tema- de acogerlos) resulta
indispensable para echar por tierra los conceptos y categorías de
una metafísica que durante más de veinte siglos ha silenciado la
cuestión del ser. Heidegger lo considera parte integrante de toda
filosofía que pretenda enmendar tamaño olvido, o sea, de toda
filosofía que sea auténticamente tal (“La filosofía es una
ontología fenomenológica universal...”). El objetivo del tratado
es descubrir la “universalidad” del ser y sus estructuras. Como
se dice en la introducción, éstas conciernen a todo ente. Pero, por
lo mismo, no pueden ni determinarse “ónticamente” (evidenciando
una naturaleza “fundada”) ni ser explicadas como momentos
“referenciales” que constituyeran trascendentalmente una unidad
genérica (un “Ser” como género a todas luces
insuficiente). La fenomenología dirigida hacia el ser del Dasein
(encauzamiento que funciona además como correctivo: se determina el
modo de ser de lo intencional, hasta entonces no puesto en cuestión
rigurosamente) deja así el campo libre a un examen formal que nadie
puede tachar de –desenfrenadamente- “abstracto” sin quedar en
evidencia.
La investigación heideggeriana, que tiene por
hilo conductor la tematización de las estructuras del ser, se
ejercita legítimamente gracias a la “diferencia ontológica”, la
cual deriva del factum de la precomprensión mediana del ser.
Ahora bien, lo que acaba de afianzar esta legitimidad es la propia
fuerza vinculante de los contenidos, el hecho de que la tematización
de las estructuras ontológicas se traduzca a esquemas existenciales
entendidos como posibilidades del existir -o como dice Levinas, que
el discurso conserve “una significación existencial”-. Es por
todo esto que el mismo Levinas llega a decir de la ontología
fundamental de Heidegger lo siguiente: “respecto al modelo
tradicional de la objetividad, es un terreno subjetivo, pero de un
subjetivismo ‘más objetivo que toda objetividad’”.
Si, a tenor de lo dicho, se nos permite hablar
de una “objetividad” heideggeriana (entendida como validez
discursiva) que, portando la cobertura de legitimidad otorgada por la
diferencia ontológica, diera razón de las estructuras básicas de
la existencia, defenderemos lo siguiente: a la luz de esta
“objetividad” (preservadora del carácter fáctico del Dasein)
la existencia puede aparecer desnuda, vaciada de todo vestigio
empírico. La efectividad del existir se perfila por medio de
precisas indicaciones formales. Se abre un hiato entre lo
existencial (referente a la constitución de la existencia) y lo
existentivo (referente al existir mismo del Dasein). Lo fáctico se
subordina a la facticidad.
A partir de esto, toda ontología que no depure al sujeto de
la substancialidad residual legada por el idealismo trascendental
(esto es: que no esté “ontológicamente aclarada”), ya sea la de
Hartmann o la de Kierkegaard, seguirá presa de esquemas metafísicos
u ontoteológicos tradicionales. El caso de Kierkegaard, de hecho, es
considerado paradigmático: “En el S. XIX S. Kierkegaard abordó
expresamente el problema de la existencia en cuanto problema
existentivo y lo pensó con profundidad. Sin embargo, la problemática
existencial le es de tal modo ajena que, desde un punto de vista
ontológico, Kierkegaard es enteramente tributario de Hegel y de la
filosofía antigua vista a través de él”.
Ahora bien, el que la indagación existencial
de kierkegaard dependa en cierta medida de las categorías hegelianas
(la principal objeción de Heidegger), no se debe a que éste no llegara
nunca a un refinamiento metodológico semejante al que permite a
Heidegger clarificar las estructuras del ser del Dasein. En El
concepto de la angustia y Migajas filosóficas, por
ejemplo, Kierkegaard lleva el análisis existencial todo lo lejos que
el orden discursivo –exegético-teológico- en que se inserta su
reflexión y el orden discursivo –idealista- contra el que
reacciona se lo permiten. Dichos órdenes marcan las estrechas
coordenadas conceptuales –y terminológicas- de un pensamiento que
intrínsecamente tiende a rebasarlas. Su intención es romper con el
subjetivismo omnicomprensivo del idealismo alemán, digamos, “desde
dentro”, buscando su implosión mediante la introducción de un “sí
mismo” verdaderamente subjetivo. Así como un torrente no es
“lo contenido por una presa”, sino un fluir violento, ni el loco
alguien enfundado en una camisa de fuerza, sino el que se subleva
contra esa razón que coercitivamente le impone una, tampoco la
propuesta kierkegaardiana debe ser vista como un subproducto del
hegelianismo o como mera ofensiva anti-hegeliana. Ésta debe
ponderarse en su justa medida.
Una tal subjetividad auténtica cristalizaría
en el yo del individuo concreto. Su carácter histórico,
(auto)aprehendido por mor de la fe, no puede ser integrado en el
continuum de una realidad que, en cuanto dispensada por un ego
autoconsciente, y por ende, hipostasiado (condición ésta
que garantiza tanto la congruencia íntima entre ser y pensar cuanto
la unidad del continuum), no rebasa el estatus de pura
representación.
La contingencia que Kierkegaard atribuye a lo
real es indisociable del devenir. Éste no puede concebirse como el
movimiento inmanente que anima las problemáticas transiciones
de la Lógica. Que no pueda acaecer movimiento alguno en la Lógica
(pues, como se nos dice en El concepto de la angustia, “la
eterna expresión de la Lógica es –cosa que los eleatas aplicaron
por error a la existencia- nada nace, todo es”) es lo que expresa
la inconmensurable diferencia cualitativa entre el orden lógico y el
del devenir, “de donde surgen la existencia y la realidad”. Los
conceptos de salto, trascendencia, instante o
repetición, medulares en la obra kierkegaardiana, apuntarán
todos a esta diferencia, y abrirán la comprensión de la
temporalidad auténtica, inasimilable al mero pasar. Semejante
comprensión no se dejará reducir, pues, ni al entendimiento
objetivador ni al conocimiento inmediato, modos de aprehensión que
compartirían la misma raíz: un saber auto-fundamentado parejo a la
reminiscencia de la gnoseología pagana –de idéntica esencia,
según nuestro pensador-. Se trata, por el contrario, de una
comprensión que compromete radicalmente la existencia individual,
desprovista del carácter “accidental” (indiferente, de una
neutralidad ‘herética’) que definiría la gnosis
idealista. El paralelismo con la comprensión heideggeriana es claro:
si ésta representa la (existente) posibilidad del existir, el puro
trascender(se) que abre el mundo al “sujeto”; la fe
kierkegaardiana, por su parte, no será la mera conciencia del
ser-histórico de lo real sino el ingreso en la historicidad.
De la misma manera, el diseño formal de la
existencia del Dasein guarda una similitud fehaciente con el del
sujeto kierkegaardiano. En ambos prima la posibilidad de forma
fundamental. Se trata de un ser-posible constituyente y colmado de
efectividad. Kierkegaard conecta la posibilidad con el cambio del
devenir. En las Migajas filosóficas, donde trata de abrir
brechas en la contextura del sistema lógico hegeliano –a veces de
forma abrupta, como en este caso-, diferencia entre el cambio de la
alloiosis, que presupone la existencia de lo cambiante y
avanzaría por medio de alteraciones cualitativas, y el cambio de lo
que deviene, que pasa del no ser al ser. Asi, al ser un cambio que no
concierne a la esencia, sino al ser, posibilidad y realidad
pasarán a ser categorías, por decirlo de algún modo,
“anti-sistémicas”, que ofrecen razón de la contingencia del
devenir histórico. Ambas, reformuladas desde este prisma heterodoxo,
se tornan “paradójicas” en la dinámica del ser: el paso al ser
del no ser es el sufrir que revela la nada de la posibilidad,
el hecho de que el no ser de lo posible tenga que existir; al tiempo,
la realidad queda reducida a lo “posible” –en el sentido
cotidiano-, a lo fundamentalmente no necesario. El cambio de devenir,
al ser concebido como lo real que acontece libremente, relega
la necesidad al campo de la idealidad, petrificándola: “todo lo
que deviene demuestra precisamente en el devenir que no es necesario,
ya que lo único que no puede devenir es lo necesario, porque lo
necesario es”. La necesidad, vista como determinación de la
esencia y no del ser, pierde sus derechos sobre la realidad. (“nada
existe porque es necesario, sino que lo necesario existe porque es
necesario o porque lo necesario es”, en antinómica y brillante
expresión del pensador danés)
El conocimiento inmediato sólo puede
aprehender la mera presencia, es incapaz de asimilar la
“ambigüedad” del devenir. Lo devenido se deja conocer pero no en
cuanto tal. Su carácter histórico únicamente puede captarse
mediante una “sensibilidad” que no se agote en una simple
aprehensión constatatoria y que, por lo tanto, no se presente como
conocimiento, sino como un acto de libertad. Tal sensibilidad será
la de la fe, el “órgano” para lo histórico que permite al
individuo, mediante la decisión, creer en el “así” de lo
devenido suprimiendo su “cómo” posible.
Pues bien, la posibilidad tal y como fue
definida en el análisis categorial de las Migajas filosóficas
es llevada al plano de la subjetividad en El concepto de la
angustia, donde adquiere la función de un proto-existencial. El
ser-posible se encarna en la angustia, categoría fundamental del
espíritu. Éste soporta la síntesis de cuerpo y alma que constituye
al hombre. Se trata de una síntesis dinámica (esbozo un tanto
rudimentario de la que postulará en La enfermedad mortal,
pero ya determinante respecto de las principales implicaciones
“existenciales” de su doctrina) que permite tanto el salto
cualitativo del pecado como la decisión de la fe. Ahora bien, este
permitir, es el poder(se) en que consiste la posibilidad de la
libertad. La angustia, inherente al espíritu, engendra la nada, tal
“posibilidad de poder”. Por ello al espíritu no le perturba en
verdad nada en concreto: el objeto de su angustia es la propia
nada, la “realidad de la libertad en cuanto posibilidad frente a la
posibilidad”.
Según Heidegger “La posibilidad que el
Dasein es siempre existencialmente se distingue tanto de la vacía
posibilidad lógica como de la contingencia de algo que está-ahí,
en tanto que con éste puede “pasar” esto o aquello”. En
Kierkegaard, la posibilidad “angustiosa” que origina el “vértigo
de la libertad” es ese no-ser que “tiene que existir”. En tanto
que concepto existencial constituyente de la subjetividad representa
tan poco la mera contingencia del estar-ahí como el mismo Dasein:
“La angustia no es una categoría de la necesidad [en este
contexto, Kierkegaard se refiere a la ‘necesidad’ que en la
Lógica une la posibilidad y la realidad, refutada en las
Migajas filosóficas] pero tampoco lo es de la libertad. La
angustia es una libertad trabada, donde la libertad no es libre en sí
misma, sino que está trabada, aunque no trabada por la necesidad,
mas por sí misma”. También el sujeto Kierkegaardiano está
arrojado, obligado a existir (la particular “derelicción”
de kierkegaard, noción heideggeriana que transfigura radicalmente la
concepción clásica de la posibilidad –más real que toda
realidad, podríamos decir emulando a Levinas-)
La síntesis que constituye al espíritu de El
concepto de la angustia es reelaborada en La enfermedad
mortal, donde queda reducida a un movimiento auto-remisivo. El
hombre es para Kierkegaard una relación de finitud e infinitud que
se relaciona consigo misma al tiempo que con el poder que la
fundamenta. Al ser espíritu, el hombre no puede reducirse a una
simple relación entre dos ordenes o partes constitutivas, pues, por
su propia autonomía, éstos someterían al nexo relacional, el cual
estaría siempre en función de lo relacionado; la relación entre la
finitud y la infinitud humanas debe volverse hacia sí, y es gracias
a este movimiento positivo por lo que puede decirse que el
hombre es un yo. Ahora bien, en tanto que tal síntesis se relaciona
consigo misma, se relaciona también con aquello que la ha puesto,
aquello de lo que absolutamente depende. Aquí aparece la condición
principal del yo auténtico: la conciencia del ser “puesto”, el
“apoyarse lúcidamente en el poder que lo fundamenta”; es decir,
la fe.
Enfermedad del yo, la desesperación vendría a
ser la posible discordancia dentro de la estructura sintética que
determina la subjetividad; se trata de una afección que no se
abandona a sí misma persistiendo como consecuencia de su mero
aparecer, sino que siempre remite a su posibilidad. De este
modo, en cada instante de desesperación real, ésta se ve
sostenida por la relación que la posibilita (que sería, podríamos
decir, la constante causa efectiva de la desesperación y de su
permanencia: la desesperación no “dura”, está siendo en
todo momento “atrapada”). Según Kierkegaard, este carácter
peculiar de la desesperación -y de sus condiciones temporales de
posibilidad, que exigirían el incorporar ciertos elementos
pretéritos en los momentos en que se manifestase-, se debe
simplemente a su condición de categoría espiritual, relacionada con
aquello de lo cual jamás podrá desprenderse el sujeto –porque
hace de él lo que es-: la autorrelación de la síntesis. Tanto el
“querer ser sí mismo” que se aferra a la fe como las diferentes
formas de la desesperación (las formas inauténticas del yo en
kierkegaard) son así modos posibles de esa existencia cuya condición
de posibilidad es la auto-remisión de una subjetividad no fijada .
Más allá del hecho de que en Kierkegaard aparezcan por lo
general entremezclados los elementos teológicos y los ontológicos
(y de que los primeros aludan explícitamente a formas concretas de
existencia -las que interesan propiamente al cristianismo- y los
segundos se disuelvan regularmente en lo óntico), lo cierto es que
un juicio tan taxativo –simplista, incluso- como el que Heidegger
hace de la filosofía kierkegaardiana resulta cuestionable. Si el
análisis de la existencia desarrollado por Kierkegaard desemboca en
lo existentivo es porque la Verdad a la que apunta –cuya adecuada
apropiación por parte del individuo concierne a tal orden-
trasciende a la existencia (en sí) misma. Lo existencial, en
cualquier caso, no queda soslayado, pues sólo desde su prisma es
vislumbrable esa Verdad.
No obstante, el examen “proto-fenomenológico”
de la existencia ejecutado en La enfermedad mortal –acaso
somero, pero muy penetrante- no sigue el hilo de ninguna ontología
fundamental: de lo que se trata es de vivir en la verdad de la fe,
descubrir a “Dios en el tiempo”. Es muy posible que la
“objetividad” heideggeriana hubiese sido impugnada por
Kierkegaard. La hubiera encontrado terriblemente cercana a esa
‘indiferencia’ gnoseológica que ambos filósofos detestaban. El
Ser de lo ente, desplazado del ámbito teológico aparecería ante
sus ojos como una mera abstracción. La doctrina kierkegaardiana no
es sino el ejercicio de un pensar “esencial” que no reivindica
pensar “esencial” alguno. La auto-reprobación intelectual antes
mentada acaba siendo en Kierkegaard simple y pura auto-inmolación.